-DEJAME GANAR RAMÓN
Por: Camilo Alzate
Riosucio siempre partido en
dos. Dos salidas, dos calles principales, dos plazas, dos
curas, dos iglesias que disputan concurrencia en carnavales, pero el miércoles
la gente no bajó porque todos aguardaron al pie del cerro Ingrumá. Tanta fue la
pellejera, que la salida hacia Anserma parecía una tripa gorda apeñuscada de
cabecitas y sombreros. Los negociantes Gerardo y Santiago González se metieron
a curiosear; el cacharrero Rafael Cuca esquivaba la gente ofreciendo sus
trastos al hombro. Había mocosos chilingueados de los balcones y postes, del
capote de los jeeps. Había señoras ajustando su pañolón, señoritas muy
discretas murmurando mitad a escondidas, mitad a los gritos:
–¡Ese es Ramón, ese!
El maestro Rómulo Guerrero
largó rápido los niños de la escuela en San Lorenzo con banderitas tricolores,
pues en un rato partiría de Riosucio la etapa 12 de la Vuelta a Colombia, que
llegó desde Medellín la tarde anterior con su estela de anarquía y ciclistas
salvajes. El primero de todos en la meta fue Hernán Medina Calderón, “el
Príncipe Estudiante”, tan caballeroso como apuesto, aunque trajera tierra
colgándole hasta de las pestañas. Detrás de él corría aquel batallón de
mugre y magulladuras sobre los galápagos, las unidades de los equipos
antioqueños ocupando las mejores posiciones. Mucho después cruzaba un
reguero de corredores desinflados, los del montón, con la caravana de
transmóviles, camiones que no se desbarataban por milagro, además de
entrometidos infiltrados a caballo.
Eso fue ayer. Ahora es
miércoles 11 de junio de 1958, todos andan recién perfumados, la cocorota
acicalada por el lamido de un ternero, suéter de algodón impecable y bicicletas
más resplandecientes que un crisol. Adelante se ubica Ramón Hoyos Vallejo,
quien va liderando la competencia camino de echarse su quinta victoria al
bolsillo. Las discretas señoritas comentan mitad en secreto, mitad a gritos:
–¡Ahí va Ramón, velo tan
bello!
Ramón les pica un ojito. ¡Tan
bello el mono! Un cordón estirado de ruedas comienza a trepar con lentitud el
Alto del Tabor, dejando el pueblo a sus espaldas. Abajo, muy abajo, corre
escondido el río Cauca. Los ciclistas toman por la cuchilla de Mismís las
carreteras aborrecibles de arcilla mojada que conducen arriba de Guática y
Quinchía al Alto de San Clemente, una heladera rodeada a perpetuidad por
neblinas y viejitos pálidos cuyos dientes de oro alumbrando la garganta dan la
impresión de ser luciérnagas suspendidas por el frío.
Media caravana quedó mutilada
entre pinchazos o desfallecimientos, el grupo ya reducido entra en las calles
de Anserma; unos se apean a beber gaseosa en los graneros, aquellos reparan
tubulares, estos piden agua en una casa. Sin embargo, el público solo demanda
la atención de un hombre; el cerco humano del andén quiere vitorear ese
monstruo de la ruta, a quien han seguido todas sus hazañas por radio. Es el
tipo que le dio sopa y seco en una subida al Alto de Minas al campeonísimo
Fausto Coppi (un campeonato mundial, dos Tours de Francia y cinco Giros de
Italia) cuando visitó Colombia. Ese que ganó una de sus Vueltas llegando a
Bogotá con media hora de ventaja, al que le vale huevo fumar antes de la
carrera porque el tórax lo tiene tallado en madera de comino crespo. El rey
indestronable de las montañas, el señor de Marinilla, el gran tirano del
ciclismo criollo:
–¡Ra-món! ¡Ra-món! ¡Ra-món!
Descuelgan como diablos. 15
kilómetros de tobogán culebrero desembocan de repente, desde las neblinas y los
cerros entumidos, al plan asfixiante del río Risaralda. No es pavimento ni
balastro, es una parrilla de asar arepas. Las vacas alcanzan a ver destellos
disparados: ahí va Hernán Medina con Honorio Rúa, van Quiñones y Pablo Hurtado,
va José Bernardo Púlido, va el invencible Hoyos Vallejo con… ¿Quién es el
niño langaruto que va con Ramón? El locutor dijo que se llama Rubén Darío
Gómez, un muchachito novato de Pereira, ciudad donde terminarán hoy los
ciclistas. Arrima por el costado, soba la espalda al capo de la carrera
suplicándole respetuoso:
–Ramón, dejáme ganar. Es mi
tierra y se van a poner felices.
–¡Oigan a este!
Después que Julio Arrastía
Bricca tomara en sus manos al diamante sin pulir que era Ramón Hoyos Vallejo
nadie ha podido con él. Arrastía es argentino con sangre vasca, algo aprendió
de estrategias y conoce las técnicas del ciclismo europeo. Le gusta comparar a
su pupilo con el campeón italiano Gino Bártali, arquetipo de la fuerza
sobrehumana rodando. No obstante, Arrastía nada tiene de pendejo: bien sabe que
uno pedalea mejor con la cabeza que con las patas. Por eso no importa si Hoyos
parece un corredor despernancado, fumador y muerto de miedo en las bajadas,
tampoco que lo ataquen fiebres, bronquitis o diarreas obligándolo a cagar en
las cunetas. Nada de nada. Desde el vehículo Arrastía le va indicando durante
el trayecto las diferencias de tiempo, avisando cuándo debe acelerar.
Además, no le puso uno sino
tres equipos a disposición trabajando únicamente para el campeón; una docena de
corredores lo acompañan y ayudan, cargan agua, persiguen los fugados y ceden
cualquiera de sus bicicletas cuando Ramón pincha, entonces nunca queda
rezagado. Cuando algún rival intenta partir para ganar ventaja, los corredores
antioqueños lo alcanzan y neutralizan sin que Ramón tenga siquiera que
despeinarse. Luego no me vengan con que el ciclismo de control se lo
inventaron en el Tour de Francia unos británicos vestidos de negro hace tres
años. A esta poderosa máquina que ha dominado cinco Vueltas a Colombia la
gente le coloca un apelativo tenebroso, que a pesar de todo conserva cierto
tono ridículo: la licuadora antioqueña.
Ya la licuadora antioqueña
trituró la mayoría del lote en el trayecto llano de cincuenta kilómetros hasta
La Virginia. Los demás comenzarán a caer entre la subida a Cerritos y el tramo
final de los 117 kilómetros a Pereira. Sin embargo, un intruso sobrevive en
punta, pegado con soldadura a la rueda del campeón mientras empiezan las calles
de la ciudad. Es el pequeño Rubén Darío que vuelve a suplicar:
–Dejáme ganar, Ramón…
–¡Ya voy Toño! Conmigo es
peleando mijo.
Rubén Darío aguantó el ritmo
enfurecido que Hoyos imprimió en los últimos repechos cuando enfilaron por la
carrera séptima. El campeón pegó todos los latigazos posibles tratando de
dejarlo tirado, pero ahí seguían los dos juntos en la cabeza del embalaje.
La calle es un túnel de
cuerpos y brazos excitados, estrechándose, ventilando pañuelos y alaridos, un
huracán de ojos y voces se despierta. Allí andaba la docena de hermanos de
Rubén. Sus vecinos del barrio Primero de Mayo saltaron de la dicha, lo mismo
que los patrocinadores de la Droguería Castaño, o el curita Valencia, gran
protector suyo, eufórico al borde del infarto en una de las últimas esquinas.
Pero el pequeño Rubén Darío Gómez no reconoció a nadie. Por la mente pasaban
los colores de esas tardes donde un niño iba pedaleando como domicilio para
llevar plata a la familia, la furia del padre cuando destrozó el marco de la
primera bicicleta de carreras que había comprado con sus propios ahorros, esas
mañanas en que solo tenían coles asadas para comer, y la noche remota en que
una olla de aguapanela hirviendo se derramó por su espalda en la cocina de una
casa desplomada, triste, devorada por el comején. Cada palabra y rostro del
presente se confundía con un ruido cansado y extraño. Quien haya sufrido en
bicicleta sabe que durante los metros finales ni se escucha, ni se percibe, ni
se comprende lo que ocurre afuera, pues el cuerpo cae sumergido en el trance de
la agonía.
Rubén adivinaba que aquella
cosa puntuda color crema era la iglesia de Claret y al frente el lago Uribe
Uribe, entonces captó que faltaban tres cuadras para entrar a la Plaza. Hizo
amague de adelantar a Ramón por el lado derecho, y justo cuando aquel trató de
bloquear el paso, cerró los ojos arrancando a la izquierda con lo último que le
quedaba en las piernas. No entendió qué sucedía. Un segundo después cientos
de manos lo paseaban cargado enfrente de la catedral.
Vivos para confirmarlo no
quedan muchos, pero me gustaría creer que ese día Carlos Arturo Rueda venía por
delante, narrando en directo desde el transmóvil de Radio Nueva Granada. El
célebre locutor convencido que el triunfo sería para Hoyos, su “Escarabajo de
la montaña”, advirtió una figurita pequeña y ágil que se le escapaba al campeón
por la rendija más inesperada. Asombrado con esa combinación de astucia y
fragilidad, esa silueta felina –agresiva pero esbelta– avanzando a saltos
montaraces sobre su bicicleta, Carlos Arturo vivió uno de esos arrebatos de
inspiración que lo volvieron tan popular. Me gustaría creer que dijo algo
parecido: “¡brinca veloz como un tigrillo, nadie lo va a poder agarrar!”.
Rubén Darío Gómez, el
“Tigrillo de Pereira”, conquistó en casa su primera victoria de etapa en la
Vuelta, cuando apenas tenía 18 años. Los paisas no sabían que a tres cuadras de
la Plaza de Bolívar el muchachito se les fugaba para siempre. Cuentan que Hoyos
lo felicitó porque le gustaba que lo derrotaran peleando. Una fotografía del 2
de diciembre de ese mismo año muestra al veterano escarabajo cargando al
jovencito Rubén Darío igual a un bebé, en una carrera de pocos días conocida
como la Triple a Urrao. Con inteligencia Rubén logró desbaratar el lote de los
antioqueños para que no controlaran las cosas, imponiéndose vencedor final
sobre Ramón Hoyos. Parecía un encantamiento: el muchachito de 18 años estaba
fundiendo la licuadora. Lo ratificaría pronto destronando al ídolo y
proclamándose campeón de la Vuelta a Colombia del 59, y al año siguiente
venciendo el primer Clásico RCN. En ambas carreras repitió victoria
auxiliado por un equipo de hombres muy fuertes que le fueron fieles: Pablo
Hernández, Ariel Betancur y Alfonsito Galvis.
Una generación completa de
ciclistas respetó a Rubén, considerado el corredor más astuto del país. Mi
recuerdo lo conserva como un señor callado, ya viejo, al fondo del almacén de
bicicletas en los bajos de su casa, atento con cautela del tráfico afuera. Un
tigrillo tranquilo protegido por el silencio de su guarida.
Comentarios
Publicar un comentario