Alfredo Cardona Tobón
Con la unión de los reinos de Castilla y Aragón, en
1492 los reyes católicos vencieron al emirato
de Granada, último bastión árabe en
España y hasta allí llega su guerra contra los moros, pues la situación
política y económica, no les permite cruzar el estrecho de Gibraltar y
continuar la ofensiva en tierras africanas. Los portugueses, en cambio, tras
haber expulsado a los musulmanes de su territorio, siguen la lucha en el norte
de Africa, donde disfrazan el colonialismo y su afán imperialista con la defensa
de la fe cristiana.
Para los españole, los términos moro, negro y musulmán
fueron sinónimos y su Código de las Siete Partidas justificaba la esclavitud de esos ‘infieles’. La lucha, en
realidad, era con el Islam, y no con los
negros, que mal podían ser enemigos de la fe, cuando la mayoría de ellos no
habían oído hablar del cristianismo.
Tras los saqueos y los innumerables asaltos a las
poblaciones musulmanas, empezó a escasear el oro, el marfil y otras riquezas y
entonces los portugueses, vieron en la esclavitud
de los negros un estupendo negocio, ya
que las colonias americanas los necesitaban
para la minería y el cultivo de la caña y el tabaco.
EL BAUTISMO Y
LA CARIMBA
Con la captura de los negros las flotas navieras de
varias naciones europeas establecieron un triángulo riquísimo: llevaban
mercancías al África, allí cargaban esclavos con rumbo a las costas
americanas, donde recalaban con oro y
plata hacia el punto de salida.
En África los misioneros cristianos se acercaban a
los barcos negreros e iniciaban la aculturación de los cautivos. Con un
hisopo rociaban agua bendita a cada atribulado africano, le cambiaban su nombre
ancestral por uno del santoral y lo marcaban al fuego con una cruz, para
señalar que estaba bautizado. Al llegar a los puertos de Veracruz, Panamá o
Cartagena, los esclavistas terminaban de identificar a los sobrevivientes
del viaje infernal con carimbas, o
instrumentos que levantaban dolorosas quemaduras.
Lemaitre describe la ignominiosa labor del carimbero, o
encargado de marcar a los africanos: “…Este oficial se hallaba con delantal de
cuero ante un fuego en rescoldo. Al lado, pendiente de una tabla clavada
verticalmente en tierra, tenía un alfabeto con letra de alambre de plata y
otras figuras. Al llegar un esclavo que le traían amarrado, le frotaba con
grasa la tetilla o el seno izquierdo, cubría luego el lugar con un papel
aceitado y le aplicaba la marca real con
una R mayúscula con una corona encima, y enseguida practicaba la misma
operación aplicando la marca de la compañía importadora, en el homoplato
izquierdo. Un olor a carne asada se esparcía por el ambiente, y como eco del
sufrimiento del desdichado esclavo, subían columnillas de humo que se
desintegraban en el hediondo ambiente del corralón. El cuerpo del negro quedaba
marcado con la carimba real, la del asentista y la del amo. Cuando cambiaba de
dueño, el nuevo propietario le estampaba con fuego otra marca como si fuera
ganado.
El bárbaro carimbeo duró hasta 1784, cuando un rey Borbón
quiso mitigar la suerte de los esclavos
y prohibió la horripilante costumbre, pero no tanto por sentido humanitario,
sino para atraer a los negros en la guerra antillana contra los franceses y
acercarlos a la corona, pues ya se sentía la amenaza de los criollos
americanos.
LA CRISTIANIZACIÓN DE LOS ESCLAVOS
A los negros recién llegados del Africa los llamaban bozales, a quienes hablaban el
castellano y estaban adaptados al medio se les conocía como ladinos, y eran cimarrones los africanos que huían de sus amos y se refugiaban en
los palenques, o sitios escondidos en las selvas, donde luchaban a muerte por
su libertad.
Desde los primeros años de la
Colonia empezó la demanda de esclavos. En 1592 el licenciado Francisco de
Anunzibay escribió al rey solicitando licencia para llevar esclavos a la ciudad de Anserma y a otras zonas mineras,
despobladas por las enfermedades europeas y por los ataques indígenas. El
licenciado justifica tan nefando comercio pues “los negros no reciben agravio
porque les será muy útil a los míseros, sacarlos de Guinea, de aquel fuego y
tiranía y barbarie y brutalidad donde
sin ley ni Dios viven como brutos salvajes” y agrega que aunque la
esclavitud es dolorosa, habrá que alegrarse pues traerá la felicidad de salvar almas que están en poder del demonio.
Los esclavos procedían de
pueblos animistas o idólatras y algunos como los mandingas, iolofos, berbesí,
fulas y yolofos profesaban la religión de Mahoma y seguían piadosamente
las enseñanzas del Profeta. El padre
Alonso Sandoval, testigo de los tristes desembarcos en Cartagena, decía que
esos pueblos negros tenían gran contratación con los moros de Berbería que
vienen en califas por los desiertos de Libia a rescatar caballos, camellos y
jumentos y otras cosas.
Fue difícil imponer el
cristianismo a los esclavos. Para animistas, idólatras y musulmanes el demonio
temido por los cristianos, se convirtió en su aliado contra los blancos.
Aparentemente los africanos aceptaban las enseñanzas de los clérigos, pero disfrazaban sus dioses con los santos
cristianos y mezclaban sus ritos con la liturgia católica. Por otra parte, a
los amos no les interesaba la conversión de sus esclavos, pues decían que los
volvía mañosos y rebeldes; además, muchos amos creían en los brujos negros que
curaban, causaban y evitaban maleficios y predecían el futuro. Tampoco seducía
a los negros esa caridad cristiana que los empapaba con agua bendita y les
encimaba carimba. Los conquistaba más la magia y el sexo, que a menudo
volteaban la medalla y convertían a los amos, en obsecuentes servidores de las
esbeltas y avisadas negras.
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