NOEL Y LA EXPLOSION EN CALI

 EN ATOMOS VOLANDO

 Alfredo Cardona Tobón

 


Santiago de Cali, la Sucursal del Cielo, se convirtió al amanecer del siete de agosto de 1956 en un retazo del mismo infierno. Miles de cuerpos mutilados, hierros retorcidos, escombros humeantes y un desfile  de seres extraviados entre el dolor y el miedo, poblaron las calles esa madrugada. Desde entonces Cali no volvería a ser la misma ciudad. La explosión arrasó para siempre una parte del corazón de la vieja ciudad y de sus cenizas surgió el espíritu solidario que la impulsó durante décadas.

 

Ese 7 de agosto era otra noche  con brisa y noctámbulos trasnochando al ritmo de la salsa, de repente una enorme explosión paró las  manecillas del reloj  a la una y siete minutos de la madrugada dejando gravada esa fecha en la mente de los caleños: El estallido de seis camiones con 42 toneladas de dinamita formó un cráter de cincuenta metros de ancho y veinticinco de profundidad, borró 41 manzanas aledañas a la antigua estación del ferrocarril del Pacífico con un saldo fatal de cuatrocientos muertos, innumerables desaparecidos, miles de heridos e infinidad de damnificados.

 

Al anochecer del seis de agosto de 1956, Noel Betancourth Tobón atendió unos despachos en la oficina de Transportes Cartago, ubicada en el barrio San Nicolás de Cali y luego se reunió con algunos amigos. La charla se alargó y al hacerse tarde Noel se quedó en un cuarto anexo a la oficina; donde el sueño lo arropó y se durmió para nunca despertar; pues la muerte estaba agazapada entre las 1053 cajas de dinamita, que explotaron cuando uno de los soldados que custodiaba los camiones disparó su arma accidentalmente.

De la cama de bronce donde dormía Noel Betancourt solo quedó un paral retorcido enredado en los escombros de los muros y las escaleras del antiguo local y de Noel Betancourth tan solo se rescató el recuerdo, pues nada se pudo identificar de él en medio de los brazos, piernas y jirones calcinados de las víctimas.

 

Aún aturdido por la explosión el sacerdote Alfonso Hurtado Galvis, capellán del Batallón Pichincha, se unió a la tropa y fue uno de los primeros en acercarse al dantesco escenario. Una nube de polvo lo cubría todo y las llamas esparcidas por doquier eran como la antesala del averno. De pronto, entre  los escombros el  padre Hurtado escuchó unos lamentos y al acercarse vio una muchacha de unos diecisiete años con el cuerpo destrozado y en trabajo de parto. Como pudo el religioso ayudó a nacer al bebé y sin cortar el cordón umbilical lo bautizó con el agua sucia de un charco antes de que el niño muriera junto con la joven madre.

 

Las escenas fueron dramáticas: en medio del llanto y la desesperación. Un comerciante al ver su casa destruida, la familia arrasada y los bienes perdidos deambuló entre las ruinas y al fin vencido por el dolor sacó un revólver y cortó su vida, otro cargaba un brazo arrancado por la dinamita mientras la hemorragia vaciaba su existencia.

 

La explosión de la dinamita formó un hongo que se elevó en medio del resplandor, vino luego la oscuridad total y un temblor que afectó los alrededores con intensidad de 4.3 en la escala Richter y derrumbó las maltrechas casas de bareque que quedaban en pie en la zona de desastre. La onda fue tan fuerte que el motor de uno de los camiones voló por los aires y cayó sobre  un cementerio situado a kilómetros de distancia.

 

Los camiones con la dinamita venían de Buenaventura con destino a Bogotá, de donde se distribuiría a los diversos frentes que se abrían en el gobierno del general Gustavo Rojas Pinilla, en las zonas de Cundinamarca y Boyacá. La causa del desastre no se pudo atribuir al terrorismo, ni tampoco fue un acto vandálico. La tragedia de Cali fue un terrible accidente que se convirtió en un forcejeo político pues la oposición criticaba al gobierno militar de no cumplir los mínimos requerimientos de seguridad y el gobierno a su vez quería presentar esa enorme desgracia como un paso criminal para desestabilizar al régimen militar.

 

Pese a la magnitud de los hechos el país hizo frente a esa crítica situación: se atendieron los huérfanos y los desvalidos y fue loable la acción de la iglesia en la consecución de dineros y en la presentación de propuestas para atenuar las calamidades.

 

Cuando los hermanos de Noel conocieron la trágica noticia viajaron a la capital del Valle del Cauca y al lado de voluntarios y soldados recorrieron las ruinas recogiendo los cuerpos destrozados para darles cristiana sepultura con la vana ilusión de encontrar los restos de Noel, pero fue inútil, su hermano había desaparecido sin dejar un solo rastro de su existencia.

 

Doña Débora esperaba en Cartago a su hijo, pues alguien dijo haberlo visto herido y deformado minutos después de la tragedia; por eso se apegó a la ilusión desesperada de ver llegar a Noel en cualquier momento; lo veía entre la gente y cada toque en la puerta hacía creer a doña Débora que su muchacho llegaba a reunirse con ella.

 

Al igual que en la casa de los Betancourth en muchos hogares vallunos se esperó por años la aparición de los seres queridos. Fue en vano y al final no se tuvo siquiera el consuelo de una tumba.

 

* historiayregion.blogspot.com

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