EN
LA QUINTA DE OTRAPARTE
Alfredo Cardona Tobón*
“En el pequeño corredor
presentimos su sombra, el eco de sus pasos,
el golpe suave del bastón indagando
la noche, la memoria del devenir,
el mañana del hombre.”
-Pedro Arturo Estrada-presentimos su sombra, el eco de sus pasos,
el golpe suave del bastón indagando
la noche, la memoria del devenir,
el mañana del hombre.”
Otraparte
Con
apenas ocho años de edad, Martica
miraba asombrada a su hermano mayor, con una boina vasca, una pipa
y la mitad de la cara rasurada, mientras
iba y venía por la acera de su casa en
el barrio Salvador leyendo con entonado
acento “El Viaje a pie” de Fernando
González Ochoa..
Por
ese entonces Medellín era otro: no había combos violentos sino inofensivas
barras nadaístas, los más ricos estaban replegados en El Poblado, el barrio Belén era un sector aislado
rodeado de rastrojos de Uña de Gato; el rio
Medellín no se había canalizado y los malevos se concentraban en
Guayaquil donde tenían como cuartel al
famoso bar ”Tíbiri Tábara”.
Pasaron los años y en una de las vueltas de la
vida el hermano mayor de Martica recorrió
la ruta que un día siguió Fernando González de Medellín a
Manizales, por caminos llenos de
canalones y tragadales donde el maestro
discurrió sobre el amor, el diablo, el
míster, los curas y la muerte, punzando
el alma doble de los paisas.
Transcurrió
mucho tiempo y en una tarde plomiza de
marzo, Martica convertida en abuela, se acercó con su hermano mayor y su
hermana Norma a la quinta de
“Otraparte” donde el maestro vivió los
últimos años de su vida y que hoy resume la vida y obra de un rebelde en estado de pureza, según
dicen sus biógrafos.
Como
una advertencia perentoria el filósofo colocó a la entrada de la quinta una
placa con frases en latín que traducían “Cuidado con el perro, o sea el dueño
de la casa”; era para impedir la irrupción de visitantes y resguardar su
santuario donde la “Corporación Parque Cultural Otraparte” mantiene viva la
memoria del filósofo.
Marta Lucía y Norma dialogando con el maestro
En
la llamada Huerta del Alemán, Fernando González construyó su vivienda en medio de las vacas, los grillos y el
ronroneo de la gata Salomé. De ese encanto rural queda muy poco: un jardín a la
entrada, una fuente y algunos árboles añosos. La calle que llevaba al Poblado
se ha convertido en una fila de autos y en “Otraparte”, cercada de altos
edificios, se enmudeció el canto de los pájaros y se cancelaron los vuelos de
las mariposas.
En
esta época de falsos eruditos que llenan sus salones de estudio con libros que
compran por metros, asombra la brevedad de la biblioteca de Fernando González.
Quizás, como concluyó Martica, porque la vida en “Otraparte” giraba hacia adentro pues el maestro creaba
su mundo a partir de sus propios pensamientos.
Un
rayo de sol, perdido entre la bruma, señalaba la escalera que lleva a una
pequeña sala en el segundo piso y a un balcón donde Fernando González,
recostado en un taburete de vaqueta pastoreaba sus sueños. Allí entre cocuyos,
el “Mago de Otraparte” recordaba la bajada al río Buey que parecía un descenso
al infierno o el paso por Aranzazu, el pueblo más pueblo de todos los pueblos,
donde vio el diablo en los ojos de sus mujeres insatisfechas.
El hermano mayor de palique con el filósofo
Cuando
salía la luna y bebía sedienta las aguas de la quebrada Yurá, Fernando con su
boina vasca y la ruana de lana abría su alma, y en medio del olor a
pasto recién cortado, meditaba
sobre la grandeza y la
inmortalidad, para concluir que la
tierra paisa estaba plagada de putas y
de putos como Roma, según afirmaba Francisco
de Quevedo, o para descubrir “que la grandeza no se encuentra en la vida
ni en la historia, sino en las biografías que fabrican los parientes o los
amigos del difunto”
Así
como las gordas de Botero tienen un amplio espacio en Medellín, los personajes
de los libros de Fernando González debieran verse en esculturas por el Valle de
Aburrá; qué tal el Diablo, gamonal de
los pueblos antioqueños, tomando aguardiente en el parque de Envigado, el Bachiller sentando
cátedra en La Avenida Oriental, el Míster montando en Metro o el Arriero
remontando la cuesta de Buenos Aires.
Indudablemente dos de los grandes errores del
“Pensador de Otraparte” fueron no prever su grandeza y hacer una tregua con los
arzobispos. Por un lado lo perjudicó la falta de vitrina y por otro la falta de
incentivos para leer sus escritos; distinto sería el tintineo en las cajas
registradoras de la Corporación Otraparte si a Fernando González le hubieran
concedido el premio Nobel como lo propuso Sartre y Thorton Willer y sí los
altos jerarcas del Vaticano, ante las continuas arremetidas del ateo que en
realidad era un místico, se hubieran puesto
de acuerdo para prohibir sus libros bajo
pena de pecado mortal.
“Cuando
yo me muera no me vayan a ver al cementerio, que allí no estoy” dijo el maestro
en la tragicomedia del padre Elías y Martina la Velere.; y es cierto en parte,
porque su calavera fue secuestrada por la Barra de los Quinientos y tras un
largo exilio fuera de la tumba la colocaron al lado de Margarita Restrepo,
quien además de cónyuge devota se convirtió en las alas del irreverente comedor
de curas que acusó a la Iglesia de querer comprar a Dios con propinas.
En
el lote donde ordeñaban las vacas y levantaba las patas el caballo pinto, se
anexó una cafetería que atiende a centenares de visitantes a la Casa Museo,
declarada Bien de Interés Público y Cultural de la Nación. En esa tarde plomiza
de marzo, Martica, Norma y el hermano mayor, creyeron ver a Fernando González
que iba de mesa en mesa, de corrillo en corrillo. Nada imposible para un hombre que si en vida no se dejó encadenar
tampoco permitió que después de muerto le pusieran talanqueras.
No
importa si Martica y sus hermanos imaginaron su presencia, pero como
fuera, allí en “Otraparte”, en esa tarde neblinosa,
estaba el espíritu de Fernando González en medio de la muchachada que siempre lo ha amado sin comprenderlo del todo y nunca se
ha escandalizado con sus verdades desnudas..
Después
de tildarlo de ateo y ofenderlo, hoy dicen que el señor de “Otraparte” era un
manantial en llamas y tan vital que siguió creciendo después de muerto.
Realmente fue un espíritu original que graduado de abogado y mago de las ideas
por profesión, recorrió avenidas,
consulados, trochas y caminos viviendo a “la enemiga” y pinchando a una
sociedad pacata, corta de luces y llena de remordimientos.
Como
un círculo que se cierra, la existencia del gran hombre empezó un 24 de abril
de 1895 en Envigado y terminó el 16 de febrero de 1964 en el mismo Envigado, en
pleno apogeo de su inteligencia. .Dicen quienes lo conocieron que Fernando
González solía conversar con las estrellas para tomarle el pulso al universo y
con las aves para darle canto a sus palabras.
La
vida del filósofo antioqueño está plena de frases y de anécdotas: Cuentan que
un día una prima, de visita en “Otraparte”, iba para la iglesia. Él le dijo ¿Va
para misa?- ¿Si?- Entonces fíjese a ver si el padre Villegas se robó mis zapatos,
pues no los encuentro por ninguna parte. Así era Fernando González Ochoa quien
entre burlas y profundas reflexiones desnudaba la cruda realidad del pueblo
colombiano.
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