Alfredo Cardona
Tobón*
El redoble del
tambor congregó a los vecinos de la empobrecida villa frente al desvencijado
edificio del Ayuntamiento; en medio de estandartes reales el sonido de los
cascos del brioso caballo del caudillo resonaron por la callecilla empedrada,
como en tiempos del Cid, al igual que en la época de los Infantes de Lara.
Se decía que
allende los mares había reinos con montañas de oro y playas tapizadas de perlas
con mujeres guerreras y dragones que escupían fuego; en la mente sencilla de la
gleba, amarrada a la miseria, pugnaban el temor y la ambición; sin embargo la sed de
gloria y de aventura fue más fuerte que el miedo y tras un vellocino dorado
numerosos aldeanos se unieron a la hueste que reclutaba el paladín con destino
a los remotos territorios de las Indias.
El reclutamiento de
las tropas conquistadoras se hizo principalmente en las regiones de Andalucía,
Extremadura y Castilla con agricultores sin tierra, pastores sin rebaños,
soldados sueltos, artesanos arruinados, funcionarios sin empleo y convictos en
fuga de la justicia.
Al frente de cada
expedición iba, generalmente, un hidalgo
castellano venido a menos, con ansias de poder y de fama, que había empeñado lo
que tenía y conseguido el concurso de comerciantes y banqueros.
Antes de emprender
cada campaña el caudillo expedicionario firmaba un contrato con el rey, donde
se determinaba en forma vaga qué región se conquistaría para ponerla bajo la
soberanía del monarca y se fijaban de manera muy clara las condiciones
económicas entre las partes. Los derechos y los deberes de la Corona y del conquistador
se consignaban en una Capitulación , aunque hubo casos, como el de Hernán
Cortés en México y el de Pedro de Valdivia en Chile, en los que la iniciativa
privada se adelantó a los contratos legales.
Los gastos de la
empresa corrían a cargo del capitán a cambio del título de gobernador, de una parte
de las tierras sometidas y el botín que se arrebatara a los indígenas. La
conquista fue una empresa privada antes que una empresa
promovida por el estado español. Quienes más se lucraron de la invasión fueron
el rey, que poco arriesgó, y los capitalistas que aportaron recursos para
organizar las expediciones.
LAS TROPAS INDIANAS
Los redobles
callaron; el clarín apagó los murmullos y la voz del caudillo retumbó entre las
pircas derruidas. No se ofrecían sueldos ni adelantos, ni siquiera armas o
uniformes; el premio habría que ganarlo a sangre y fuego y los tesoros
conquistados se repartirían según los aportes a la empresa comunal y a la participación de cada combatiente en las
campañas. Al soldado raso, por ejemplo, se le reconocía una parte de la
prorrata del botín, al ballestero parte y media y al jinete con caballo propio se
le asignaban dos partes del reparto. Además se ofrecían mercedes, tierras y poder sobre la vida y el trabajo de
los nativos sometidos. La ambición primó sobre la incertidumbre y los sueños
sobre la miseria lacerante. Así, pues, pastores y peones sin experiencia
militar, se armaron con lo que tuvieron a mano, empacaron sus andrajosos trajes
y siguieron tras el espejismo del nuevo mundo.
Según las normas
reales no se permitían moros ni herejes en las expediciones indianas, tampoco
gitanos ni esclavos casados; se excluían las mujeres solteras y las casadas que no viajaran con sus maridos;
pero una cosa era la ley y otra su cumplimiento: con Colón viajaron timoneles moros y fueron
numerosísimas las soldaderas o juanas españolas que acompañaron a las tropas, como se demuestra con María
Estrada, una voluntaria que salvó a Cortés en la “Noche Triste” y con Beatriz
Bermúdez, otra mujer que armada con casco y rodela, hizo frente a los aztecas,
evitando con su ejemplo la desbandada europea en el asedio de Tenochtitlán.
La conquista de
América se hizo con hambre, sin provisiones suficientes, con armamento
elemental, equilibrado con perros que destrozaban a los nativos, caballos
blindados que llenaban de espanto a los indígenas y con falconetes sobrantes de
las guerras con los moros.
Las expediciones
fueron un fiasco económico con excepción de las campañas del Perú y de México.
Para paliar los reclamos de la tropa se establecieron las encomiendas y se
repartieron los indios. Tras cada incursión había que organizar una nueva para
contener el descontento y mantener vivo el espíritu combativo de las tropas;
esa fue la razón de las innumerables fundaciones y de la vertiginosa ocupación de las tierras
americanas.
Entre 1492 y
1557 se embarcaron rumbo a Las Indias
unos 27.787 españoles. Con tan poca gente era
imposible la conquista del continente. El éxito de las huestes invasoras
dependió de los aborígenes, que a la fuerza
o por alianzas suministraron los alimentos y remplazaron las acémilas en
travesías sin caminos. Sin el concurso de los indígenas los españoles se
hubieran muerto de hambre pues desconocían el terreno y los alimentos. Los
indios recogieron las cosechas en las zonas conquistadas, cargaron los tesoros
robados y las mujeres nativas no solamente sirvieron de cocineras y de
enfermeras sino en la cama de los intrusos.
Sin los toltecas y
otras tribus aliadas, Hernán Cortés no hubiera podido derrotar a los aztecas y
sin el concurso de los nativos que querían sacudir el yugo de los incas, Pizarro no habría consolidado
la conquista del Perú. Las huestes que establecieron un nuevo orden en América
no fueron solamente españolas, habría que sumarle las huestes indígenas que
lucharon contra sus hermanos creyendo que se librarían de un dominio que
resultó peor con los europeos.
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