Ángel María Ocampo C.
En el primero de esos certámenes había triunfado con un modesto trabajo sobre el folklore del oriente caldense, que se constituyó en el germen de la investigación que condujo a la escritura de la primera monografía de Marquetalia, mi pueblo natal. Flórez Rodríguez cursaba a la sazón, la carrera de medicina en la misma Universidad y participaba activamente, no sólo en la vida política y social de Marquetalia, como miembro del Concejo Municipal, sino también en el escenario intelectual y artístico de Manizales y de Caldas. Fue él quien me motivó a ampliar mi trabajo sobre el folklore del oriente caldense y convertirlo en una monografía de Marquetalia. Y fue él también, quien para estimular la que consideraba mi promisoria disciplina intelectual, me recomendó hacer contacto con quienes por aquellos años lideraban el movimiento intelectual y cultural de Caldas.
Entre ellos me señaló a Jorge Eliecer Zapata Bonilla, quien descollaba en el medio literario caldense, con obras y premios ya reconocidos, y además aparecía con inusitada frecuencia en la prensa regional, como corresponsal de La Patria en Supía y como colaborador de la Revista Dominical del mismo diario, así como asiduo colaborador y columnista del Diario del Otún, importante vocero de la opinión risaraldense.
Fue por aquella época que Jorge Eliecer trabajaba para la Contraloría General de la Nación, y tenía su oficina en el tercer piso del Edificio de la Caja Social de Ahorros, en la carrera 23 de Manizales, por detrás de la catedral. Yo iba con frecuencia allí, porque en ese mismo piso funcionaban también las oficinas del Icetex, entidad que yo debía visitar regularmente, realizando trámites relacionados con un crédito educativo con el cual pude adelantar mis estudios universitarios. Un día fui allí y me le presenté a Jorge Eliécer, dándole a conocer mi incipiente trabajo monográfico sobre Marquetalia, mi pueblo natal, que sólo hasta 1991 vino a conocerse públicamente.
A diferencia de los críticos literarios de la época que fungían de jueces implacables, Jorge Eliecer acogió con generosidad mis humildes bocetos y nunca tuvo una palabra para descalificar mis primeros pasos por los predios de la investigación. Muy por el contrario siempre me mostró el camino de la excelencia, que se recorre con lentitud, pero con la firmeza que se requiere para andar los caminos que nos han de llevar a las metas esperadas. Recuerdo que desde ese momento, Jorge Eliecer siempre me llamaba o me buscaba para regalarme o recomendarme aquellos libros que en su sabiduría, eran las fuentes en las que yo debía abrevar si quería ser alguien conocedor de la cultura y de la historia caldense.
También recuerdo que al lado del escritorio de Jorge Eliecer, tenía el suyo, el poeta Fernando Mejía Mejía.
Es deber de quienes hemos sido sus pupilos en la faena intelectual y académica, exaltar las virtudes de un intelectual que ha hecho de la historia, la literatura y la cultura regional, el pan diario de su vida, no sólo en cuanto significa su producción individual, sino lo que es más significativo aún, en cuanto se refiere a su entrega desinteresada a la tarea de formar sucesivas generaciones de intelectuales caldenses, para mantener el hilo del recuerdo colectivo y del permanente homenaje a nuestra idiosincrasia.
En el lenguaje del cristianismo, sacerdote es quien dedica su vida a indicarles a los hombres el camino que lleva a Dios, acercando al ser humano, desde su más profunda necesidad, a la fuente del Supremo Bien. Y profeta, quien por su parte dedica su vida a llevarles a los hombres el mensaje del conocimiento de Dios. El sacerdote intercede ante Dios por los hombres y el profeta hace posible el acercamiento de la realidad del amor de Dios a los seres humanos. Si con todo el respeto debido a la doctrina espiritual del cristianismo, pudiéramos trasplantar estas definiciones al lenguaje profano de las letras y de la cultura regional de Caldas, encontraríamos en Jorge Eliecer Zapata Bonilla, a un real sacerdote y a un auténtico profeta de nuestra identidad. Quienes de una u otra manera nos hemos querido vincular con el estudio y la construcción de lo caldense, ya desde la historia, desde el ensayo, desde la novela, desde el cuento, desde la poesía, desde el drama, desde el arte en general, o aún desde la simple curiosidad y afecto por lo caldense, nos hemos visto convertidos, queriéndolo o no, en sus discípulos, en su seguidores.
Jorge Eliecer Zapata Bonilla nació en la dulce y musical Supía, población del norte de Caldas, llena de leyendas y de episodios históricos, el amanecer del 7 de agosto de 1950, la misma fecha en que tomó posesión de la presidencia de la República el Doctor Laureano Gómez Castro. Un gobierno que marcó el inicio de una de las épocas más tormentosas de la historia nacional. Hacía sólo dos años -el 9 de abril de 1948-, había caído asesinado en Bogotá el caudillo liberal Jorge Eliecer Gaitán y desde entonces, se había desatado la violencia en los campos y ciudades de Colombia. Supía Caldas, una población de raigambre liberal, con grandes simpatías por los movimientos sociales alternativos durante toda la historia del país, habría de ser uno de los epicentros de esa región estigmatizada por el sectario gobierno conservador de Gómez Castro.
La infancia de Jorge Eliecer Zapata Bonilla estuvo así rodeada de esa atmósfera enrarecida de violencia política y de persecuciones ideológicas. No será gratuito por tanto, encontrar en sus primeros trabajos literarios, la huella de ese ambiente militarizado y oscurecido por el luto de los muertos pergeñados en la noche. Primera infancia de un intelectual nacido para iluminar el panorama, con las luces de la inteligencia, de las letras, de la poesía y de la historia, paradójicamente gestada en un oscuro escenario de sectarismo y violencia.
Intuimos que no fueron los primeros maestros de las bancas escolares ni los de las sillas del colegio de secundaria en Supía, los que marcaron la vocación intelectual de Jorge Eliecer Zapata Bonilla. En la década de los 60, en Colombia y el mundo se había empezado a desarrollar un movimiento crítico en torno a las prácticas pedagógicas institucionales. Solían decir los intelectuales que orientaban este movimiento, que “la escuela tritura la inteligencia y tritura la personalidad”.
Luego en el bachillerato, era apenas un estudiante en el Instituto Supía, en el año 1966, y ya empezaba a dar muestras de su vocación humanística, fundando el periódico “Pregón Juvenil”, en una gesta intelectual en la que contó con la compañía de Héctor Osorio Cardona y Diego Villegas Cardona.
Nunca olvidaré
la afortunada circunstancia en que conocí a Jorge Eliecer Zapata Bonilla. Fue
en virtud de una bien intencionada recomendación que me fue hecha por Antonio
María Flórez Rodríguez. Corría el año 1982 y me encontraba cursando los últimos
semestres de Lenguas Modernas en la Universidad de Caldas. Influido
positivamente por las palabras de aliento de mi profesor Octavio Hernández
Jiménez, había tenido la avilantez de participar en dos concursos internos de
ensayo lingüístico promovidos por la Universidad, en los que a la postre tuve
éxito y recibí el primer premio.
En el primero de esos certámenes había triunfado con un modesto trabajo sobre el folklore del oriente caldense, que se constituyó en el germen de la investigación que condujo a la escritura de la primera monografía de Marquetalia, mi pueblo natal. Flórez Rodríguez cursaba a la sazón, la carrera de medicina en la misma Universidad y participaba activamente, no sólo en la vida política y social de Marquetalia, como miembro del Concejo Municipal, sino también en el escenario intelectual y artístico de Manizales y de Caldas. Fue él quien me motivó a ampliar mi trabajo sobre el folklore del oriente caldense y convertirlo en una monografía de Marquetalia. Y fue él también, quien para estimular la que consideraba mi promisoria disciplina intelectual, me recomendó hacer contacto con quienes por aquellos años lideraban el movimiento intelectual y cultural de Caldas.
Entre ellos me señaló a Jorge Eliecer Zapata Bonilla, quien descollaba en el medio literario caldense, con obras y premios ya reconocidos, y además aparecía con inusitada frecuencia en la prensa regional, como corresponsal de La Patria en Supía y como colaborador de la Revista Dominical del mismo diario, así como asiduo colaborador y columnista del Diario del Otún, importante vocero de la opinión risaraldense.
Fue por aquella época que Jorge Eliecer trabajaba para la Contraloría General de la Nación, y tenía su oficina en el tercer piso del Edificio de la Caja Social de Ahorros, en la carrera 23 de Manizales, por detrás de la catedral. Yo iba con frecuencia allí, porque en ese mismo piso funcionaban también las oficinas del Icetex, entidad que yo debía visitar regularmente, realizando trámites relacionados con un crédito educativo con el cual pude adelantar mis estudios universitarios. Un día fui allí y me le presenté a Jorge Eliécer, dándole a conocer mi incipiente trabajo monográfico sobre Marquetalia, mi pueblo natal, que sólo hasta 1991 vino a conocerse públicamente.
A diferencia de los críticos literarios de la época que fungían de jueces implacables, Jorge Eliecer acogió con generosidad mis humildes bocetos y nunca tuvo una palabra para descalificar mis primeros pasos por los predios de la investigación. Muy por el contrario siempre me mostró el camino de la excelencia, que se recorre con lentitud, pero con la firmeza que se requiere para andar los caminos que nos han de llevar a las metas esperadas. Recuerdo que desde ese momento, Jorge Eliecer siempre me llamaba o me buscaba para regalarme o recomendarme aquellos libros que en su sabiduría, eran las fuentes en las que yo debía abrevar si quería ser alguien conocedor de la cultura y de la historia caldense.
También recuerdo que al lado del escritorio de Jorge Eliecer, tenía el suyo, el poeta Fernando Mejía Mejía.
Jorge Eliecer
me presentó a su compañero de jornada laboral, haciendo énfasis en que más que
colegas de trabajo, se sentía orgulloso de compartir espacio con el bardo más
celebrado del momento, no sólo en Caldas sino en todo el país. Comenzó así mi
amistad con Jorge Eliecer Zapata Bonilla. Amistad que he valorado como pocas,
mediada por la admiración, y por el espíritu. Ese espíritu que conecta a los
seres humanos emparentados por alguna afinidad mental. Estas palabras que
escribo hoy son un homenaje a esa amistad y están inspiradas en la valoración
sustantiva de la calidad humana, intelectual y literaria de un hombre que ha
dedicado toda su vida a darle significación a las letras y a la cultura de la
región caldense.
Es deber de quienes hemos sido sus pupilos en la faena intelectual y académica, exaltar las virtudes de un intelectual que ha hecho de la historia, la literatura y la cultura regional, el pan diario de su vida, no sólo en cuanto significa su producción individual, sino lo que es más significativo aún, en cuanto se refiere a su entrega desinteresada a la tarea de formar sucesivas generaciones de intelectuales caldenses, para mantener el hilo del recuerdo colectivo y del permanente homenaje a nuestra idiosincrasia.
En el lenguaje del cristianismo, sacerdote es quien dedica su vida a indicarles a los hombres el camino que lleva a Dios, acercando al ser humano, desde su más profunda necesidad, a la fuente del Supremo Bien. Y profeta, quien por su parte dedica su vida a llevarles a los hombres el mensaje del conocimiento de Dios. El sacerdote intercede ante Dios por los hombres y el profeta hace posible el acercamiento de la realidad del amor de Dios a los seres humanos. Si con todo el respeto debido a la doctrina espiritual del cristianismo, pudiéramos trasplantar estas definiciones al lenguaje profano de las letras y de la cultura regional de Caldas, encontraríamos en Jorge Eliecer Zapata Bonilla, a un real sacerdote y a un auténtico profeta de nuestra identidad. Quienes de una u otra manera nos hemos querido vincular con el estudio y la construcción de lo caldense, ya desde la historia, desde el ensayo, desde la novela, desde el cuento, desde la poesía, desde el drama, desde el arte en general, o aún desde la simple curiosidad y afecto por lo caldense, nos hemos visto convertidos, queriéndolo o no, en sus discípulos, en su seguidores.
Jorge Eliecer Zapata Bonilla nació en la dulce y musical Supía, población del norte de Caldas, llena de leyendas y de episodios históricos, el amanecer del 7 de agosto de 1950, la misma fecha en que tomó posesión de la presidencia de la República el Doctor Laureano Gómez Castro. Un gobierno que marcó el inicio de una de las épocas más tormentosas de la historia nacional. Hacía sólo dos años -el 9 de abril de 1948-, había caído asesinado en Bogotá el caudillo liberal Jorge Eliecer Gaitán y desde entonces, se había desatado la violencia en los campos y ciudades de Colombia. Supía Caldas, una población de raigambre liberal, con grandes simpatías por los movimientos sociales alternativos durante toda la historia del país, habría de ser uno de los epicentros de esa región estigmatizada por el sectario gobierno conservador de Gómez Castro.
La infancia de Jorge Eliecer Zapata Bonilla estuvo así rodeada de esa atmósfera enrarecida de violencia política y de persecuciones ideológicas. No será gratuito por tanto, encontrar en sus primeros trabajos literarios, la huella de ese ambiente militarizado y oscurecido por el luto de los muertos pergeñados en la noche. Primera infancia de un intelectual nacido para iluminar el panorama, con las luces de la inteligencia, de las letras, de la poesía y de la historia, paradójicamente gestada en un oscuro escenario de sectarismo y violencia.
Intuimos que no fueron los primeros maestros de las bancas escolares ni los de las sillas del colegio de secundaria en Supía, los que marcaron la vocación intelectual de Jorge Eliecer Zapata Bonilla. En la década de los 60, en Colombia y el mundo se había empezado a desarrollar un movimiento crítico en torno a las prácticas pedagógicas institucionales. Solían decir los intelectuales que orientaban este movimiento, que “la escuela tritura la inteligencia y tritura la personalidad”.
También
predicaban que sólo podría cambiar la educación, quien tuviese el coraje de
pensar y actuar libremente. Se combatía con firmeza el autoritarismo de los
maestros, las escuelas encerradas en cuatro paredes, los salones dispuestos en
filas de estudiantes que sólo tenían al frente el rostro severo de los
educadores en franca imposición vertical de sus pontificados, así como los
currículos centrados en el timbre de la campana, que era la llamada “voz de
Dios”. Por eso creemos que Doloritas, la abuela de Jorge Eliecer, compartió con
la abuela de Margaret Mead su rechazo a la institucionalidad escolar, que
amenazaba con malograr toda la vocación humana e intelectual de sus nietos.
Podría pensarse que Jorge Eliecer Zapata Bonilla, junto con Margaret Mead,
tenía en efecto, argumentos para exclamar: “Mi abuela quería que yo me educara,
por eso no me dejó ir a la escuela”.
Por fortuna para la cultura caldense, el potencial intelectual de Jorge Eliecer Zapata Bonilla no sucumbió en el ambiente autoritario de los claustros escolares de la primaria y la secundaria de esos años. Más bien podríamos decir, que a pesar de ese ambiente de exclusión y dogmatismo ideológico que predominó en las escuelas en la época de su juventud, Jorge Eliécer Zapata Bonilla hizo caso omiso de ese oscurantismo escolar y en gesto de irreverencia intelectual empezó a dar los pasos de fe que lo llevarían a la consagración literaria en el panorama regional. A ello contribuyó el entorno familiar, y sobre todo la influencia de su padre Arturo Zapata Restrepo, quien cada domingo, reunía a sus hijos para leerles en voz alta los editoriales de El Tiempo y los ponía a leer las Lecturas Dominicales.
Por fortuna para la cultura caldense, el potencial intelectual de Jorge Eliecer Zapata Bonilla no sucumbió en el ambiente autoritario de los claustros escolares de la primaria y la secundaria de esos años. Más bien podríamos decir, que a pesar de ese ambiente de exclusión y dogmatismo ideológico que predominó en las escuelas en la época de su juventud, Jorge Eliécer Zapata Bonilla hizo caso omiso de ese oscurantismo escolar y en gesto de irreverencia intelectual empezó a dar los pasos de fe que lo llevarían a la consagración literaria en el panorama regional. A ello contribuyó el entorno familiar, y sobre todo la influencia de su padre Arturo Zapata Restrepo, quien cada domingo, reunía a sus hijos para leerles en voz alta los editoriales de El Tiempo y los ponía a leer las Lecturas Dominicales.
De esa manera,
Jorge Eliecer Zapata Bonilla y sus hermanos, se acercaron a los hechos
culturales, tanto de su pueblo natal como de Caldas. Por eso, ya desde la época
de las bancas escolares de primaria, Jorge Eliecer Zapata hizo sus primeros
intentos de creación literaria, con los que él llama “unos pequeños
cuentecitos”, que constituyeron sus primeros escritos.
Luego en el bachillerato, era apenas un estudiante en el Instituto Supía, en el año 1966, y ya empezaba a dar muestras de su vocación humanística, fundando el periódico “Pregón Juvenil”, en una gesta intelectual en la que contó con la compañía de Héctor Osorio Cardona y Diego Villegas Cardona.
Luego en 1971
fundó el periódico “La Opinión”, que posteriormente se denominó “El Rayo”, y el
cual alcanzó 24 ediciones. En este mismo año de 1971, comenzó a escribir en La
Patria, ejerciendo como corresponsal, columnista y promotor cultural en este
diario caldense, en una práctica inagotable de gestión literaria que aún en la
actualidad mantiene con la misma vitalidad de los años 70. En el año de 1976
inició sus publicaciones en el suplemento literario del mismo diario, que
inicialmente se denominaba “Revista Dominical” y que hoy subsiste con el nombre
de “Papel Salmón”. Fue también en los años 70 del siglo XX que aparecieron sus
primeros artículos en la ya consagrada “Revista Manizales”, fundada por los
poetas Juan Bautista Jaramillo Meza y Blanca Isaza de Jaramillo Meza.
Así pues,
quienes forjaron en sentido estricto, la vocación de Jorge Eliecer Zapata
Bonilla, como gestor cultural y de creador literario fueron los grandes
divulgadores de la identidad antioqueña en general y de la caldense en particular.
Él siempre tuvo desde su primera juventud, la mirada puesta en el firmamento de
las grandes estrellas de la inteligencia, no motivado por la vana soberbia
personal, que no es el rasgo propio de su carácter, sino por el contrario,
motivado por su filantropía espiritual, por su genuina pasión por la cultura,
por su arraigado deseo de compartir y divulgar las tesis de la cultura popular.
Porque ha entendido que su talento y su talante deben abrevar en los más
conspicuos pozos de la inteligencia colombiana en general y caldense en
particular: Otto Morales Benítez, Adel López Gómez, Gilberto Garrido, Juan
Bautista Jaramillo Meza, Humberto Jaramillo Ángel, Antonio Álvarez Restrepo,
Guillermo Duque Botero, Javier Ocampo López, Fernando Mejía Mejía e Iván Cocherín,
entre los más destacados.
Haber nacido justamente en la fecha que partió en dos el siglo XX le permite a
Jorge Eliecer Zapata Bonilla, posar de testigo excepcional de los
acontecimientos de toda la centuria. Y lo que es más trascendental: poder testificar
también, en vida, con lucidez excepcional, lo que llevamos del nuevo milenio,
en materia de desarrollo social, cultural, intelectual, artístico y científico.
No hay espacio en este lugar para resumir al menos la magna obra de gestión
cultural, académica y literaria de Jorge Eliecer Zapata Bonilla. Baste por
ahora destacarlo como uno de los fundadores y columnas vertebrales de la
Academia Caldense de Historia y como el mejor animador intelectual de las
nuevas generaciones de escritores, poetas e historiadores de todo el llamado
Viejo Caldas.
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