Alfredo Cardona Tobón*
Los médicos manejan un lenguaje que solamente ellos
entienden; de igual manera el grueso
vulgo utiliza su propia terminología para designar las
dolencias, que a veces da una idea clara de los males, pero en la mayoría de
los casos es tan nebulosa como la de los encumbrados galenos.
Es “una
gûevonada rara” se indica cuando se desconoce la causa de la enfermedad y al hablar de
“una angustia en la boca del estómago”
es porque se siente una plancha caliente
dentro del vientre. Amanecer con “el cuerpo pesado” es levantarse con un
bulto encima y ”estar como ido” es
sentirse fuera del ring como si se
estuviera dentro de un cuerpo ajeno.
Nadie ha podido establecer a ciencia cierta la
naturaleza del “sereno”; parece ser
un fluido inmaterial que aparece en las madrugadas y al penetrar por boca y
nariz trae la gripe y varios problemas
respiratorios, es algo misterioso como las
calenturas y los enfriamientos
que aparecen y desaparecen como por arte de magia.
Cuando todo está
saliendo mal y las personas parece que ladran en vez de hablar con
decencia es porque se tiene la “malparidez alborotada” que se ensaña a menudo con las mujeres. A
veces nos agarra “la jartera”, un estado de
ánimo que abruma al pobre paciente que se aburre hasta besando a la novia, resultado de la “peladez”, un jefe intenso o
del “tuntún”
que está acabando con el paciente.
REGISTROS MORTUORIOS Y VOCABLOS FATIGADOS
Los libros de defunciones de nuestras parroquias son
un venero de datos interesantes; pues las muertes muestran el florecimiento y
el ocaso de las comunidades y retratan de cuerpo entero sus tragedias y los
males que las aquejaban. Vemos, por ejemplo, que Guàtica y Arenales casi
desaparecen a fines del siglo XIX a causa de la viruela; que Papayal se esfumó después del paso por su territorio de una
columna militar apestada; los estragos del tifo en Manizales cuando sus vecinos
no se bañaban, el “envenamiento de la
sangre” por las niguas en Salamina y señalan los que se fueron derechito al infierno al no morirse
confesados, pues bien claro decía el cura que se iban sin recibir los
sacramentos.
Al repasar las
páginas luctuosas es evidente la altísima tasa de mortalidad de los niños por “golpes
de tos” o tosferina, por raquitismo y por “ataque de lombrices” y muchas madres viajaban prematuramente al
cielo por los “descensos”, las
fiebres puerperales y las manos sucias de las comadronas.
Es bien sabido que el plomo en tuberías y en los
recipientes acortaron la vida de los romanos. En nuestros tiempos de arriería y
alpargates fue el óxido de cobre de las chocolateras y las pailas paneleras las
que afectaron los riñones de los
tatarabuelos y fue el humo tóxico de las cocinas de leña las que arruinaron los
pulmones de las recias tatarabuelas.
Como la gente
iba descalza en su gran mayoría, los
bichos de la anemia tropical entraban por los sabañones que formaba entre los dedos y como el agua no se
trataba rumbaban las infecciones intestinales que mermaban la población
infantil. La falta de instalaciones sanitarias hacía proliferar las tenias o “solitarias” y la ausencia de baño incrementaba la aparición del carranchil, los
piojos y los manetas.
Como “nervios”
se calificaron algunos estados anímicos en los viejos tiempos; a los locos de
remate se les “corría la teja” y los infartos fulminantes se clasificaban como
“muertes de repente”. Pese a todo, la
mayoría de los “yeyos” y ”carajadas” que agobiaron a los ancestros se curaban solos;
en los casos de enfermedades venéreas era peor el remedio que la enfermedad,
pues los tratamientos eran sumamente dolorosos, al igual que la extracción de
una muela.
En lejanos años “entelerido”
era uno de los mayores insultos, peor que una mentada de madre o una patada en
el bajo vientre: La palabreja incluía la
condición de enteco, flaco y esmirriado y la connotación de un muerto de hambre sin alientos para nada.
En esos tiempos de bárbaras naciones a las damas les
llegaban las “novedades” y a las
doncellas en vez de mareos les daban soponcios; a la ictericia se le llamaba “buenamoza” y nadie dejaba de trabajar
por los “totazos”, al ”coger un aire” o “abrírsele
la muñeca”. Por falta de yodo
proliferaban los cotudos en el norte y el occidente del Viejo Caldas y el número de leprosos fue tan alto en la
región que hubo que acondicionar un leprocomio en una vereda de Pácora.
LOS EFECTOS DE LA MAGIA NEGRA
En un mundo de desaseo pululaban los llamados
rezanderos que con sus “fórmulas mágicas” curaban el ganado, espantaban la
langosta, enamoraban y obligaban a
regresar a los seres ingratos. Los rezanderos curaban los “pujos” de los recién nacidos, “los
empachos” y el “mal de
ojo”, extrañas afecciones que no tienen equivalente en los textos modernos.
Han pasado muchos años y corrido mucha tecnología, sin embargo en nuestros
campos siguen los pujos, los empachos y el mal de ojo y en periódicos y
emisoras reputadas como serias, los rezanderos siguen ofreciendo sus servicios.
Muchos términos han pasado a la historia y los
recursos modernos han doblegado numerosos males, pero han surgido otros que los
abuelos ni se imaginaron: el estrés,
el síndrome del túnel carpiano. la
bulimia, la anorexia y el sinfín de “ñañas” y alergias que vienen empacadas
con los recién nacidos.
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