CUENTO DE NAVIDAD
Alfredo
Cardona Tobón*
Había
una vez una rubia, zarca y voluminosa dama a quien Dios le asignó el papel de
tía, encimándole bondad y la capacidad
de contar historias donde era imposible separar la realidad de la ficción.
Ella
decía haber visto volar las brujas
desde las rocas de Palocabildo hasta el
poblado de Bolombolo, en Cañafístula
conoció al Judío Errante, en Amalfi la
asustó la Patasola y en el cañón del
Cauca observó cómo el tenebroso “Calzones” se convertía en un perro de monte
para escapar de los policía.
Doña
Inés hablaba del desmantelamiento del caserío de La Libertad, de los emberas
empujados en camiones para botarlos en cualquier camino desierto de la costa
del Atlántica, del primer almacén LEY en
San José de Risaralda, de un curita
liberal de Pueblo Rico que rechazó el obispado de Manizales y de otro levita en
San Antonio que puso a llorar la imagen de la Virgen con la pócima de un brujo
riosuceño.
Entre
tantas narraciones fabulosas estaba la del fallido viaje de la lancha “ La Aurora” en la Navidad de 1944:
El
suceso publicado por un diario de Cali
empieza el veinticuatro de
diciembre en las orillas del mar
Pacífico, sin una nube en el cielo y el
horizonte lleno de gaviotas y pelícanos.
El destino era la playa de Ladrilleros donde se celebraría el nacimiento
del Niño Jesús.
Según
datos de la Capitanía de Buenaventura,
zarparon del puerto el capitán, un ayudante y diez pasajeros entre
quienes iba doña Inés, su hermano, la cuñada, un sobrino de cinco años y una
bebita de brazos
Las
olas estaban tranquilas, una suave brisa jugaba con la bandera de la
embarcación, el capitán negro agitaba su gorra blanca despidiéndose de alguien
en el muelle y la felicidad embargaba a los pasajeros que por primera vez se
internaban en la inmensidad del océano.
Todos
recordaban esos detalles al igual que la navegación tranquila por la bahía,
excepto doña Inés, que además habló del ataque de los tiburones, el encuentro con una ballena y de los remolinos
que casi hicieron naufragar el barco.
Según
informó el ayudante del capitán el
viaje transcurrió de maravilla hasta la mitad del recorrido; entonces
sucedió lo peor: el motor dejó de funcionar y el” Aurora” quedó al garete en
medio del océano. . ¡Terrible¡- ¡Terrible¡- dijo un paisa pecoso que iba en el
paseo, fue un momento muy trágico-
agrega-. Mientras el capitán intentaba arreglar el daño las
mujeres empezaron a llorar, los hombres se pusieron pálidos del miedo y doña
Inés sacó un rosario de un bolso y
empezó a desgranar avemarías, letanías,
padrenuestros y la oración del Santo Exehomo para asistir a los moribundos.
El paisa pecoso
continuó informando al periodista que escribió el artículo: Las horas
pasaron, llegó el mediodía y la tarde,
el motor no arrancaba ni se veía otro barco en el curvado horizonte; el
desespero fue creciendo, las sombras también y el mareo y la sed eran
agobiantes.
Por
fin, al caer la noche “Papá Dios” oyó
el clamor de doña Inés y demás pasajeros de “La Aurora” y en medio de risas y de vivas al capitán, el
motor empezó a gorgotear y en gloriosa explosión dio rienda suelta a su potencia;
infortunadamente la alegría duró poco, porque estaban perdidos en medio del
inmenso mar, en manos de una tripulación
inexperta que nada sabía de estrellas
ni de brújulas.
Doña
Inés volvió a sacar el rosario y se reforzaron los rezos. De pronto, en la lejanía, vieron titilar una
luz y hacia ese faro de esperanza y salvación el capitán enrumbó la
lancha.
El resplandor fue creciendo a medida que
se internaban en un laberinto de
manglares; tras un rodeo llegaron
a una playa con una gran hoguera que iluminaba una decena de ranchos. Como era Navidad, la fiesta retumbaba con
el sonido de tambores y marimbas, las velas alumbraban los frentes de
las chozas de los pescadores y las
llamas perfilaban las siluetas de los bailarines cuyas sombras se proyectaban
en los troncos de las palmeras.
Los
recién llegados salieron de la oscuridad como si fueran fantasmas. El asombro petrificó a los pescadores: por un instante
pararon los tambores y las marimbas mientras
doña Inés avanzaba de rodillas
hasta un tosco pesebre con los reyes magos hechos con cocos, San
José y la Virgen recortados en cartulina y un Niño Dios desteñido. La
matrona zarca, rubia y voluminosa iba
bañada en lágrimas agradeciendo el
milagro de haber llegado a salvo
a ese lugar desconocido.
No
fue fácil conciliar las varias versiones del accidentado viaje: el capitán no recordaba la fila de cocodrilos que,
según doña Inés, tuvieron que enfrentar
para llegar a la playa y nadie se acordó
del recibimiento apoteósico de los
pescadores; sin embargo nadie olvida el sueño plácido al lado del pesebre sin que importara el viento ni el ruido de la
parranda y los paqueticos de galletas que el Niño Dios les llevó de aguinaldo, sin que fuera obstáculo el mar ni la lejanía
de ese rancherío perdido.
Ya
ancianita, perdida en el tempo y el espacio, doña Inés contaba la historia de
los duendes de Titiribí y de las guacas de Santuario, convencida que el
enfermero moreno que la atendía era el capitán de ” La Aurora”, enamorado de su
porte gentil y de sus ojos garzos.
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