CONSUELITO
La
violencia política de mitad del pasado siglo empujó a nuestra familia a la
población de Itaguí en Antioquia, donde cuidamos una casa cuyos moradores
estaban de vacaciones en la costa Atlántica.
Cerca de esa vivienda vivían los
Mejía con una niña de unos trece
años de edad que era lo más lindo de este mundo con su carita rosada y la
sonrisa de un ángel bajado del cielo, se llamaba Consuelo, un nombre que nunca
olvido pese al tiempo transcurrido y la distancia que la alejó de mis sueños de niño.
Yo
había terminado la educación primaria en Quinchía pero carecía de certificados que la acreditarnan, pues la
salida intempestiva había impedido conseguir las calificaciones en la escuela
local. Pero mamá Judith, no sé cómo,
logró que me aceptaran en primero de
bachillerato en el colegio de Iitaguí
donde me lucí como alumno aventajado hasta que se dañaron mis únicos zapatos y
entonces se frustraron mis sueños pues no podía
asistir descalzo a clases.
Más
que el colegio lo que más me dolió fue no volver a ver a Consuelito a cuya casa
iba a comprar cebollas y cilantro
cultivados en el solar de su vivienda. No obstante el alejamiento seguí soñando
con la muchachita imaginando lo que habría de decirle cuando tuviera zapatos y
pudiera confesarle mi amor, lo que no
pasaba de meras intenciones porque las palabras se agotaban en mis sueños y
todo se borraba cuando la veía a lo lejos.
En
Itaguí nuestra vida cambio radicalmente:
no más paseos a un rio o a cazar tórtolas, no tenía amigos ni compinches de pilatunas
y sin amigos me
refugié en la biblioteca municipal donde leí todos los libros sin importar
tema o titulo. En el recinto
silencioso conocí la historia de China,
supe como se cultivaba el algodón y me enteré de los pormenores del combate entre las tropas de
Eusebio Borrero y las de Salvador
Córdova en la plaza de Itaguí durante la guerra de 1860. Que quedó en tablas debido a la
epidemia de viruela que diezmó las tropas e hizo replegar a los caucanos hacia la zona de Riosucio..
Fue
una época de pobreza y desesperanza, fueron momentos difíciles que se sumaron al
terror y al desamparo durante los ataques de “ los pájaros” y los chulavitas en la violencia fratricida que asoló el Viejo Caldas en los
años cincuenta del siglo XX.
Papá
Luis Ángel manejaba un bus de servicio
público que hacía el recorrido entre Medellín y la Costa
Atlántica. En uno de esos viajes pasó una semana sin que papá regresara a Medellín, la ausencia se extendió sin que se recibieran noticias,
pues en ese tiempo no existían los
celulares y en gran parte del territorio
nacional no se contaba con teléfonos y telégrafos. Al fin no quedó recurso
alguno en la casa ni se contaba con
alguien a quien acudir para atender las necesidades familiares. Era una época de violencia y delincuencia
como tantas que ha vivido Colombia y entre las malas noticias se habló de la muerte
de un conductor por los lados de Caucasia con una descripción que coincidía con
los rasgos de papá.
Parientes
y amigos lo dieron por muerto y se
lamentó la situación de abandono en que había quedado nuestra familia que comprendía a mamá Judith,
mi hermano Oscar y mis hermanitas Norma y Mariela. Nada podíamos hacer para remediarlo, solo esperar
un milagro. Una tarde tocaron la puerta,
mi hermano la abrió y apareció papá como por encanto. Mamá quedó paralizada,
solo atinó a arrodillarse y dar gracias a Dios por haber traído vivo y sano a
su esposo.
Compramos
pan y leche se surtió la cocina y mientras merendábamos papá contó que un derrumbe había impedido el paso del
vehículo y no hubo como enviar noticias a la oficina de transporte. A pico y
pala los choferes y pasajeros abrieron paso y se pudo regresar a Medellín. El retorno de
papá fue inolvidable, fue entonces
cuando nos dimos cuenta de cuánto lo queríamos y la falta enorme que hacía en nuestras vidas.
El paso por Itaguí fue el vuelo fugaz de una golondrina, donde a falta de otra cosa que hacer cargábamos piedras de un lado a otro de un pequeño patio y jugábamos futbol con los vecinos. Pasaron los años y en circunstancias mejores Consuelito volvió a cruzarse en mi vida en la ciudad de Medellín. Ella era una mujer hermosa separada de uno de los ciclistas famosos de la Vuelta a Colombia, era la época de Ramón Hoyos, del sastre de Envigado y del Potrillo de Don Matías. Yo estaba estudiando ingeniería en la UPB y tenía medios para invitar a Consuelito a las heladerías de moda y a bailar por los lados del Estadio. El hilo de nuestras vidas quizás pudo haberse cruzado, pero no, ella era muy ambiciosa y mis objetivos estaban más allá de nuestros horizontes. De esos tiempos persistieron las huellas del primer amor, la plegaria de mamá al ver vivo a su esposo y los partidos en las mangas de Itaguí que en 1950 era un pueblo chico rodeado de textileras ..
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