Alfredo Cardona Tobón *
Las semanas que siguieron
al 5 de abril de 1877 fueron las peores del pasado manizaleño; en ese fatídico
día las tropas caucanas irrumpieron en Manizales, pese a la tenaz resistencia
de los defensores, y empezó el calvario
para una comunidad en
manos de la chusma armada.
Después de una de las
batallas más sangrientas de nuestras guerras civiles llegaron los saqueos, los
asesinatos, las violaciones y todo tipo de atropellos perpetrados por las
fuerzas de ocupación. Algunos ciudadanos se pusieron a salvo en Neira, Salamina y Aguadas pero la gran
mayoría solo pudo poner trancas en las puertas de las casas y encomendarse a la
misericordia divina.
El general Julián Trujillo,
comandante de las tropas caucanas, aseguró a los manizaleños en el momento de la
capitulación que podían estar tranquilos en sus casas y negocios. El pueblo
llano creyó en las promesas y hasta hubo
ingenuos que pusieron toldos con alimentos y bebidas para venderlos a las
tropas invasoras.
Al otro día, apenas despuntó
el seis de abril, entró el grueso de
ejército liberal y comenzó el saqueo: a los individuos que encontraron en las calles
les robaron el sombrero, la ruana, el carriel y hasta los pantalones; saquearon
las casas sin dejar cobijas ni ropa
íntima; se llevaron las herramientas, los cerdos, las gallinas y a quienes se
oponían los golpeaban o los mataban. Los caucanos entraron a
las tiendas abiertas, pedían cuanto querían y al cobrarles decían al
vendedor: “Coman religión, godos pícaros”, o “pasen la cuenta a los curas” y se llevaban
todo sin pagar un centavo.
Ante el desborde criminal de
los sureños, algunos ilusos se
dirigieron al general Julián Trujillo
pidiéndole que dictara alguna providencia que pusiese a la ciudadanía a
cubierto de tantos atropellos, pero fue en
vano; el insensible militar se excusó
diciendo: “a esos negros no hay quien los contenga”. En realidad no tenía la
intención de frenar el saqueo, pues era
la oferta cuando enrolaron a los negros
del Valle del Cauca en las fuerzas liberales.
El tres de mayo de 1877 era oficial del día el coronel Valentín Deaza quien ocupó varias casas para alojar al batallón Junín comandado por
el coronel Castañeda. Entre las viviendas tomadas se hallaba la de don Joaquín
Arango, que estaba postrado en el lecho al igual que el coronel conservador Joaquín Carvajal. Eran
como las cinco de la tarde de un día lluvioso. En tales circunstancias se
dificultaba el traslado de los enfermos a
otro sitio; en vista de ello la señorita Susana Arango se acercó al coronel Deaza y le suplicó que
no ocupara la casa. El militar no oyó los ruegos; al contrario, trató indignamente a Susana y entró a la fuerza con su gente.
La vivienda de los Arango se asignó la tropa del capitán Hipólito Isaza, quien al
ver la situación de la familia, ordenó a
sus hombres permanecer en los corredores
y respetar la intimidad de los dueños e intervino para que el prefecto revocara la orden dada por Valentín Deaza.
Isaza se retiró con su gente
y el coronel Deaza al sentirse desautorizado, desfogó su ira contra Ángel María Carvajal, un
hijo del coronel enfermo. Al verse
atacado Ángel María esquivó los golpes y
se refugió en una alcoba donde se armó con un revolver; Deaza lo siguió y ante la eminencia de una
tragedia el señor Juan Botero trató de
calmarlo y lo que obtuvo fue una tremenda bofetada.
El energúmeno coronel derribó
una ventana para abrirse paso y “matar a
ese godo”, entonces las señoritas María del Rosario, Susana y
Mercedes Arango quisieron hacerlo desistir de su intento, pero Deaza en vez de
atenderlas, como merecía su dignidad y
condición de damas honorables, las llenó de insultos y les dio planadas con su espada.
La conducta de los caucanos
y sus aliados fue execrable en Manizales; los vencedores no tuvieron contemplaciones con los vencidos; sin
embargo, hubo excepciones como la anotada con el oficial Isaza y con el capitán Jesús Farfán, quien en una de las rondas sorprendió a varios soldados saqueando la casa de
don Pablo Jaramillo:
-¿Quién es el dueño de la
casa?- preguntó
-Yo soy, contesto el señor
Jaramillo, que lívido y despavorido estaba amarrado en un rincón a disposición
de sus enemigos.
-¿Qué daño le han hecho
estos negros?-
-Véalo usted, no han dejado
nada bueno.
El coronel Farfán rastrilló una fusta y dirigiéndose a los
saqueadores les dijo:
-Entreguen lo que tienen
empacado al señor. Nosotros no hemos venido a robar sino a restablecer el
orden público.
Pistola en mano, desató a
don Pablo y amenazó con desarmar a los
ladrones y remitirlos presos al cuartel general; los abusivos devolvieron
algunos objetos y con otros de valor se perdieron por el camino cercano.
Don Pablo junto con su familia abandonó la casa
y se refugió en otra vecina. Más tarde
regresó haciéndose pasar como soldado
del Batallón 14 de Villamaría a ver que
podía salvar de lo poco que había quedado.
Los invasores ocuparon las
propiedades sin pedir consentimiento a
los dueños; cuando no encontraban las llaves destruían las cerraduras o
derribaban las puertas; se robaron los
muebles y los que no se llevaron los
utilizaron como leña para preparar los alimentos.
En el campo el saqueo fue dramático,
de la hacienda de Joaquín Arango sacaron 170 reses y 17 bestias y de la hacienda de Pablo
Jaramillo se robaron más de cien
animales. No dejaron rejos, enjalmas e instrumentos de labranza. Los invasores dejaron vacías las alacenas, los escándalos de las juanas estremecieron la
ciudad, que en vilo, guardó en los zarzos a los heridos y en las piezas más
recónditas a sus doncellas.
Comentarios
Publicar un comentario