Páginas Sueltas Historia de Pereira –
Otoniel Parra Arias
LA PENA DE MUERTE EN PEREIRA
Las crónicas señalan que la única ejecución pública llevada a cabo en Pereira a finales del siglo XIX fue por fusilamiento contra un hombre que
mató a otro en condiciones de indefensión, hecho ocurrido en inmediaciones de Zaragoza, una población a poca distancia de Cartago.
El ajusticiado fue David López de 19 años procesado el 30 de noviembre de 1888 y ajusticiado en la plaza de Bolívar de esta población.
Al parecer López se enteró la noche anterior en Cartago que el mencionado comerciante viajaría a Popayán con el fin de finiquitar alguna transacción,
asumiendo que por lo tanto sería portador de una gruesa suma de dinero.
Con la intención de ganarse su confianza se ofreció como arriero para conducir su recua de mulas lo que no logró por tener el negociante ya su trabajador para
estos menesteres; el hombre no se amilanó por la negativa y le instó para que le permitiera acompañarlo con un amigo pues iban por el mismo rumbo.
Ante tanta insistencia el viajero aceptó y a la madrugada siguiente partieron con rumbo hacia el suroccidente. En cercanías a un lugar estratégico que seguramente
ya conocía el mencionado David López, con alguna excusa se adelantó en compañía de su cómplice a la que sería su víctima para quitarle la vida a mansalva con el fin de
apropiarse de sus bienes.
A pesar de haber negado la participación en aquel crimen, la policía ató cabos y con la ayuda de algunos testimonios y coincidencias lograron desvirtuar la coartada
de los asesinos.
Los acusados fueron remitidos a Pereira para ser juzgados en el pequeño poblado de ese entonces y como es de suponer la noticia causó estupor general por el conocimiento
que en algunos círculos se tenía de la víctima y las características brutales del atentado.
Privado de la libertad se inició el proceso para su juzgamiento que desembocó de acuerdo a las leyes vigentes en sentencia de morir ajusticiado por un pelotón
de fusilamiento y UNA larga condena para su cómplice.
Seguramente que el acusado y quienes obraron a su favor hicieron hasta lo imposible para cambiar esta pena al menos por la de máxima condena en trabajos forzados y para ello
recurrieron a todas las instancias que llegarían a las autoridades regionales y en últimas a la única persona que podía tomar a motu propio la decisión de vida o muerte, el presidente de
la república.
Todos estos trámites de por sí engorrosos de la tramitología oficial y judicial que todavía a pesar de los avances de la civilización requieren
prolongado tiempo para su curso y definición, para esas épocas debieron ser más traumáticos por la demora del correo, si tenemos en cuenta que todavía no existían carreteras, la movilización
por tren era todavía muy limitada mediante el Ferrocarril de Antioquia cuya vía buscaba ante todo comunicar con el río Magdalena hacia el norte del país.
Por lo tanto el poblado pereirano se comunicaba solo por el telégrafo y el correo de estafetas, llevado a lomo de mula entre ciudades, por caminos y trochas casi imposibles
de superar en prolongadas jornadas bajo la guía de experto arrieros.
Así que la correspondencia entre las provincias y Bogotá tomaba su tiempo y decisiones tan fundamentales como el envío de una solicitud de clemencia a una alta
jerarquía del estado, y luego la correspondiente respuesta requería de semanas y meses; López agotó esa última instancia ante el presidente para enterarse largo tiempo después que
su solicitud había sido denegada.
Pero veamos el tránsito que desde las instancias locales se cumplieron en aras de buscar al menos una rebaja de pena para el crimen cometido:
La pena de muerte había sido abolida en la constitución del 86 para los delitos políticos siendo restablecida para castigar los calificados como crímenes
atroces, los parricidios y otros ataques contra la vida y la dignidad humana considerados como de lessa humanidad, así como el concierto para delinquir, figura que en algunas fisuras de la historia algunos autores atribuyen
al deseo de castigar los intentos de unión entre enemigos del gobierno de turno con supuestas intenciones golpistas, encasillándolos dentro del concepto punitivo de “cuadrilla de malhechores”, todos
estos detonantes de la que habría de ser llamada guerra de los mil días.
Es de recordar que en este tiempo estaba en plena vigencia el largo período de la regeneración conservadora que duraría hasta terminar el siglo y solo caería
al final de la década del treinta en la centuria siguiente.
Pensamos que habría poco de esperar entonces en cuanto a un perdón presidencial ante un gobierno que había implantado una rígida normativa moralista para
enfrentar el alto índice de delitos que se cometían en el país.
Las consignas establecidas por Rafael Núñez respecto al orden interior buscaba solucionar una problemática que se decía era heredada de la liberalización
que había impulsado el general Mosquera pocos años antes en los fenecidos Estados Unidos de Colombia y que en la práctica derivaba en gran porcentaje del clima bélico por diversos bandos iniciado
en las décadas anteriores.
Este caso que ofrecía ciertos elementos de alevosía e indefensión seguramente no dio mucho margen a una decisión menos severa.
Al respecto la ley dejaba a discreción de los tribunales militares en cada jurisdicción la decisión de considerar un delito común como de lessa patria
según las circunstancias y por lo tanto acreedor a la pena máxima. El reo podía igualmente apelar ante el tribunal superior de su distrito con posterior recurso de casación ante la Corte Suprema
de Justicia si perdía la primera instancia antes de su pedido de clemencia ante el presidente de la república.
Curiosamente entre los años 1887 y 1889 se presentaron 90 solicitudes de casación, habiendo sido reafirmada la pena de muerte en 65 de ellas, la mayoría por
parricidios y asaltos ocurrieron preferencialmente en los departamentos de Cauca y Antioquia.
En contados casos, aún a riesgo de granjearse el malestar de sus gobernados el presidente perdonó la vida al reo cambiándola por pena de prisión a 20
años, lo que de acuerdo al promedio de edad de la época y las duras condiciones de los presidios equivalía a una cadena perpetua.
Las circunstancias para ese perdón variaban según fuera el estado de ánimo del jefe de estado al momento de firmar la orden respectiva, sin dejar de lado las
relaciones sociales y posición del condenado en la sociedad, la presión de altos personajes de la iglesia o el gobierno y seguramente y de acuerdo al partido gobiernista, el color de la facción política
a la cual pertenecía el acusado.
Cuando el candidato para ajusticiamiento era llevado al patíbulo se daba curso a un pregón que decía más o menos: “N.N. natural de ….. reo
del delito tal, ha sido condenado a la pena de muerte, si alguno alzare la voz en público en contra o hiciere algo que obstaculice esta orden será procesado de acuerdo a las leyes vigentes”.
Y aunque se sustentaron argumentos de mucho peso para mantener vigente el ajusticiamiento público como su aplicación en caso de guerra para quienes traicionaran los
intereses nacionales a favor de otros países, muy pronto esa trascendental medida que afectaba directamente la vida humana fue retorciéndose bajo la presión de viejos odios personales y políticos.
Por ejemplo se consideró como merecedores de ella a quienes invadieran el país desde el extranjero con el fin de subvertir el orden público, fueran extranjeros
o nacionales, medida que al parecer tuvo como objetivo perjudicar al general liberal Rafael Uribe Uribe quien se preparaba para ingresar al país con una tropa desde la vecina Venezuela.
Era también muy usual aplicar el trato de delincuentes comunes a los enemigos políticos aunque hubieran sido capturados dentro de un conflicto declarado, como ocurrió
en la guerra de los mil días cuando el jefe conservador Arístides Fernández, envió una circular a los gobernadores reportando la ejecución en El Espinal de los rebeldes liberales Cesáreo
Pulido, Gabriel María Calderón, Anatolio Barrios, Rogelio Chávez, Germán Martínez, Clímaco Pizarro y Benjamín Mayorca, en cumplimiento a decisión de un consejo de guerra
que los declaró traidores a la patria e integrantes de cuadrilla de malhechores.
Años después dentro de estos procedimientos también se produjo la ejecución de los autores del atentado contra el presidente Rafael Reyes en Barro Colorado
el 10 de febrero de 1906, según testimonios fotográficos.
De todas maneras este tipo de soluciones sangrientas no contó con el aval popular que los legisladores tal vez buscaron como respuesta lógica a sus esfuerzos por proteger
la vida y bienes de los ciudadanos; por el contrario la gran mayoría de quienes supuestamente serían los testigos presenciales para testimoniar la aplicación de justicia, en vez de acompañar y aplaudir
el ritual de las ejecuciones abandonaban en silencio sepulcral los alrededores de los escenarios de estas muertes desde días antes de los acontecimientos quedando solo para el momento crucial aquellos más exaltados
por el morbo que generaba la picota pública.
Por el contrario, antes que apoyar a las autoridades por la aplicación de la pena máxima que por lo regular era el fusilamiento, se solidarizaban con el reo aún
sin haberlo llegado a tratar, con disímiles argumentaciones de orden moral respecto a la culpabilidad o no del condenado.
Y es que no se quedaban solo en su mutismo hosco hacia los representantes de la autoridad, mascullando maldiciones en cualquier fonda o cantina, sino que echaban mano de esos bardos
y artistas de la gleba destinados a vivir y morir con mínima fama parroquial, para hilvanar canciones, versos y caricaturas ingeniosos e hirientes que hacían circular por los vericuetos y plazas de los barrios
más populares.
Detrás de todas estas expresiones solapadas en la entraña del pueblo yacía el malestar de los enemigos del gobierno de turno aupados en la lucha partidista entre
liberales y conservadores.
Es de recordar que el fusilamiento y solicitud de clemencia de David López uno de tantos de los ocurridos en este final del XIX se enmarca en esas afugias emanadas de continuas
disensiones políticas que a la postre llevaron al país a un continuado estado de alarma y que marcarían ineludiblemente a varias generaciones; así dentro de este torbellino de pasiones la última
solicitud de un reo, como el caso de David López, era una brizna de angustia en medio de un gigantesco torbellino.
El fusilamiento se llevó a cabo el 26 de julio de 1890 en una esquina de la Plaza de Bolívar con todo el ritual que para la época se acostumbraba en este tipo
de diligencias; el reo había contemplado la noche anterior desde su celda los preparativos que se hacían para su ejecución en la plaza demostrando hasta su último momento gran frialdad y dominio
de sí mismo.
De su ejecución quedó narrado en las crónicas que: “en esta aldea nadie trabaja y muchos huyen para el campo y las madres se fugan del pueblo con sus hijas
y con los varones menores y se riegan por las vías y caminos: no quieren oír el disparo, ni saber cómo atraviesa el plomo a un salteador…”
Flota la duda respecto a estas ejecuciones sumarias, sí al parecer los mismos encargados de los disparos o tenían mala puntería o los desviaban adrede aunque
demoraran el suplicio del ajusticiado, como dando a entender su desgano para con esta práctica.
Seguramente esta posibilidad era conocida en el círculo gélido y desesperanzador de la antesala de la muerte en los fríos calabozos a lo largo y ancho del país.
López, conscientes de todo esto al conocerse que el presidente no había aprobado el indulto, sentado ya a la espera de los disparos de los soldados, rogó a estos
que afinaran su puntería y le dieran lo más directo posible al corazón para morir lo más rápido posible.
De cómo las pasiones políticas tenían marcada influencia en esas calendas, de supremacía conservadora, en los acontecimientos públicos fueran alegres
o luctuosos, nos lo revela el libro de Hugo Angel Jaramillo, sobre la Historia de Pereira, en el que menciona que minutos antes de su ejecución, David López pidió solo unos momentos para recitar un sencillo
verso, en el que más o menos decía:
Yo no temo la muerte, mis amigos,
Ni tampoco la cuenta que he de dar,
Solo siento morir en un banquillo
Y dejar al Partido Liberal.
luego de lo cual, la anécdota menor relata que se llevó la mano a la altura del corazón y una de las balas le cercenó un dedo que cayó a unos metros
del ajusticiado.
La pena de muerte se siguió ejecutando en Colombia hasta 1910, sin llegar a saberse cuantos murieron injustamente al aplicar la medida mediante los solos indicios y el testimonio
de testigos no siempre libres de dudas en cuanto a sus verdaderas intenciones.
Habían quedado en el transcurso de los años durante el siglo XIX viejas costumbres de España incrustados en los procedimientos administrativos y jurídicos
del país a lo largo de sus procelosas metamorfosis político administrativas hasta desembocar en la figura de la república y una de esas precisamente era el ajusticiamiento.
Así que si el fusilamiento había subsistido desde la independencia en estos territorios en España, desde época más o menos similar (1820) se aplicaba
el vil garrote, un sistema mediante el cual se colocaba una gargantilla metálica alrededor del cuello del condenado a quien previamente se había atado a la silla de suplicios; el verdugo daba vueltas a un tornillo
que poco a poco iba extrangulándolo hasta llevarlo a la fractura y asfixia. (En la república de Colombia fue abolida en 1910 y en la península en 1978, con motivo de la promulgación de la nueva
constitución).
Pero, triste es decirlo, a pesar de haber desaparecido la pena de muerte oficial a principios del pasado siglo con los acontecimientos que se precipitaron en esa primera parte del
mismo y que se han prolongado hasta nuestros días, podría decirse a lomos de la sabiduría vulgar que muchos en uso de una guerra fratricida no declarada continúan en campos y ciudades aplicando
sus propias y distorsionadas versiones de ajusticiamiento.
No deja de causar cierta curiosidad el hecho de que un crimen cometido en una jurisdicción pase por encima de su vecino y salte hacia otra más lejana como ocurrió
en este caso. En efecto, el hecho violento ocurrió en inmediaciones de la población de Zaragoza en la ruta hacia Cali, más cerca de Cartago que de Pereira, y sin embargo el trámite y escenificación
posterior del fusilamiento de López se llevó a cabo en esta última ciudad. Algunos autores comentan al respecto que quizá se quiso dar una lección al avance antioqueño de parte de
los caucanos en aquellos tiempos de enconada división política y territorial, ordenando un hecho tan destacado como una ejecución en una población que en el pasado reciente pudo considerarse como
una tácita frontera entre centralistas antioqueños y radicales caucanos.
NOTA.-Hacia 1890 la provincia del Quindío contaba con los siguientes distritos:
Cartago: con Zaragoza y Santa Ana, Gutérrez, La Paz y Filandia.
Victoria: Obando
Salento: Armenia, Circasia, Filandia y Calarcá.
Pereira: Segovia.
Toro: Hatillo, Anserma Nuevo, La Virginia, San Francisco y Palestina.
En 1890 la provincia del Quindío contaba con 71.000 habitantes
2015-02-15
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