EN ENVIGADO

 

UNA  TARDE EN OTRAPARTE

Alfredo Cardona Tobón

 


Siempre hay novedades en la finca del filósofo Fernando González, convertida en el museo de Otraparte en Envigado, Antioquia. Esta vez fueron dos vacas de color azuloso que ubicaron en el prado a la entrada de la casa. Allí las vi rumiando hora tras hora, pero no era pasto lo que rumiaban sino el tiempo que corre tras los carros en la Avenida del Poblado.

 

Alguien me dijo que las vacas eran aprendices de filósofos tratando de encontrar en las yerbas la esencia perdida de la quebrada Ayurá. y mientras degustaba un café capuchino en compañía de mi amigo Eladio recordamos episodios del filósofo en su viaje a pie de Medellín a Manizales, cuando en el norte caldense encontró la esencia de los pueblos en los carboneros y los yarumos de sus parques y hallado una augusta trinidad formada por el cura, el boticario y el cantinero.

 

Íbamos por el segundo café capuchino cuando Eladio frenó en seco mis disquisiciones al aclarar que en los parques y las plazas habían remplazado los carboneros por pinos y los yarumos por araucarias y en consecuencia se había contaminado la esencia pregonada por el filósofo al igual que su augusta trinidad, que no era tal, pues la habían remplazado por el jíbaro, el chancero y el vendedor de buñuelos.

 

Al rememorar los viejos parques, mi amigo Eladio al que se le había sumado Varguitas, un sonado emprendedor mitad ingeniero y mitad sembrador de aguacates, me volvió a parar en seco y me tildó de anacrónico, que me fijara en los parques modernos como el de los deseos, el Del Río, el de las aguas y demás sitios lindos del moderno Medallo.  Pero se olvidó Eladio que los abuelos vivimos de los recuerdos y si nos quitan las nostalgias nos dejan medios como cuando nos privan de la muleta o nos dejan sin gafas. Después de una extensa discusión quedamos en tablas y concluimos que  los  parques viejos eran recuerdos sacros como la cogida de guayabas en el Cerro Nutibara, el viaje en tranvía al remoto Guarne,  el paseo de olla a las quebradas de Robledo, el viaje en tren a la Estación Malena, el Atlético Municipal, las recochas en la Bayadera, las amanecidas en el Tibiri-Tabara, el toque toque en la Ballena de Jonás, las pilatunas  en la Curva del Bosque y las películas en el Teatro Junín.

 

Mientas le buscábamos punta a la filosofía de la esencia intercalábamos anécdotas mentirosas que a fuerza de repetirlas se habían convertido en realidades, mientras el aroma a fósil de los doscientos cincuenta años que acumulábamos los tres amigos corría por los jardines de Otraparte.

 

Ya pardeaba la tarde cuando las viejas que  confiaron sus secretos al Maestro González  en el Alto de las Palmas se acercaron a nuestra mesa y nos ayudaron a rajar de lo que  fue, de  lo que no fue, de lo divino y lo humano y de la  efímera existencia humana. Las viejas afirmaban, como para disculparse, que para rajar no hubo quien le ganara a Fernando González, por eso lo llamaron Maestro.

 

El filósofo de Otraparte afirmaba que la fuerza vital de Colombia se la habían robado los santones avarientos que tienen agarrado el reino de los cielos y las viejas agregaban que para que no se les escapara habían instaurado el sistema de endogamia por eso tantos Gómez, Uribes, Galanes pegados de las tetas del Estado.

 

La tarde moría y la noche nos arropaba con su manto, como dicen los poetas, y nosotros nos despedimos de las viejas y dejamos en paz a Fernando Gonzalez para dedicarnos a repasar la lista de condiscípulos para ponerle una cruz a los finados. La estadística, nos dio 10 muertos y once sobrevivientes entre los cuales tres se disponían a abandonar este atestado garaje.

 

Mi meditación quedó sin base al igual que el horizonte de Otraparte apabullado por las moles de cemento que circundan al vividero del alma del gran Maestro envigadeño. Así que, desafiando del caótico tránsito, en vez de rumiar pasto como las vacas azules de Otraparte , busqué el espíritu de las cosas perdidas en los viejos parques del Valle de Aburrá.

 

En vano busqué las mesitas con parasoles, el quiosco donde vendían aguardiente con pasantes de piña, coco y uchuvas y los músicos, aquellos que alegraban el alma y revivían los besos furtivos robados a la noviecita. Busqué afrecheros y palomas y nada... busqué al fotógrafo de cajón con su caballito, a los viejitos hablando paja enquistados en los bancos, a los vendedores de copos de azúcar y tampoco. Estaba en otro mundo sin el cura, el boticario ni el cantinero pues  sin novenas, boticas ni cantinas el espacio se reservaba para spas y centros comerciales.

 

El modesto parque del viejo Envigado, donde temblorosos apretamos las manos de la mujer amada y nos tomamos los primeros guarilaques, se había esfumado, se había convertido en la vitrina del distrito más rico de Colombia, con la ostentación de los traquetos y la filosofía del aterrador consumismo. El parque de Berrío era otro; No era la antesala de la iglesia del padre Pacho, ni el sitio de encuentro de los amigos, sino un barullo atravesado por el metro. Y no hablemos del parque de Belén, con su música y las empanadas, ni el de Itagüí que quedaba tan lejos que había que ir con fiambre.

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