LA VEREDA EL GURRÍO- EN PEREIRA-


Alfredo Cardona Tobón

A trece  kilómetros de Pereira por la carretera que lleva a la población de Alcalá,  llegamos a  la fonda  La Estrella,  giramos  a la derecha   y por una vía destapada encontramos a los  tres kilómetros un  callejón pavimentado de  cinco cuadras de longitud, con casas de colores a lado y lado de la vía, adornadas con canastas de geranios y novios, de auroras y gloxíneas .

El Gurrío es un caserío pacífico, donde los perros dormitan sobre el pavimento en medio de los gansos y las gallinas que van de lado a lado de la calle; es un pueblo cuya existencia se remonta a los  años cuarenta del siglo pasado con  solamente  cuatro casas: las de  David Rojas, Daniel Castaño, Jorge Guerra y Luis Gonzaga, que constituyeron el núcleo primario de la vereda que creció posteriormente con la llegada de  Ángel Pacheco, Antonio Agudelo, la familia Aguirre y la familia Castro-.

Extensas haciendas dieron trabajo a los vecinos; se recuerdan  “El Diamante”, “El Ruby”, “La Palmera”, “La Palmerita”  con sus estancias paneleras,  las filas de recolectores de café en las cosechas y el rancio  olor de la pulpa descompuesta.

El Gurrío fue una fundación de labriegos que  se  alumbraban con lámparas de gasolina y  con aceite de la higuerilla que crecía silvestre en los solares; la  electricidad llegó  cuando los propietarios de las haciendas tendieron las líneas eléctricas y  la  tecnología llegó  al  caserío   muy entrado el siglo XX.

Los niños de la vereda asistían  a la escuela  de pie al suelo, ropita remendada y agobiados por la desnutrición en una tierra ajena que solo sabía de panela, café y plátanos. Un solo maestro impartía las primeras letras en una modestas  edificación de teja  y guadua  con clases por la mañana y por la tarde, con agua que se llevaba en vasijas y una humilde casita anexa habilitada como vivienda del  institutor.

 

LAS VIVENCIAS DE JOSÉ EDIER CASTAÑO JIMÉNEZ

                                                      José Edier Castaño

Don José Edier Castaño J. vive frente a la escuela del Gurrío en un solar que fue parte de la  finca que compró su padre Luis Gonzaga Castaño y  se fue dividiendo al independizarse sus hijos y conformar sus  propios hogares.

La vida de José Edier Castaño ha transcurrido  en la vereda; son sesenta y seis años en ese pequeño llano, donde todos se conocen y como una bendición divina no ha sufrido el azote de los violentos que han hecho invivible la república.

El padre de José Edier vino del caserío de Arabia y su mamá era vecina de Dosquebradas; el destino los unió y los trajo en   1950 a una pequeña finca que compraron al lado de la hacienda El Porvenir. Trabajo no faltaba en las haciendas  El Ruby, de caña y lechería; La Palmerita de café y caña, La Palmera de café y la Hacienda El Diamante,  sembrada de café, caña y frutales.

Los primeros tiempos fueron difíciles se carecía de agua corriente;  las noches eran cerradas como boca de lobo y era dispendioso y agotador el diario recorrido hasta el pozo donde sacaron agua hasta el año de  1958; en 1957 se fundó la escuela y los ocho hermanos Castaño con los hijos de los  vecinos conformaron el bullicioso contingente de niños que acudían a las clases impartidas con dedicación y paciencia por   doña Melvita y doña Lucila López.

El Gurrío  fue una comunidad  aislada, rodeada de potreros y de un monte cerrado que llegaba hasta las orillas del rio La Vieja donde pululaban los  guatines y  las guaguas, las  tatabras y tucanes y unas bulliciosas pavas conocidas como “ gurrías”.

                       

EL  NOMBRE DE EL GURRÍO

En una de las cacerías el abuelo Ramón Castaño recogió unos pichones de gurrías y los llevó a su casa donde la abuela María Felipa Guevara los crio con migas de pan remojadas en leche y las domesticó en parte, pues solo la abuela podía arrimarse a esos inquietos y escandalosos animales.

Don Ramón tenía una cantina en la vereda, adonde los sábados por la tarde llegaban varios memes,  que trabajaban en la Hacienda El Diamante,  a oír música y a libar tóxicas botellas de Bay Room, que era una loción utilizada por el resto de mortales para aplicarla después de la afeitada.

Los memes, oriundos de Puerto de Oro en El Chamí, empezaban a consumir el  brebaje pacíficamente, pero al emborracharse gritaban, se desafiaban y se iban a los puños. Ante tal  alboroto las gurrías de doña Felipa se exasperaban, cruzaban la cerca del corral y la emprendían a picotazos contra los nativos que dejaban sus pendencias para buscar refugio contra las feroces aves. Desde entonces no se habló de la cantina del Porvenir r sino de un sitio allá… donde la gurrías. Y la vereda se quedó llamando El  Gurrío.

El Gurrío es una concentración de los Castaños, que hoy inclusive, conforman el grueso de sus habitantes. Al correr los años los cultivos se han remplazado por potreros y la  gente de El Gurrío ha tenido que buscar trabajo en Pereira en la construcción, en casas de familia y en los almacenes.
Alfredo Cardona con Ángel María Pacheco y Eduardo Acevedo- viejos pobladores de El Gurrío

 

Actualmente los buses entran a la  vereda con  horario muy espaciado por lo que toca caminar hasta la via Alcalá- Pereira,  se carece de alcantarillado, se cuenta con una escuela y el colegio de La Palmilla  está a tres kilómetros y medio de distancia.

Según José Edier Castaño se vive en un paraíso, así lo sienten sus habitantes que esperan que un día no lejano los hacendados abran las tierras que limitan al caserío para tener más lotes que permitan el ensanche de El Gurrío.

LOS FANTASMAS DEL GURRÍO

No lejos de El Gurrío , dos  compadres tenían sus viviendas  en el llamado “Puente de Tierra”, por alguna razón los antiguos compañeros se distanciaron y de la amistad se pasó  a un odio terrible que desembocó en una dolorosa tragedia. Las  familias abandonaron los ranchos, la maleza cubrió  las viviendas y en el punto  conocido como la   “La Vaga de los compadres”, dicen que en las noches de luna se ve a los dos finados caminar abrazados hasta que desaparecen como tragados por la tierra.

Otra leyenda del Gurrío habla de una muchacha bonita, de unos dieciocho años,  que pide un aventón  por los lados de la Hacienda Tinajas; la  pasajera se acomoda en el asiento de atrás y no modula una sola palabra. En cualquier momento  el conductor mira por el espejo y la muchacha ha desaparecido. El aterrado chofer no atina si continuar conduciendo o parar en la primera casa  a pasar el susto.
Con leyendas y sueños, con esperanzas y necesidades la vida corre lenta en El Gurrío, cuyos habitantes a pesar de todo conservan el coraje de aquellos labriegos que un día llegaron a la zona buscando un terrón de tierra donde acomodar su familia

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