LA MALDAD DE “ EL DIABLO”
Alfredo Cardona Tobón*
A la salida de la escuela de niños, Jorge Madrid guardaba el taleguero con los
cuadernos y lápices bajo el piso de un rancho de Callelarga y se dirigía a un potrero cercano al pueblo a recoger los
dos terneros que llevaba hasta el patio
de mi casa, donde se guardaban hasta la hora de ordeñada de las vacas.
Jorge era un muchachito blanco, espigado, de ojos claros que
además de encerrador hacía los mandados de la familia como los antiguos pajes
de las casas señoriales; Jorge era otro
de los nuestros, lo sentíamos como un
primo , como uno de esos parientes formalitos que a menudo paraban en Quinchía
y se quedaban largas temporadas en el pueblo.
El papá de Jorge era un hombre humilde arrinconado por la
pobreza, que vivía al filo de la miseria y desempeñaba cuanto oficio ingrato o
duro que los demás evitaban. Pero Jorge, su hijo mayor, era distinto: de
arranque, curioso, comedido, que en todo estaba y todo lo aprendía.
Un 28 de marzo de 1948
llegó la violencia: Los “pájaros” respaldados por la policía
chulavita y azuzados por sus jefes políticos hicieron invivible la población.
Los campesinos indígenas se parapetaron en sus veredas, se armaron con
escopetas hechizas y se defendieron. Las
familias liberales de la zona urbana sin la misericordia de Dios
y acosados por hombres convertidos en hienas, salieron hacia Cali, Medellín, a
Pereira... adonde se pudieran refugiar haciendo frente al hambre, la desnudez y
las necesidades.
Los años pasaron. Jorge Madrid ya no era el encerrador ni el
muchacho de los mandados. Al lado de Guillermo Quintero, un respetado ciudadano
conservador propietario de una farmacia, el jovencito aprendió a preparar fórmulas y a recetar en casos
sencillos que no necesitaban la asistencia de un médico.
De muy buena presencia, respetado socialmente y con ventaja
en la vida, Jorge montó su propia farmacia,
compró un caballo de paso, elevó el nivel de su familia y conquistó el amor de
una hermosa y distinguida damita perteneciente al cogollito quinchieño.
A la violencia conservadora de los primeros tiempos siguió
la contraparte liberal. Ya no eran los “pájaros” ni los chulavitas quienes
martirizaban al pueblo sino las bandas del llamado “Capitán Venganza”,
quien en los años sesenta del
pasado siglo se convirtió en señor y dueño de una vasta región del occidente del Viejo
Caldas. Fue entonces cuando Jorge Madrid pese a su generosidad, de lo bueno que era, de ser amigo de todo el
mundo se convirtió en un estorbo pues era conservador, o al menos eso se
decía, pues su padre Manuel, el humilde
cotero, alguna vez había votado por las
listas azules, tal vez amenazado o
seducido por un sancocho o unos viles pesos.
Una mañana Jorge fue a
una manga cercana a coger el caballo que ensillaría para atender a un enfermo de una finca alejada y allí lo estaba esperando “El Diablo”, uno de
los lugartenientes del “Capitán
Venganza”, de cuyo nombre no quiero acordarme por su historial de infamias propias de Satanás y demás monstruos del averno.
Jorge saludó al
asesino y “El Diablo” lo encañonó, le amarró las manos y ató la soga a la cola del caballo que lo
había llevado desde el campamento de los
bandidos. De nada sirvieron las suplicas
de mi amigo, ni los merecimientos de un hombre bueno que solo había servido a
sus semejantes. Para esa bestia humana,
Jorge era un enemigo político, un “godo” que había que borrar de la
superficie de la tierra.
Casi arrastrándole “ El Diablo” recorrió el camino de
Quinchiaviejo y tomó el de la Itálica con Jorge amarrado a la cola de la bestia
y ante la mirada atónita y
espantada de los vecinos que observaban impotentes desde los
barrancos. Cansado, adolorido, sintiendo
el hálito de la muerte Jorge llegó hasta la orilla de una quebrada. “El Diablo” lo desató y lo obligó a cavar un hueco. En cada palazo
Jorge sentía que se le recortaba la vida; adiós a sus sueños, adiós a los
esfuerzos, a la familia que quedaba en el desamparo... Cuando el engendro del infierno consideró que la profundidad de
la zanja era suficiente con un disparo
en la cabeza acabó con la existencia de Jorge Madrid. De cualquier manera el
criminal cubrió de tierra la
sepultura mientras la sangre de la víctima empapaba el suelo de una tierra
castigada por todos los demonios.
“Quien a hierro mata a hierro muere” dice un refrán de
los mayores. Meses después del asesinato
de Jorge, una patrulla del ejército emboscó
a “El Diablo” y acabó con la malvada
presencia de esa carroña humana que asesinó al amigo de mi niñez, al compañero de juegos
y de pilatunas, con el que recogía moras y
pescaba sabaletas en las aguas del Riogrande.
Su recuerdo como el de
otros sigue taladrando un pasado pleno de tragedia, impunidad y olvido. Una etapa que no tiene memoria, pues el alud de crimenes que la presidió parece haberla borrado de la historia.
En tus obras has expresados los sueños, vivencias, ilusiones e inspiraciones de tu vida y las de otros, expresiones que perdurarán a través del tiempo y que se quedarán en los libros que pasaran de una generación a otra. ¡Muchos éxitos y felicitaciones
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