Alfredo Cardona Tobón
Por un camino escabroso lleno de canalones, la mula
del visitador del recién creado departamento de Caldas bajó a brincos la Serranía
de Belalcázar con dirección al pequeño caserío de La Virginia, ubicado en la
desembocadura del rio Risaralda en el río
Cauca.
El 25 de septiembre de 1905, cuando la tarde iba muy
avanzada, el señor Arias llegó al rancherío de La
Virginia en medio de un torrencial aguacero que inundaba las pantanosas calles
donde se revolcaban numerosos cerdos. A medida que avanzaba entre las
chozas de bahareque y techo de paja los
vecinos se asomaban a mirar ese jinete metido entre zamarros de cuero y un encauchado emparamado, que sobre la bestia
sudorosa parecía un fantasma impenitente
en medio de esas soledades.
El recién llegado maldijo la hora que lo puso en ese
trance y preguntó aquí y allá por una posada, un albergue, cualquier rincón
donde guarecerse de la lluvia… pero el caserío miserable solo era una sucesión
de ranchos de mala muerte y no existía ni un modesto parador de arrieros.
El visitador buscó
entonces la corregiduría; seguramente allí le dirían dónde encontrar donde pasar la noche. En el último tramo junto al río vio un cepo y al frente una casucha con
un rótulo que decía Inspección de policía. El señor Arias desmontó, amarró la
mula de un arbusto y sin tocar la puerta entró a una desordenada habitación
donde un individuo con revolver al cinto lo saludó de mala gana.
Era el corregidor, era la máxima autoridad con su arma
de fuego, con ella se imponía a falta de policía en una aldea desconocida en Manizales, cuyos funcionarios no acababan de grabarese la geografía
del nuevo departamento.
Cuando el recién llegado anunció que era nada más y
nada menos que un visitador del gobierno, cambió la actitud del corregidor; el acontecimiento era
igual a la llegada de un Obispo, pues
nunca jamás en tiempos del Cauca, a la antigua Sopinga, ahora La Virginia, había llegado un funcionario de tan alta
categoría.
Con diligencia
solícita el corregidor instaló al
visitador en lo menos malo de la
localidad. Ya bajo techo el señor Arias se tendió rendido de cansancio en un camastro y no tardó una legión de chinches
cucarachos de colarse entre su ropa y empezar a disfrutar de las delicias de un blanco de tierrafría.
De verdad que el señor Arias estaba en la manigua, en el mortífero valle
del río Risaralda, tumba de guapos y colonos. Una negra trajo un tazón de café y por un momento el
manizaleño pensó que le iba a hablar en suajili o en bantú. La oscuridad trajo
una noche de insomnio: se oía el concierto de los grillos mezclado con el
aullido de los perros de monte y en cierto momento de la noche se confundió el
chillido de los micos con los gritos de
unos sopingueños enfiestados. En resumidas cuentas el pobre visitador no pudo
conciliar el sueño ante semejante algarabía.
Arias dio gracias a Dios al aparecer el sol; la
amanecida despejó la pesadilla al alejar los batallones de zancudos y de
palomilla que acosaban al visitador. Después
de un desayuno pródigo en manteca, el funcionario recorrió la aldea de La
Virginia, compuesta en ese entonces por unas treinta casas y rodeada de charcos putrefactos.
De la espantosa miseria se salvaba una escuelita con
42 alumnos, dirigida por una abnegada
señora, quien a fuerza de convites había logrado levantar una edificación espaciosa con piso
en tierra y paredes embutidas que era un orgullo de toda la comunidad. Y además
de la escuela existía una capillita en guadua donde celebraba misa el cura que
a veces llegaba de Ansermaviejo. Ese era
todo el legado de la administración caucana.
Un cuarto inmundo al lado de la inspección servía de
cárcel para los hombres y no había sitio para recluir a las mujeres escandalosas que se ponían de ruana el
puerto, en connivencia con los bogas y vaqueros que acudían los fines de semana en busca de
catre y aguardiente.
Con el natural afán de cumplir su misión el visitador tomó nota de las necesidades más
urgentes del corregimiento. A eso iba. En los planes de Caldas estaba el desarrollo
de La Virginia y de La Dorada, esa era la intención de la clase paisa que
manejaba al nuevo departamento.
El señor Arias hizo cálculos, según ellos se
necesitaban ocho mil pesos para edificar un local para la cárcel y otro para la corregiduria. Pero se topó con un grave
problema, pues no había espacio para construirlos, ya que los Marulandas y
otros hacendados de Pereira y Manizales eran los dueños de los terrenos circundantes y al
caserío tan solo le quedaba el estrecho
espacio donde los vecinos acomodaron sus viviendas.
De regreso a la capital de Caldas el visitador Arias escribió en su informe: “Esto se acaba, Señor
Gobernador; La Virginia no tiene
razón de ser un corregimiento de
Anserma; o se le mejora, o mejor se le funda, pues tal como está hoy no merece
el título de corregimiento ni que se le gaste dinero en empleados públicos; hay
un desorden espantoso por todas partes y existe un gran desaseo, miseria y
mucho abandono..”
Viendo que los hacendados poderosos no querían vender,
y teniendo en cuenta las inundaciones y las plagas, se pensó en pasar la
corregiduría de La Virginia a Carmen de
Cañaveral, otro poblado de negros situado aguas arriba del Cauca, pero a
Francisco Jaramillo y a la gente de Santuario no les convenía el traslado y se
abortó la iniciativa.
Con la ordenanza No 14 del once de abril de 1911 empezaron
a cambiar las cosas para la Virginia, sus horizontes se ampliaron al quedar
bajo la jurisdicción del nuevo municipio de Belalcázar. La navegación por el
río Cauca, las exportaciones de café por Buenaventura y la conquista del
malsano valle de Risaralda cambiaron el destino de La Virginia.
Aunque no se cumplió el sueño de Caldas de convertirlo
en un gran polo de desarrollo, La Virginia es un centro vial de enorme
importancia. Pero es triste que hoy como en 1905 los descendientes de los
hacendados que frenaron su progreso, siguen sitiando el casco urbano que no
tiene hacia donde extenderse.
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