Alfredo Cardona Tobón*
Posiblemente la situación de los indígenas al empezar el siglo XX era más
miserable que en los tiempos de la conquista y de la colonia cuando tenían el
coraje de luchar contra los invasores o la oportunidad de esconderse en las
selvas. Después de siglos de “evangelización” los misioneros habían convertido a
los nativos en peones serviles y los que no se sometieron, los llamados “racionales”, los catalogaron como alimañas
que se podían cazar y asesinar impunemente.
La Madre Laura, en cambio, a la par con el mensaje cristiano, defendió a
los indígenas y los hizo sentir personas; decía que no tenían
que obligarse a cambiar la paruma por el pantalón, su lengua por el
castellano y sacarlos de sus bohíos para alojarlos en casas estrechas.
La Madre Laura no estaba de acuerdo con borrar las tradiciones y costumbres
de los nativos para que adoptaran las de
sus victimarios. ¿Quién no ama su lengua?- preguntaba Laura Montoya- ¿Quién no
quiere las tradiciones de sus antepasados como pedazos de su corazón?”-
Con esa visión, respetando la dignidad de los indígenas, integrándose a su
vida y a sus costumbres, las lauritas se acercaron a los nativos para formarlos
como personas con dignidad y con los derechos
de los demás compatriotas.
LA VIDA DE LAURA MONTOYA UPEGUI
Nació en Jericó, Antioquia, el 26 de mayo de 1874. A los dos años de edad
fanáticos liberales asesinaron a su padre Juan de la Cruz, un comerciante con estudios de medicina y por
entonces personero de la población. Desde entonces empezó el calvario de
Laurita, de su mamá Dolores y los dos hermanos, que sin medios económicos se
acogieron a la caridad de los familiares
en una sociedad de doble cara, con valores solo para exhibir, que reza para
empatar con el pecado y cree que la
caridad es de una sola vía.
Inicialmente doña Lola con sus hijos buscó asilo al lado de los suegros y de allí los arrojaron a la calle como ocurrió igualmente con un tío debido a las
maquinaciones de la malvada abuela paterna. Al fin los acogió el abuelo
materno, un viejo agrio y tosco que nunca le brindó un cariño a la huerfanita.
Doña Dolores fue maestra en pueblos alejados y por esa razón dejó a Laurita
al cuidado de una pariente que le consiguió una beca en un colegio de niñas
ricas y luego la sacó aduciendo que la niña era incapaz de aprender algo útil.
La memoria de Juan de la Cruz vino al rescate de Laurita en la
“Regeneración” nuñista. Los conservadores quisieron hacer justicia al mártir
jericoano en la guerra de 1876 concediendo una beca a su hija menor, que se
graduó con honores en la Normal de Medellín en 1893 y de inmediato fue nombrada
maestra en la población de Amalfi.
En 1897 Leonor Echavarría funda el
colegio “La Inmaculada” en un
caserón frente al Palacio Episcopal de Medellín y llama a su prima Laura para que trabaje con ella. La vecindad y la
virtud de la jovenicita la acercan al arzobispo Pardo a quien confía su deseo
de hacerse carmelita contemplativa. “El Señor la llama a usted a una empresa
distinta aún no fundada”- le dice el alto prelado- y en una visita a la comunidad embera de Guapá, Laura descubre su vocación y se afirma su deseo
de trabajar por los indígenas a quienes considera los más desamparados de los
desamparados.
Por murmuraciones de enemigos gratuitos Laura cierra el colegio y continúa
de maestra en escuelas remotas, pero su deseo de evangelizar y trabajar con los
nativos siguen ardiendo en su corazón y un día
de 1911, con el apoyo de monseñor Maximiliano Crespo, se dirige a
Dabeiba con cinco compañeras de aventura y se enfrenta a la labor quijotesca de
arrancar a los indígenas que deambulan por las selvas del Urabá de la miseria
física, espiritual e intelectual
UNA LABOR INCREÍBLE
Soportando hambre, pobreza e incomprensiones, Laura y sus compañeras
siguieron adelante con la labor misionera, viviendo en chozas miserables,
aprendiendo el dialecto y empampándose de los mitos y creencias de los nativos. A los dos
meses de estar en Dabeiba, el obispo Crespo les aconsejó que crearan una congregación religiosa y entonces nacen las misioneras de la Inmaculada y Santa
Catalina de Siena, que extienden su labor a las comunidades negras de Uré y a
las selvas del Sarare. Posteriormente las lauritas,
como cabras montaraces, se internan en las regiones de los indios cunas, guajiros, arhuacos. motilones, sálivas y
cubeos en territorio colombiano y continúan con su misión en 19 países de
América, Africa y Europa con 90 casas y 467 religiosas.
En 1934 el presidente Santos condecora a la Madre Laura con la Cruz de
Boyacá, honor por demás muy merecido, que comparte con todas sus compañeras.
Las dolencias, la fatiga y la pesadez de su cuerpo ataron a la madre Laura a una silla durante
nueve años; después de una penosa agonía la religiosa entregó su alma al
Creador el 21 de octubre de 1949 en la
ciudad de Medellín, a la edad de 75 años. En el año 2003 el Papa Juan Pablo II
beatificó a la Madre Laura y comprobados milagros han dado el aval para que el Papa
Benedicto XVI lleve a los altares a esta antioqueña que será la primera santa
colombiana.
LOS FRUTOS DE UNA MISIONERA
Es muy variada la labor de las “lauritas”:
en el Vicariato Apostólico de Machique en Ecuador, por ejemplo, asesoran
proyectos de salud y educación; en Panamá trabajan con la comunidad Ngbe Buglé
apoyando prioritariamente a la mujer, doblemente estigmatizada por ser mujer
entre su tribu y por ser indígena por los panameños. En el Perú las misioneras
de la madre Laura son promotoras de salud en medicina natura; en el Instituto de Wijint de ese país,
atienden la educación de 200 jóvenes y desarrollan proyectos con paneles
solares e insecticidas naturales. Las lauritas son misioneras, trabajadoras
sociales, defensoras de los indígenas a tal punto, que pese a su pobreza
recaudan fondos para sostener líderes indígenas en colegios y universidades.
La Madre Laura fue una escritora amena y prolífica; publicó 23 libros sobre
diversos temas y dirigió 2814 cartas a los prelados y a otros personajes que
tuvieron que ver con su misión. Siguiendo el ejemplo de la fundadora, varias lauritas
se han distinguido en diversos campos,
entre ellas está la venerable Isabelita Tejada que con su guitarra y su bella
voz se acercó a los catios y a los negros de Urá; Alicia Arango publicó mitos y
leyendas de los catios y una gramática catía y la hermana Estefanía Martín
escribió una cartilla en quechua y estudió la
genealogía de los indios de Dabeiba.
Como toda obra importante, el trabajo de las lauritas tiene sus detractores, que no alcanzan a opacar lo que han
realizado las misioneras al arrancar
comunidades de la ignorancia y de la
miseria y apoyar a los líderes negros e indígenas, que con títulos
profesionales y estudios avanzados están defendiendo a sus hermanos de raza.
La antioqueña que hizo patria
Perfil de
Laura Montoya, declarada beata en el 2004 por su intercesión en un milagro.
Por: JOSÉ ALBERTO MOJICA
11 de mayo de 2013
Cuando era una niña, Laura
Montoya odiaba rezar. Contaba que a los tres años ya repetía oraciones,
letanías y responsos, haciendo gala de una memoria prodigiosa. Su devota madre
se ufanaba de su pequeña rezandera y la ponía a recitar el rosario ante las
visitas; ella obedecía, pero gruñendo. Años después, cuando anidó a Dios en su
corazón, lloró sus ojos al saberse tan ingrata ante los asuntos sagrados.
Una noche, pegada a las
pepitas de la camándula, le preguntó a Dolores, su madre:
–¿Quién es ese señor Clímaco
Uribe por el que rezamos todas las noches con tanta devoción?
–Ese fue el que mató a su padre. Debemos amarlo porque es preciso amar a los enemigos, porque ellos nos acercan a Dios, haciéndonos sufrir, le contestó.
–Ese fue el que mató a su padre. Debemos amarlo porque es preciso amar a los enemigos, porque ellos nos acercan a Dios, haciéndonos sufrir, le contestó.
Desde entonces –narró en su
autobiografía– aprendió que debía amar a sus enemigos, que no fueron pocos ni
mansos.
Al padre de la santa paisa,
Juan de la Cruz Montoya, conservador hasta los tuétanos, comerciante con
estudios de medicina y personero de Jericó –la tierra donde nació Laura–, lo
mataron en una contienda con los liberales. La viuda, con tres muchachitos
–Laura era la segunda–, perdió la vivienda y tuvo que salir de Jericó. Pasaron
hambre y necesidades. A Laura la dejó donde el abuelo, y en cualquier casa
donde la recibieran, porque una mujer sola, pobre y sin trabajo no podía
responder por tres hijos. Solo la veía de vez en cuando, y aunque entonces
Laura no lo comprendía, le insistía en que era una privilegiada hija de Dios. (Lea
también: Tres milagros y una cama bendita).
Tenía apenas tres años cuando
empezó su peregrinaje de arrimada. Creció con amargura en el alma, sintiendo
que nadie la quería, ni siquiera su mamá. Además, se sentía fea y torpe.
“Laura Montoya es el reflejo
de una gran mayoría de colombianas: víctima de la violencia, desterrada y
pobre, pero dueña de una fe a prueba de todo y echada para adelante”, así la
describe Ayda Orobio, madre superiora de la comunidad de Misioneras de María
Inmaculada y Santa Catalina de Siena, o de las lauritas, como les dicen.
A los 16 años, Laura –sigue Orobio– se ganó un cupo en la Normal de Medellín para convertirse en profesora y así poder sostener a su familia. Ostentaba un cúmulo de conocimientos, pese a que nunca había ido a una escuela; siempre fue una autodidacta. (Vea una galería sobre la vida de la madre Laura).
A los 16 años, Laura –sigue Orobio– se ganó un cupo en la Normal de Medellín para convertirse en profesora y así poder sostener a su familia. Ostentaba un cúmulo de conocimientos, pese a que nunca había ido a una escuela; siempre fue una autodidacta. (Vea una galería sobre la vida de la madre Laura).
Empezó a conocerse como la
señorita Laura, gran formadora de las niñas y jovencitas de las familias más
acomodadas de Medellín, a quienes les inculcaba, además de una educación
rigurosa, la buena moral y el amor a Dios.
Quiso ser carmelita descalza, pero nunca logró un cupo en el convento del Carmelo, en Medellín, pues debía esperar a que se muriera alguna religiosa allí enclaustrada, y eso nunca se dio.
Quiso ser carmelita descalza, pero nunca logró un cupo en el convento del Carmelo, en Medellín, pues debía esperar a que se muriera alguna religiosa allí enclaustrada, y eso nunca se dio.
Su vida cambió en una
excursión que hizo a Guapá, un asentamiento indígena ubicado en el antiguo
Chocó (hoy, Risaralda). Allí, de la mano del padre Ezequiel Pérez, conoció la
realidad de los indígenas: olvidados por el Estado y la Iglesia, explotados y
creyéndose sin alma. (Lea
también: La religiosa en sus propias palabras).
“Laura se preguntaba: ¿Cómo es
posible que esas personas, que fueron las primeras pobladoras de estas tierras,
que son tan ciudadanos como los demás, vivan de esa manera tan cruel?”. La que
habla es Estefanía Martínez, de 90 años, una de las pocas hermanas que
conocieron en vida a la madre Laura y quien atestiguó sus últimos días. La vio,
en una larga y penosa agonía, cuando murió el 21 de octubre de 1949, a los 74
años, víctima de una alteración del sistema linfático. Laura pesaba unos 170
kilos, pero no por ser glotona. De hecho, pasaba días enteros de ayuno y
penitencia, sin probar bocado. Aunque no está documentado, se estima que
padecía un desorden hormonal que la hacía subir de peso; problema de tiroides,
tal vez. (Conozca
los santos latinoamericanos).
Defensora
de los indígenas
Desde que conoció a los
indígenas, sigue Martínez, se convirtieron en su obsesión, o mejor, en su
llaga. Fue por eso por lo que, a los 40 años, decidió embarcarse en lo que
parecía una locura: meterse en el monte a evangelizar y a ayudar a los nativos.
Lo hizo con un permiso de la Iglesia, sin ser religiosa aún, acompañada por su
madre, de más de 70 años, y por seis amigas, sus escuderas, que la seguían con
fe ciega.
¡Locas! Así les gritaban
cuando iban saliendo desde Medellín rumbo a Dabeiba (occidente de Antioquia), a
lomo de mula, con dos peones que las custodiaban, en un viaje de 10 días. Al
llegar a Dabeiba –comenta Martínez– fue rechazada vilmente por todo el pueblo.
Pensaban que ella y sus discípulas iban a quedarse con las tierras y a
conseguir marido. Ni los indígenas la querían, y menos los gamonales y
terratenientes de la región. Hasta la propia Iglesia a la que proclamaba se
interpuso ante su iniciativa. “En esa época era inadmisible que una mujer
hiciera algo tan intrépido como irse para la selva a vivir con los indios”,
agrega Martínez. Además, llamaba la atención que una mujer, sin ostentar una
credencial religiosa, pregonara el evangelio.
Poco a poco empezó a ganarse
el respeto y el afecto de la gente, sobre todo de los indígenas. “La madre
Laura entendió y defendió la diversidad, reconoció al otro ser, que también
tiene cualidades y valores, formado desde la naturaleza y no desde la academia
o la modernización. Les demostró a todas esas personas que categorizaban a los
indígenas como seres salvajes que estaban equivocados”, dice José Leonardo
Domicó, líder de la comunidad embera-katío asentada en Dabeiba.
Laura –añade Domicó– no solo
les inculcó el valor de la educación –a los más destacados se los llevaba a
estudiar a colegios y universidades de Medellín–, sino que luchó por el
reconocimiento de sus tierras y por la garantía de sus derechos humanos. “Fue
nuestra gran activista, la persona blanca que más ha luchado por nosotros.
Además, nos evangelizó sin pretender arrancarnos nuestras costumbres
ancestrales”, agrega el líder.
Allí, en Dabeiba, en 1914, se
convirtió en fundadora de su propia comunidad religiosa, que hoy está
conformada por mil misioneras, que les ayudan a los más desvalidos de Colombia
y de otros 20 países. “La madre Laura no es una santa milagrera. Fue una mujer
que revolucionó la historia del país, y que cambió el papel de la mujer en la
sociedad. Ella es mucho más que una monjita que hace milagros desde el cielo”,
dice la hermana Amparo de Jesús Álvarez, una de sus discípulas. Y lo dice sin
pretender ser desagradecida, pues es hija de la mujer cuyo testimonio de
sanación fue aprobado por Juan Pablo II para la beatificación, en abril del
2004. Herminia, su madre, tenía cáncer de estómago y se curó sin ninguna
explicación médica, después de encomendarse a ella.
Más tarde vendría el milagro
clave para la canonización, el del médico antioqueño Carlos Eduardo Restrepo,
quien en su lecho de muerte, ya con los santos óleos encima, con un hueco en el
estómago del tamaño de una naranja –como médico sabía que no tenía cura– le
pidió que lo salvara.
De la madre Laura, la hermana
Esther Hoyos, de 83 años, quien tuvo el privilegio de conocerla, recuerda la
dulzura de su voz, su jovialidad y buen humor, y sus ojos negros profundos.
Cuando la veía –confiesa– sabía que estaba al frente de una santa. Para Hoyos,
los colombianos deben estar muy orgullosos de tener entre los suyos a una
consentida de Dios y a una gran ciudadana. “Ella fue una luz en la selva, una
luz que hizo religión y evangelio, que sembró a Dios, pero que también hizo
patria”.
El libro ‘Habemus santa’, del
periodista de EL TIEMPO José Alberto Mojica, será lanzado la primera semana de
junio por Intermedio Editores.
Jericó
y Medellín, sus santuarios
Los lugares que concentran a
los seguidores de la madre Laura son Jericó y Medellín. El primero es su tierra
natal. Allí está la casa donde nació. Hay una especie de museo donde está la
pila de piedra en la que fue bautizada y una colección de sus libros y fotografías.
En la catedral del municipio hay un monumento y un lienzo en su honor. El
Santuario de la Luz, en Medellín, es todo un complejo religioso en su honor. En
su tumba, los peregrinos se agolpan para pedirle milagros. El sitio más
visitado es el cuarto donde ella murió. Se conservan su cama -se cree que el
que allí se acuesta se cura- y sus pertenencias.
Sus
reliquias en Colombia y el mundo
Obedeciendo a la costumbre de
la Iglesia católica de atesorar reliquias de los santos, la madre Laura fue
exhumada en 1974 para extraerle dos falanges del segundo dedo del pie derecho y
una costilla, la número 11. Una de las falanges se conserva en un relicario de
madera, expuesto al público, en la catedral de Jericó. La segunda, dentro de
otro relicario, está en la Santa Sede, en Roma.
La costilla fue triturada en
múltiples pedazos, que se enviaron a todos los lugares donde hay sedes de la
obra de Laura: Colombia, Haití, República Dominicana, España y República
Democrática del Congo.
JOSÉ ALBERTO MOJICA
enviado especial de EL TIEMPO
enviado especial de EL TIEMPO
Alfredo :
ResponderEliminarQué buen articulo por lo demás veraz y honesto, yo diria aun profundo...Nada que ver con esas reseñas más cercano a lo farandulero y frívolo de las revistas de kiosko y las denominadas revistas prime. Felicitaciones por esta buena y acertada entrada sobre nuestra priemera santa colombiana. Bendiciones desde Quebec...Me permitiré replicar este su articulo en mi blog para complementar mi pequeño y humilde homenaje tambien a la santa. P. Gustavo.
http://gusqui.blogspot.ca
YO QUISIERA QUE ESCRIBIERAN UN LIBRO COMPLETO DE TODA LA VIDA DE LA SANTA LAURA PARA PODER LEERLO POR MEDIO DEL INTERNET SERIA MUY BUENO Y QUE CONTENGA FOTOS A COLOR DESDE SU NIÑEZ HASTA QUE MURIÓ. GRACIAS
ResponderEliminarSi, tienes razón 😁
EliminarSu padre ni fue médico ni fue asesinado. Murió en una de esas tantas guerras civiles del siglo XIX en diciembre de 1876 en defensa de sus creencias de conservador radical enfrentado con las tropas liberales de Clímaco Uribe. Es la guerra.
ResponderEliminarSi seria bueno escribir un libro sobre su vida ...
ResponderEliminar