Alfredo
Cardona Tobón
Fuego!,
Fuego!, gritaron los vecinos al escuchar el crepitar de las llamas en el
silencio de la noche en tanto que una espesa humareda se extendía por el
caserío del Resguardo indígena de La Montaña; los habitantes de la aldea en
medio de la confusión y de la algarabía imaginaron que era el diablo que
estaba cobrando cuentas o se trataba de un ataque de indios enemigos, unos agarraron las lanzas y
salieron fuera de los ranchos dispuestos a todo, otros arrastraron a los hijos
pequeños hacia los rastrojos tratando de protegerlos.
José
Vinasco, medio dormido, salió de su
rancho con una macana en la mano y se unió a los vecinos que esperaban lo peor,
pues en esa época de conflictos se
sostenía una guerra con los nativos del Chocó y eran los naturales cristianados
quienes ponían los muertos por España mientras los peninsulares se resguardaban
en Cartago y en Toro.
Cuando
se descartó el ataque enemigo, Vinasco y
los demás habitantes del rancherío se acercaron a la iglesia en llamas y desafiando la candela salvaron unas alafas y los ornamentos del
culto
Al
amanecer del 27 de octubre de 1754, el alcalde Juan Manuel Guapacha inició la remoción de los escombros con algunos
comuneros y la mirada de numerosos curiosos que se congregaron en los
alrededores de las ruinas para observar el desastre; el cura Lorenzo Castrillón
con ceño fruncido analizaba las pérdidas, el sacerdote no
creía que el incendio fuera un caso fortuito, pensaba
que en las causas del desastre se
conjugaban la mala intención y la
incuria de los feligreses.
En ese
momento el cura Castrillón no dijo nada, entró a su casa y esperó que la
comunidad reparara los daños con sus propios recursos, él no movería una mano pues se acrecentaban las sospechas
de que alguien, enemistado con la curia había iniciado el fuego.
Una
semana después del malhadado suceso estaban listas las bases y las paredes de
embutido del nuevo templo. Los parroquianos empezaban a levantar la cumbrera de
la modesta edificación de madera cuando repentinamente se desplomó el techo: las
guaduas y los estantillos cayeron sobre los asustados vecinos que vieron en
este accidente la mano del mismo diablo,
que por ese entonces no era tan amigo de los riosuceños.
El padre
Castrillón oyó el estrépito y salió de la
casa cural a toda velocidad llevándose por delante sillas, perros y muchachos.
Sin preguntar por víctimas, el sacerdote
insultó a heridos y a contusos recriminando la falta de voluntad y el descuido
de la feligresía en la construcción de la iglesia.
En el instante
preciso del desplome de la edificación, el alguacil Valentín Ladino regresaba
con unos listones de cedro para utilizar
en la obra y molesto por la actitud del sacerdote, Ladino recordó al
levita que no podía opinar y menos regañar, ya que todo el trabajo lo había hecho la comunidad
sin que el cura hubiera estado pendiente de la obra y agregó que se callara, pues
ni el sacerdote ni sus esclavos habían movido un dedo en la reconstrucción.
El cura
Castrillón tragó la rabia en silencio, no convenía en ese momento oponerse a
los parroquianos, y con el disgusto vivo
se retiró a sus habitaciones para buscar
el medio de desquitarse de la insolencia
de Ladino.
Todos los
días, al filo de la medianoche, el alcalde de la parcialidad Manuel
Guapacha y el alguacil Valentín
Ladino realizaban una ronda por todo el caserío, luego se
despedían y caminaban solos hasta sus casas para acostarse y descansar de la
jornada. Esa fue la ocasión que vio el cura para cobrarle cuentas a Ladino.
Cuando el
alcalde y el alguacil se despidieron un paje
y los tres esclavos del sacerdote
se escurrieron entre las sombras y esperaron a Valentín en un callejón desierto, entonces lo
arrinconaron y lo ataron y a empujones
lo llevaron a la casa cural. En un descuido Valentín se escapó de los
captores y se guareció en su rancho, donde se creyó a salvo de las
maquinaciones del levita y sus secuaces.
No fue
así, el sacerdote continuó maquinando la
venganza y al amanecer ordenó a los esclavos que entraron al rancho y agarraran
como fuera a Valentín y lo llevaran a su presencia. A los gritos de auxilio de
la mujer y de los hijos del alguacil, se
levantó el alcalde y los demás indios, quienes armados de garrotes decidieron
rescatar a su amigo cuyos lamentos salían de la casa cural y se confundían con
los ladridos de los perros y el canto de los gallos en esa mañana alborotada.
El padre
Castrillón tenía montada su propia inquisición, olvidando que
no estaba en España, ni siquiera en
Cartagena de Indias, sino en medio de los nativos riosuceños que no eran
fáciles de manejar.
-Entréguenos
a Valentín!- gritaron los indígenas
-Jamás!-
contestó el padre- A este pillo le voy a enseñar a respetar la religión!.
Sin que
valieran las protestas de los vecinos, el sacerdote Castrillón continuó
azotando al cautivo y se hicieron más lastimeros los ayes de Valentín; la
montonera no esperó más, la gente
enardecida se abalanzó contra el paje, los esclavos y el doctrinero y los molieron a palos de chonta y verraquillo
El
escándalo llegó a oídos de Don Simón Pablo Moreno de la Cruz, gobernador de las
Cuatro Tenencias de Anserma, Cartago, Toro y Arma quien de inmediato cayó en
cuenta que el cura había creado una situación delicadísima para la corona,
pues no sería raro que la pacifica parcialidad de La Montaña se uniera con las
tribus levantiscas y belicosas del Pacífico para hacer frente a los españoles.
Don Simón,
según consta en el legajo 14, folio 172 del
archivo Nacional, Fondo Caciques e Indios, absolvió a los vecinos de La Montaña
y ordenó el castigo de los cómplices del cura en tanto que el arzobispo de
Popayán amonestaba severamente al cura Castrillón y lo trasladaba con su genio
avinagrado a otra parroquia
.Esta
vez, como en tantas otras los habitantes de Riosucio, Caldas, en Colombia, ganaron la partida contra los desmanes
y los tiranos.
Comentarios
Publicar un comentario