Por Álvaro Cadavid M.
De vez en cuando, y sólo por urgente necesidad, llego al centro de la ciudad y más especialmente a la zona de Junín entre La Playa y el Parque de Bolívar y no puedo dejar de añorar el Junín de mi época. Y esta añoranza no es solamente una cuestión de la transformación física que sufrió el entorno, sino el cambio social y cultural de lo que antes fuera una verdadera zona rosa para los “pipiolos”,“piernipeludos” o “cocacolos” de nuestra generación. Allí llegábamos todos los estudiantes de San José, San Ignacio, Calasanz, Marco Fidel o Pascual Bravo engominados con Glostora, Anzora o Lord Cheseline y olorosos a Pino Silvestre o a Vetíver y con nuestros bluyines Wrangler con pretina brillada con pomada Brasso y mocasines apaches o tenis Croydon blanqueados con Griffin, a pararnos como garzas en El Cardesco o en la puerta del exclusivísimo Club Unión, hoy un centro comercial más, a mirar y a suspirar por las uniformadas chicas de La Presentación, de La Enseñanza, de María Auxiliadora, del CEFA o del Marymount (con la falda por debajo de la rodilla) y a echarles piropos como: “parece que dieron vacaciones en el cielo porque se les voló un angelito”, o los más atrevidos: “ si como camina cocina, me le como hasta el pegao”.
Indudablemente
que esa desvanecida conexión paisa quedó relegada al plano de los recuerdos,
pues ahora lo que fue el Doña María donde íbamos a comer papitas a la francesa
con Coca Cola se convirtió en un restaurante más, el teatro María Victoria en
otro centro comercial, el extraordinario teatro Junín donde vimos las mejores
zarzuelas españolas, a la declamadora argentina Bertha Zingermann, a la
Orquesta típica Tokio, a Bill Halley y sus Cometas o a Campitos y sus Tres
Reyes Vagos se volvió el inexpresivo edificio Coltejer, el Salón de billares y
Academia de ajedrez Metropol, centro obligado de intelectuales y vagos de
Medellín y de propiedad de don Harry Gainer, padre de Aura Cristina Gainer , es
hoy una venta de artesanías y camisetas. El pasaje La Playa – Parque de Bolívar
evolucionó en un completo mercado persa lleno de vendedores, donde lo
pensable y lo impensable se enfrentan en una lucha mercantil sin tregua, como
la venta de discos y libros piratas, loteros, gente entregando papelitos con
propaganda de adivinas, palacios del colesterol llamados El Tragadero, El
Embuchadero o El Meloneadero “todo a $500” y hasta la grotesca y nauseabunda
chunchurria tiene un gran palco de honor. Y lo que una vez fue la zona más
exclusiva de Medellín se convirtió en un paraíso para rebuscadores,
atracadores, prostitutas y travestis. ¡Qué pesar!
Juniniar, para
los que tuvimos la dicha de experimentarlo, era una experiencia casi religiosa
donde se conjugaban la inocencia y la malicia en un contubernio falaz, pues las
imposiciones morales de la época no permitían la libre expresión sexual de la
que hoy en día gozan las nuevas generaciones de “sardinos y sardinas” llenas de
tatuajes y de piercings . Para nosotros el reto de la conquista empezaba en
Junín, pues era allí el sitio de encuentro obligado de los jóvenes ávidos de
acercamiento y cargados de hormonas. El teatro Lido, recién restaurado, era
cómplice incondicional de encuentros furtivos entre chicos y chicas que se
escapaban de los colegios, nunca mixtos, para encontrarse a ver a Sissy
Emperatriz , a Pili y Mili y sus comedias rosa, a La Novicia Rebelde, Los Diez
Mandamientos, El Bombero Atómico, Tuya en septiembre, Nunca en domingo o al Doctor
Zhivago y salir luego a comer conos de ron con pasas a la heladería San
Francisco o, si la mesada era buena, al Salón Versalles a comer sánduches de
queso derretido, al Astor a comer “moritos” con jugo de mandarina o al Sayonara
y su ensalada de frutas con helado. Era en estos lugares donde se formalizaban
los noviazgos de las Santamaría con los Mora o de las Echavarría con los Lara,
la élite de la sociedad medellinense.
Luego de una
tarde de infantil acercamiento y de una ocasional “chupada de piña” en el
teatro, era normal salir como dos tortolitos tomados de la mano recorriendo
parsimoniosamente a Junín para regresar a los respectivos colegios e inventar
las excusas-mentiras del porqué de la ausencia a las aulas escolares. Esa
misma noche no faltaba el tío alcahueta que financiara la serenata, no con
mariachi ni mucho menos con un conjunto vallenato, sino con un trío de
guitarras como Los Romanceros cantando Chacha Linda o Bendición Celestial, el
Trío América, Los Albinos o el trío Ensueño de Roger Jalil, el apuesto
ecuatoriano-árabe por el cual se derretían las novias de uno. Los sitios de
reunión de los músicos eran El Escorial, El Crillón o el Primero de Mayo, a la
vuelta de Junín con La Playa frente al teatro Metro Avenida.
Al llegar a la
ventana de la amada ella tímidamente encendía la luz después de la segunda
canción para manifestar su aceptación y su presencia. Por supuesto que no
faltaba el amigo borracho, que en voz alta pedía silencio para que no se
despertara la novia, le indicaba al trío el orden de las canciones y
luego se orinaba en la llanta del taxi. ¡Qué pena con la chica! Al final de la
serenata aparecían como por arte de magia sitios como el Bar Argentino, El
Pakistán o Marta Pintuco, Cándida Rivillas, La Nena o alguna de las casas
de lenocinio de Lovaina o El Fundungo y sus alrededores, todas con música en
vivo y bombillito rojo en la puerta. Dentro de estos lupanares siempre había un
gobelino con una escena de caza de un príncipe y su séquito, lo mismo que
una araña gigante con un bombillo rojo intermitente debajo del arácnido. ¡Ah!,
y ya en las horas de la madrugada no podía faltar la arepa con carne asada de
El Ventiadero, el bisteck a caballo en El Cañaveral o los tamales de El
Capitán López. ¡Ah bueno que pasábamos!... Y el que niegue que estas fueron
unas deliciosas experiencias miente como una vil sirvienta cartagueña.
Como quiera que
sea, de la mística del “juninazo” sólo quedan fragmentos de imágenes de aquella
era dorada de ilusiones y alborada de nuestros primeros amores, donde lo más
importante era el respeto por la mujer y la delicadeza del hombre en su trato
hacia ella. Era la maravillosa época de las poesías , donde todos los jóvenes
escuchábamos al Indio Duarte o a Rodrigo Correa Palacio y nos sabíamos de memoria
El Duelo del Mayoral, El Brindis del Bohemio o La Canción de la Vida Profunda,
escuchábamos en la radio las voces de Mario Lanza, Ferruccio Tagliavini,
Mario del Mónaco, Charles Aznavour o Edith Piaff, las orquestas de Mantovani,
Frank Pourcel o Raymond Lefevre y también las canciones de Nat King
Cole, Alfredo Sadel, Eddie Gormé y Los Panchos, Nicola di Bari y Gigliola
Cinquetti. No era extraño que en nuestras tertulias juveniles comentáramos
acerca de libros como La Metamorfosis de Franz Kafka, Los Miserables de
Víctor Hugo, La Guerra y la Paz de Fiódor Dostoievski y hasta Lolita de
Vladimir Navokov. En fin, era un período de cultura general muy vasta el que
nos tocó a todos los de esa privilegiada generación de adolescentes en la “veya
biya” de esos años.
Fue también una
época inocente y ”montañera”, donde el equivalente a Disneylandia era una tarde
entera montando en las escaleras eléctricas del almacén Caravana (“El gigante
de los precios enanos”) y en la cual florecieron las “heladerías” de la 70 como
La Careta, El Coche Rojo, El Dino Rojo y sitios elegantes como el Fujiyama y El
Fantasio y “grilles” más oscuritos como El Buho, La Ballena de Jonás o el grill
La Montaña con sus “hermosas meseritas” para llevar a los “numeritos” de
aquel entonces, hoy llamadas “prepago”, a “bailar amacizao el botecito”. Las
chicas “bien” tenían una libreta de autógrafos con dedicatoria de todas
las compañeritas de colegio y de sus amigos más cercanos (“Un autógrafo me
pides, un autógrafo te doy, nunca cambies a tus padres por los jóvenes de hoy”,
etc…), papelitos guardados entre los libros con
acrósticos que el novio o un amigo “muy sabido” elaboraba con
el nombre de ellas, álbumes con fotos y también
“grazitos” en blanco y negro con el borde recortado con tijera de pico y
pegadas al álbum con esquineros Además fue el período romántico del pañuelo con
el nombre del novio bordado con uno de los cabellos de la novia y de un respeto
profundo hacia los mayores, que eran quienes mandaban.
A las chicas no les
podía faltar el inseparable “neceser” Mesacé cuyo contenido era siempre
el mismo: billetera Buxton, cepillo Fuller, botellita de plástico de Kleer Lac
para retocarse “la toga”, un frasquito miniatura de Channel Nº 5, cigarrillos
Parliament o Chesterfield y “candela” Ronson o Colibrí. Y por la noche,
de 7 a 10, no faltaba la visita con “candelero”, el hermanito menor
que siempre pedía plata para evaporarse por diez minutos o, en el peor de los
casos, una suegra malencarada que fingía estar tejiendo algo pero que de vez en
cuando manifestaba su rolliza presencia con una molesta tos protagónica. ¡Qué
pereza!...
Las fiestas de
quince años eran en la casa de la chica, con orquesta, meseros y llorada de la
quinceañera pues el día anterior había peleado con el novio (el pobre no tenía
plata para el regalo). Unos cuantos años después, cuando por fin se formalizaba
la relación, los preparativos para la boda empezaban en Parisina donde se
escogía la tela para las damitas de honor, después Saraflor donde se compraban
los muebles, luego en Mora Hermanos para los electrodomésticos y, si la
novia era “de modito”, se alquilaba el Club Unión y se contrataba a Lucho
Bermúdez o a la Italian Jazz para que amenizara la fiesta. ¡Qué tiempos
aquellos!.
Pero de aquel delicioso
y respetuoso entorno hacia las mujeres y hacia los ancianos sólo nos quedan los
recuerdos, a los que ya “borramos el primer fichero” y somos abuelos de los
sardinos “emos”, “metrosexuales” o “gays”, a quienes no se les puede reprender
y mucho menos disciplinar o “darle una pela” si roban en un almacén o
despedazan el carro de un vecino, pues como la ley los protege pueden hacer lo
que les venga en gana impunemente pero, eso sí, nos exigen a “los cuchos”
que los mantengamos y les compremos tenis de $250.000 y que les demos dinero
continuamente para “la rumba” o de lo contrario entablan una demanda “por
intromisión en el desarrollo de la libre personalidad”, y nos pueden quitar la
patria potestad y hasta nos pueden “encanar”. Parece una telenovela, pero es la
realidad actual.
Aseguran que
cuando uno dice que todo tiempo pasado fue mejor es porque ya está viejo. En
ese caso abiertamente me declaro un fósil del Cretáceo Superior, puesto que el
Junín que vivimos sí fue un millón de veces mejor que el de ahora y los
jóvenes de la actualidad ni se imaginan lo que era ese Medellín , sano y
pícaro, vivaz y rezandero, santo y pecador, todo al mismo tiempo. Pero todo
evoluciona, y ese Junín romántico no pudo escapar a la metamorfosis comercial
que lo transformó en una calle fría, sin alma y llena de desechos físicos y
humanos, donde los únicos testigos que sobreviven son el Salón Versalles y el
Astor, como dinosaurios que se resisten a morir ante el cataclismo tecnológico
e informático que robotizó el pensamiento humano del siglo XXI alrededor del
planeta y al cual no somos ajenos. Y si es verdad que recordar es vivir, ¡yo
soy inmortal!...
Lo mejor que he leido en mucho tiempo, vivo en Estados Unidos desde 1970 y este articulo me transporto a esa epoca inolvidable, que deleite, los mejores recuerdos de mi juventud, muchisimas gracs.
ResponderEliminarMe arrugo el alma leer tan expresiva realidad y bellas aventuras novelescas de mi juventud en aquellos años 60s en esta mi bella y acogedora Medellìn.
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ResponderEliminarMuchas gracias por sus comentarios tan halagadores, pero lo hago basado únicamente en los recuerdos de un bello pasado que tuve la fortuna de vivir.