Alfredo Cardona Tobón*
El insigne institutor Libardo Flórez fue uno de los creadores de las Fiestas del
Pasillo; se desempeñó como rector de varios colegios en el Viejo Caldas y trabajó algunos
años en la Secretaría de Educación del Departamento.
En Julio de 1997 la Cámara
de Representantes distinguió a don Libardo con la Orden de La democracia, como testimonio de
gratitud para un personaje que modeló muchas generaciones y las llevó por los
caminos de la virtud y del trabajo.
Dondequiera que estuvo, don Libardo llevó consigo a su pueblo natal, tierra
grata que le confió todos sus secretos. En el
vasto trabajo literario de don Libardo, se refleja el pueblo raso de la “Ciudad de las Brumas” cuya esencia quedó sintetizada en “Crónicas de
Aguadas”.
Revisando viejos papeles
encontré una página inédita carcomida por el tiempo y las polillas que
alguna vez me confió don Libardo. Sólo quedaban unos fragmentos que armé como
un crucigrama, respetando la esencia del escrito sobre los artesanos de Aguadas.
Dice así este artículo basado en las memorias de don Libardo
Flórez:
De regreso a las Fiestas del
Pasillo, en la pendiente adornada con piedras colocadas como puntos
suspensivos, se escuchaba quedamente el eco de Luisito, el sastre, cuando
tatareaba “El coro de los martillos”: ¡Oh…
¡Oh! Desde que surgió la luz/ vamos entre el dolor/ tras un florido amor…”
En el estrecho cuchitril que
servía de taller, el “Viejo” alumbraba
la imagen descolorida de San
Cayetano con la esperanza de un trabajo o al menos el pago de cuentas atrasadas de unos
clientes de Las Encimadas y Caciquillo
para poder comprar arroz y panela y ahuyentar las hambres atrasadas.
Calle abajo de la sastrería
de Luisito estaba la fragua del “Cabezón”, donde doblaba el hierro al rojo
vivo para dar forma a las herraduras y
los recatones, mientras refrescaba el gaznate con aguardiente amarillo y calmaba a punta de
trago el dolor de los juanetes y los
callos.
En la calle de salida al corregimiento de Arma
tenía su lugar de trabajo el Maestro
Gildo, un carpintero “ateo y comunista”, con una cachucha que hacía juego con
el lápiz que llevaba sobre la oreja.
Gildo era un intelectual de su oficio
para quien los arquitectos modernos, por ahorrar dinero, no tenían en cuenta
los ángulos y las alturas en las construcciones y de ahí la cantidad de borrachitos desnucados
en los hogares y de matronas destortilladas en las escaleras.
Cura y carpintero no
rimaban, pero acosado por la
necesidad el párroco contrató a Gildo
para un trabajo en el templo. Un día el sacerdote, conociendo la vena del
carpintero, le preguntó con sorna: “Don Gildo, sabe por qué a los aguacates los llaman curas?-
“Por dañinos señor cura”-
contestó Gildo, que impertérrito
continuó echando serrucho.
Cuenta don Libardo Flórez
que por lo general los artesanos alumbraban las imágenes de su devoción y empapelaban sus talleres con figuras de
mujeres desnudas. Según Misael
Llano, zapatero remendón, en esa forma lograban la bendición del Altísimo con los
cuadros de los santos y ahuyentaban con
los cuadros obscenos al sacristán, a las cantarilleras y demás pedigüeñas de
oficio.
En la funeraria de Jesús Ramírez,
alias el ”Chulo”, los trabajadores dormían la siesta en los ataúdes, en tanto
que Don Isidro, el ebanista, trabajaba sentado a causa de la artritis y sus
operarios, al igual que en la funeraria, en los días de pago dormían la rasca en los sillones y muebles en
construcción..
“El Garrapatero” enseñó a su hijo el oficio de
la zapatería. Al terminar de prestar
el servicio militar, el retoño se quedó en Manizales. El progenitor lo llamó
para que le ayudara en el taller; a los pocos días el “Garrapatero” recibió el
siguiente telegrama: “Hambre allá con
neblina punto hambre acá con divisa punto mejor me quedo en Manizales”.
Don Julio Henao alternaba su oficio de guarnecedor con
la política. Para atender a clientes y seguidores puso tres bancas, una forrada
en cuero para los clientes, la del electorado recubierta en lona y la tercera embadurnada en barro
destinada a los vecinos chismosos que le hacían perder el tiempo.
Para incentivar sus negocios,
los peluqueros fiaban el trabajo y encimaban pintadito con
pandequeso. Don Libardo recuerda que todos ellos guardaban congolos en un
frasco de alcohol para inflar los carrillos de los viejitos sin dientes. Anota
que en el gremio sobresalía don Bonifacio en cuya peluquería lucía un aviso que
decía : “Puede rajar del cura pero no me hable de política”.
¡Tiempos aquellos los de
Aguadas!, cuando los tiples
fabricados por Zamora terminaban
la puentezuela con enroscados que
imitaban el bozo de Salvador Dalí. Las
ruanas de don Ignacio tenían solapas y las botas de José Arango tenían carramplones para sacar chispas en las
calles empedradas.
En la década de los años
treinta alguien ofreció unos pesos a quien se atreviera a clavar una puntilla en la
lápida del último suicida, por cada campanada al filo de la media noche del
viernes santo. Un personaje enigmático que no creía en espantos
y aparecidos aceptó el reto, saltó la tapia del antiguo cementerio y en la
última campanada clavó sin darse cuenta el borde de su ruana en el ataúd del
suicida. Al retirarse creyó que lo estaban agarrando y lleno de pavor corrió sin que nadie pudiera alcanzarlo para pagar la
apuesta convenida.
Hubo otra situación que pudo
enlutar al gremio de los matarifes: Un
día Gonzalo Duque mató de un tremendo martillazo a una marrana ladrona perteneciente a Carlos Toro quien lleno de
furia se armó de un machete de dos filos
y desafió a Gonzalo que le hizo frente con cuchillo patecabra.
Al encontrarse para la pelea, Carlos se vio en
desventaja y entonces dijo al contrincante: “Dejemos las cosas así; otro día que ocurra algo parecido, ponga mucho
cuidado porque mi marranita pudo quedar loca o boba con ese golpe. ! Y eso sí
no se lo hubiera perdonado!”
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