DE SAN BARTOLO AL ALTO DEL REY
Alfredo Cardona Tobón*
El presbítero Silverio Adriano Gómez fue cura propio de Pácora desde 1887
hasta 1928. Enemigo de prostitutas y
ladrones también lo fue del liberalismo cuyas doctrinas anticlericales le
traían amargos recuerdos. Por eso no perdía ocasión de desahogarse para contar
dramáticamente los sufrimientos durante el gobierno de Tomás Rengifo, un
general impuesto por los caucanos a los conservadores
antioqueños tras el triunfo liberal en la guerra de 1877.
El cura Gómez no solamente se dolía de los abusos de los enemigos políticos
sino que los desterró de su rebaño y anatemizó las ovejas rojas sin importar sexo,
edad o condición social.
Después de la derrota liberal en la guerra de los Mil Días de fines del
siglo XIX, la situación se hizo insoportable para las familias de ese partido
en los predios del padre Silverio Adriano: las matronas y los niños no pudieron
volver al templo y los labriegos liberales sufrieron incontables vejaciones
alentadas desde el púlpito por el intransigente sacerdote.
Ante la repulsa de los vecinos conservadores y la persecución clerical,
numerosas familias pacoreñas emigraron
hacia el norte caucano: salieron los Ángel, los Ossa, los Gaviria... y sobre
todo los labriegos de San Bartolo, de clara estirpe liberal, que liaron sus bártulos
y se fueron tras los horizontes libres
de la cordillera occidental.
POR EL ALTO DEL REY
Sobre el antiguo camino de los españoles que unía a las dos Ansermas estaba el Alto del Rey, un
promontorio que marca por un lado la vertiente hacia el río Cañaveral y por
otro lado los desagües al río Risaralda. Por allí pasó en 1821 el científico
Boussingault y en sus montes cerrados se
hicieron fuertes las guerrillas de los Julianes y de los Candelas en la lucha
fratricida de 1900.
Cuando terminó ese conflicto algunos combatientes liberales hicieron
abiertos en el Alto del Rey, cambiaron
el fusil por el hacha, la lanza por el azadón, y tachonaron de maizales esos
baldíos ubérrimos, que estaban desiertos desde la desaparición de los indígenas zitarabiraes y tatamaes
En esas lejanías encontraron cobijo
varios desplazados de Pácora; por allá
llegó de primero José Miguel Ceballos
buscando guacas y tierra; en un paraje
cerca del Alto del Rey, sobre el camino de las Ansermas, Miguel Ceballos
levantó un rancho pajizo, plantó una roza y montó una fonda que distinguió con
el nombre de San Roque. El entable, en verdad, era más una pretensión que una
realidad: el surtido eran velas de cebo y jabón de tierra, algunas agujas de
arria y rollos de cabuya, linimentos en
cucuruchos, otros de cominos y un barril de forcha.
La fonda de San Roque con un piso al lado del camino y dos pisos hacia el
solar, se balanceaba en el puro espinazo de la serranía. allí paraba la neblina
del Valle del Risaralda y los labriegos
venidos de San Bartolo, que poco a poco
se instalaron no lejos de la querencia de Miguel Ceballos: a seis
cuadras de distancia Cesáreo Agudelo
construyó la casa, más allá tumbó monte Juan Montoya, y en las faldas hacia el
Cauca se ubicaron las familias de Alejandro Murillo, Esnoraldo Valencia, Juan y
Waldo Rojas, Cenón, Jacobo y Julio Ruiz, junto con Juan de Jesús Ospina y Jesús
Gallego, dos campesinos de Caramanta, que ayudaron a domeñar el altozano cordillerano.
LOS BENJUMEA DE SAN BARTOLO
Julián Benjumea se despidió de sus
amigos; enjalmó la mula carateja y una yegua zaina; cargó un bulto de fríjol
cargamanto, otro de maíz, amarró una canasta de bizcochos, acomodó unos corotos
y con las últimas luces de los cocuyos abandonó a San Bartolo.
No es fácil dejar atrás lo que ha costado sudor y se amasó con ilusiones y
recuerdos, pero cuando hay que partir no queda más remedio. Misiá Berta se
santiguó, su esposo Julián echó el último vistazo al rancho donde vio crecer a sus
hijos y en medio de un concierto de ladridos se metió entre los primeros rayos
de la alborada.
La tropilla arrancó falda abajo hacia el cañón del río Cauca; cruzó el paso
de Moná y se adentró en territorio
caucano; adelante iba Juan Bautista y atrás Pedro con un capacho de gallinas;
los muchachos iban felices, era un paseo, era la excursión a un nuevo mundo. La
noche los sorprendió en Supía y otra jornada los encontró en Guática, donde
durmieron en el zaguán de una casa abandonada.
El trayecto fue hosco y difícil y la
esperanza empezó a brotar después de Apía: abajo quedaba el tremedal del Valle
de Risaralda y a medida que avanzaban se iban multiplicando las volutas de humo
de los ranchos de los colonos.
Con los Benjumea viajaba Ceno López con una escopeta de fisto y dos perros
cazadores.
-Dizque por aquí hay tigres cebados – dijo Ceno cuando en la noche prendieron una hoguera para preparar la merienda—
-Y dicen que sale la Patasola y han visto a la Madremonte- agregó Julián
con cara de recelo.
- ¡Que no se metan conmigo, dijo Pedro Benjumea, porque les va filo...!, y sumando al acción a la palabra rastrilló el
machete en el suelo y una rastra de chispas se perdió en la oscuridad de la
noche.
LA LLEGADA A SAN ROQUE
Los Benjumea cruzaron el rio San Rafael, pasaron de largo el rancherío
de Santuario y al doblar un recodo de la
estrecha senda de los españoles vieron a
lo lejos la naciente aldea de Soledad adornada al fondo con el majestuoso
nevado del Ruiz. A dos tabacos de distancia se toparon con la fonda de San
Roque y con el final de su camino.
Los Benjumea tumbaron monte y sembraron café, cacao y caña; en 1903 cerca
de la fonda de San Roque doña Leonor Agudelo regaló unos lotes donde peones sin
tierra plantaron ranchos y dieron vida a la aldea del Alto del Rey que en 1921
sería la cabecera municipal de Balboa.
Pedro trabajó como arriero y se convirtió en una leyenda, además de su
fuerza descomunal y su alta estatura era guapo y enamorado. En Balboa aún
recuerdan esta copla:
Cuando
Pedro arriaba mulas
Eran sus
negociaciones
Alzar
naguas de pa’rriba
Y de pa’bajo
calzones.
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