Alfredo
Cardona Tobón*
Champán- grabado de Julio Greñas
Ell
once de junio de 1782, Don Juan de Torrezar Díaz Pimienta recibió la extremaunción
y al sonar las campanadas de las doce del día entregó el alma al Creador, dentro una gris
habitación donde se filtraban los murmullos de la servidumbre y el cortante frío
bogotano.
Cuatro
días antes, el nuevo virrey había llegado a la capital granadina tras un
recorrido de 45 jornadas, desafiando los bancos de arena, los meandros
torrentosos del río Magdalena y los pésimos caminos que llevaban al altiplano. Durante
ocho años don Juan desempeñó la gobernación de Cartagena con lujo de
competencia: abrió vías, fundó a Montería, a Lorica, a San Bernardo del Viento,
a San Pelayo y decenas de pueblos sabaneros a la vez que establecía en el puerto caribeño el colegio de San Carlos de Borromeo, una luz de
la Ilustración en un mundo entre tinieblas.
Don
Juan de Torrezar Díaz y Pimienta luchó como Brigadier en los ejércitos del rey
de España y alcanzó la dignidad de Caballero de la Orden de Carlos III. Al renunciar el virrey Miguel Antonio Flores
agobiado por los achaques y las intrigas, Don Juan Díaz Pimienta, como
acostumbraba firmar, lo remplazó en el cargo el 31 de marzo de 1782.
El
flamante virrey emprendió viaje a Santa
Fe cuando aún se oían los gritos de la revolución comunera. Lo acompañaba su
joven y bella esposa, un hijo de dos años y escasa comitiva. Los cronistas
anotan que no llevaba tropa alguna para inspirar confianza en los ariscos
granadinos aterrados con las sentencias crueles que apagaron la vida de Galán,
de Berbeo y otros compañeros. Era un hombre sencillo y austero que para no
afectar el erario costeó el viaje a la capital con dinero de su propio
bolsillo.
Cuentan
las crónicas que desde la muerte del virrey hasta la sepultura en el convento
de las Teresas en Bogotá, se disparó un cañonazo cada cuarto de hora en señal
de duelo y cuatro caballos con crespones negros transportaron el ataúd. Tres
salvas de artillería precedieron su sepultura y
no hubo más pompa ni boato en las ceremonias fúnebres porque así lo
dispuso el virrey antes de morir.
EL
ÚLTIMO VIAJE DEL VIRREY
La virreina
María Ignacia de Salas empezó a sentir molestias desde el momento que embarcó
en el champán de 12.5 metros de eslora; estaba embarazada y su situación se
hizo cada vez más incómoda con el vaivén
de la embarcación, el calor y los bichos. Al atardecer del primer día la
comitiva llegó a la Bodega de Mahates y alumbrados con antorchas y en medio del
júbilo popular recorrieron el barrizal que los llevaba al caserío; al día
siguiente los viajeros madrugaron y repasaron el camino para reanudar el viaje
por el río Magdalena.
La
segunda noche los sorprendió en Tenerife; aquí el Ayuntamiento se presentó en
pleno, disfrazado con pelucas y casacas andrajosas y se bailó al son de dos violines y un arpa. .Después
el champán atracó en Mompox, donde el virrey llegó al templo bajo palio y se le
trató en forma tal que el valetudinario representante del rey y su indispuesta
consorte se sintieron como en Cartagena.
A lo
largo de todo el recorrido los ribereños se agolpaban para ver pasar el champán
impulsado por doce bogas, ornado con la bandera española y con el piso
recubierto de cueros de res. En Tacamucho un grupo de milicianos coloniales
saludaron al virrey con armas de palo y en Tamalameque lo recibieron tres curas
con el Santísimo. Hasta allí el viaje transcurrió normalmente pese a las incomodidades, pero al llegar a la desembocadura del río La Miel,
donde por siglos vegetó la población negra de Buenavista, doña María Ignacia
sintió los dolores del parto y en esa soledad desamparada nació un hijo que no
sobrevivió y hubo que sepultar en las
playas palúdicas del rio Magdalena.
Al
mes de salir de Cartagena el Virrey y sus acompañantes llegaron al puerto de
Honda; allí los esperaba el arzobispo Caballero y Góngora con numerosos
santafereños; . Descansaron nueve días
y luego tomaron el camino hacia Santa Fe: el virrey a caballo y su esposa en un
palanquín con cargueros que se turnaban en el recorrido.
En Guaduas el alcalde se presentó con las jóvenes
del pueblo, dos violines, un arpa y una guitarra y se armó un animado baile; pero
don Juan Díaz Pimienta no estaba para fiestas, porque desde Honda empezó a
hincharse y a sentir un malestar general. Al llegar al altiplano empeoró la
salud de Díaz Pimienta; en Facatativá “sintió
morirse de fatiga” durante una noche terrible. De ahí en adelante el antiguo Brigadier
de los ejércitos reales empezó el camino acelerado hacia la muerte.
A
las cuatro de la tarde del siete de junio de 1792 Díaz Pimienta llegó a Santa Fe
tan postrado y débil que hubo que llevarlo cargado a la cama. La multitud se
agolpó a la entrada del Palacio para indagar por el moribundo y por la virreina
que no llegaba pues los quebrantos de salud la retrasaron en el recorrido
En
forma inmediata los funcionarios llamaron a fray José Celestino Mutis quien por
sus conocimientos y experiencia era el único que podía salvar al virrey, pero
el galeno por toda providencia llamó a un sacerdote para que administrarán la extremaunción
al virrey.
Días después falleció Díaz Pimienta, las
campanas de las iglesias repicaron y la
adusta Santa Fe de Bogotá se unió en una
sola oración; el alto dignatario dejó este mundo sin un pariente, sin un doliente
que lo acompañara en sus últimos
momentos, echando pus por las “cuatro vías”.
Doña María Ignacia y su pequeño hijo llegaron
al otro día del deceso, les prestaron muy poca atención pues todos estaban
ocupados maquinando la sucesión, incluyendo al arzobispo Caballero y Góngora, quien
por razones que se ignoran, guardaba un sobre sin abrir, donde el rey, desde
cinco años atrás, lo nombraba virrey interino en caso de faltar el titular.
Se habló de envenenamiento y de amores de doña
María Ignacia con el arzobispo: era el entretenimiento en la Santa Fe chismosa,
gris y pacata de la Colonia. Nada se comprobó y don Juan de Torrezar Díaz y
Pimienta quedó inscrito en la historia
no tanto por los cuarenta pueblos que
fundó en la costa , sino por su cortísimo período de gobierno virreinal.
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