Alfredo Cardona Tobón
En 1958
Hernán Quintero Rengifo vivía en el caserío de Arauca a orillas del rio
Cauca. Trabajaba en lo que resultara: a veces en las haciendas de la región
desmalezando potreros o en fincas cafeteras en tiempo de cosecha y de traviesa.
Por ese entonces la
situación era delicada en esa zona; continuamente bajaban cadáveres por el río
y nadie los recogía, eran desconocidos destrozados, difíciles de identificar
que constituían una pesada carga para el municipio de Palestina por su transporte a la
cabecera, los ataúdes para sepultarlos y el papeleo en las labores judiciales. Por esas razones dejaban que
flotaran rio abajo, sin una plegaria, con dos o tres gallinazos encima
disputándose el cadáver.
El 19 de marzo, tres días
después de las elecciones presidenciales, Hernán Quintero metió unos chiros en
el maletín, esperó el tren, compró un tiquete de tercera clase y kilómetros
adelante se bajó en la estación “Tapias”, donde esperaba
conseguir trabajo para salir de
la peladez que lo tenía asolado.
En “Tapias” no había nada
que hacer, entonces cruzó el puente y en
Irra le informaron que en las fincas de la
cordillera estaban contratando peones
para tumbar rastrojo y sembrar maíz.
El gobierno de Caldas había
abierto una trocha que comunicaba a Bonafont con Irra y por allí circulaba,
cuando el tiempo lo permitía, el bus
escalera de don Luis Angel Cardona. El día estaba seco y soleado, así que pudo
tomar el vehículo que lo llevaría hasta la vereda de Mápura, donde seguiría por un camino hasta el
caserío de Naranjal, en territorio quinchieño.
Después de pagar los
cincuenta centavos del pasaje, Quintero acomodó el maletín con los chiros y con
él al hombro empezó a trepar por el
camino que serpenteaba entre el monte cerrado. Después de una hora de camino, llegó
a la finca “La Frontera”, donde lo recibió una señora muy formal y de buen
parecer que le preguntó para donde iba y
qué estaba haciendo por esos lados.
- Vengo en busca de trabajo-
le respondió Hernán.
Ella sin vacilar le ofreció
seis pesos diarios libres de alimentación, para que cogiera café pues se estaba
cayendo y no había quien lo recogiera. Después de cerrar el trato la señora le ofreció una taza de chicha de maíz y cuando Hernán empezaba a saborearla apareció
un grupo como de treinta soldados. Al
mando de ellos iba un militar con charreteras, botas de campaña, machete al
cinto, un fusil y una canana que el cruzaba el pecho. Era un hombre de unos
treinta años, rubio y una nube en un ojo al que le decían Sargento García.
Los uniformados requisaron a
Quintero y le quitaron los veinticinco pesos que llevaba junto con una menuda y
una candela Romson; fue entonces cuando la víctima se dio cuenta que no estaba
en manos de la autoridad sino de un grupo de bandidos.
Para circular por la zona se
necesitaba un salvoconducto que expedía el directorio liberal de Quinchía, Clemente
Taborda, inspector de Bonafont o el
directorio oficialista liberal de Pereira; eran los documentos aceptados por el “Capitán Venganza” y por el
“Sargento García” sin los cuales no se podía viajar por una vasta región del occidente del Viejo Caldas.
_”Se me hace muy raro que
usted esté por aquí- le dijo el sargento García a Hernán Quintero; me figuro
que es un espía de los godos o de los chulos, amárrenlo- ordenó a su compinche
el “Cabo Bonilla”, alias el “Diablo- y me lo
vigilan hasta que veamos qué hacer con esta chucha.”
A las doce del día la
columna bandolera subió con su prisionero a Naranjal, entraron al caserío donde
la única ley era el sargento Héctor García, cruzaron por un lote enmalezado con
pretensión de plaza, en una tienda cuatro antisociales dieron parte a su jefe,
continuaron por el camino de salida a
Quinchía y encerraron a Quintero a una pieza inmunda donde
lo aseguraron con una cadena a un grueso palo empotrado en la entrada.
Con los veinticinco pesos que le robaron al prisionero los
cuadrilleros compraron cerveza en la tienda. “Sirva cantinero- decían – sirva
trago para animarnos. Ya tenemos “briola” para mañana, pues hace como dos días
que no matamos a nadie”..
Dos días estuvo encerrado
Quintero en el cuchitril sin probar bocado de alimento ni una gota de agua. Al
tercer día alguien abrió la puerta del calabozo y el sol dio de lleno en la
cara de Hernán Quintero.
- Saquen ese manteco y
pónganlo a cortar leña, fue la orden del sargento García. El antisocial afeitado y con traje limpio
esperaba la llegada de gente de Quinchía; era costumbre organizar festivales
para recoger fondos, se degustaban los tamales y otros alimentos autóctono,
bailaban y se tomaba trago con las muchachas que venían del casco urbano para “
parrandear” con los bandidos. No eran mujeres licenciosas, a Naranjal iban las
amigas de los cuadrilleros y también hijas de dirigentes locales, empleadas del
municipio y reinas del carbón que sin
estar presionadas por alguien apoyaban a quienes consideraban defensores del “
gran partido liberal”.
Quintero, macilento y
demacrado avivó las llamas del asado y se reveló como un excelente cocinero; jamás la tropa irregular
había probado un sancocho tan exquisito, así que pasó de prisionero a cocinero y
se convirtió en uno de los hombres de
confianza del Sargento García hasta que el 20 de mayo de 1959 cayó en una redada de las tropas combinadas del ejército y la policía.
Hernán Quintero jamás se
volvió a mentar. Su rastro se perdió dentro de los muros de la cárcel La Blanca
de Manizales donde aseguran lo mataron de hambre.
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