HISTORIA DE PUEBLO
RICO -RIS-
LA LEYENDA DE ITAURÍ
Alfredo Cardona Tobón
Por las laderas del
Océano Pacífico se desliza un arroyo que va recogiendo torrentes hasta
convertirse en el caudaloso río Tatamá. Con ese nombre se conocen los
imponentes picachos con arcanos
secretos, el río que da sus aguas al San Juan, y el nombre de una tribu guerrera que a principios de la época colonial
enfrentó a los españoles y acabó con la avanzada del conquistador Bueno de
Sancho.
La palabra Tatamá se
encuentra profusamente en la difusa historia de la región del Chamí. En el
siglo XVI los españoles fundaron un caserío en un valle estrecho a orillas del
río Tatamá, atraídos por las riquezas fabulosas que creían sepultadas en las
tumbas y en el fondo de las ciénagas de la región, era un territorio hostil
poblado por nativos que durante dos siglos hicieron frente a los conquistadores
.
La aldea llamada San Antonio del Tatamá vivió de
las explotaciones mineras en un entorno húmedo arropado bajo el palio de enormes arboledas.
Un escrito en la peana de un crucifijo venerado en la iglesia de Pueblo Rico,
Risaralda, confirma la existencia de Tatamá: “Soy donado- decía el
escrito- a esta santa iglesia por D.
Joaquín Álvarez del Pino- Tatamá
1816-“(sic).
A falta de cronistas
que hubieran registrado la existencia de Tatamá, el testimonio descrito es uno
de los tantos que dan cuenta de esa aldea, que sirvió de escala para llegar al
Arrastradero de San Pablo, un istmo
entre los ríos San Juan y el Atrato que enlazaba los océanos Atlántico y
Pacífico.
El ingeniero francés Jorge Brisson y otros exploradores hablan de San Antonio de Tatamá y también se registra Tatamá en las anotaciones de los religiosos franciscanos. El poblado vegetó durante siglos y a mediados del XIX desapareció al incendiarse el poblado en una de las guerras civiles que sacudieron la región.
Con la llegada de los antioqueños se
perdieron la historia y las leyendas del
territorio aledaño al río Tatamá; sin embargo el padre Marco Antonio Tobón
Tobón, cura de Pueblo Rico , alcanzó a recoger algunos testimonios de los
antiguos habitantes de la zona antes que
los paisas y los religiosos católicos contaminaran la cultura de los negros
y los nativos .Unos ancianos chamíes
dijeron al padre Marco Antonio Tobón que mucho tiempo atrás, cuando se obedecía
al rey y los indígenas creían que los blancos iban y venían del cielo, los
brujos y jaibanás vieron en el humo de las hogueras señales de un peligro
inminente.
Ante tales circunstancias los vecinos de la
aldea de Tatamá se atemorizaron con los torrentosos aguaceros y los vientos que
venían del océano llenando de pánico a
los vecinos, al igual que el rugido de las fieras, los rayos y las cerradas
sombras de la selva.
Los meses pasaron sin que se presentara alguna
tragedia; pero una tarde neblinosa, estando descuidados y tranquilos los
blancos españoles, los esclavos negros y los indios catequizados se escuchó la
algarabía de centenares de indígenas feroces que en alud incontenible se
abalanzaron sobre la aldea como una manga de langosta destruyendo todo a su
paso.
La mortandad fue
espantosa y mientras los españoles echaban mano a sus armas para defenderse,
los esclavos se internaron en los montes y los nativos catequizados que servían
a los blancos abandonaron el caserío en estampida. De improviso, en la misma
forma como llegaron, los salvajes zitarabiráes acallaron sus gritos y se
perdieron entre el follaje. En medio de
la confusión y la algazara uno de los nativos que servían en la misión, entró a
la capilla a pedir auxilio a los santos. Al ver la imagen de San Antonio el
nativo olvidó el peligro, bajó la imagen de su pedestal y con ella a cuestas
cruzó en medio de los salvajes que no lo vieron pasar, y corrió y corrió hasta
una cueva en lo más profundo de la montaña donde cubrió a San Antonio con hojas de palma y
hojarasca.
Pasaron los meses,
poco a poco el viento y el agua descubrieron la cara y las manos de la imagen
que con su lividez parecía un ser de ultramundo en medio de las rocas; de día
reflejaba los rayos del sol y en las noches los rayos de la luna destellaban
como salidos de una aterradora visión.
La noticia de la
aparición de un fantasma por los rumbos de Tatamá, corrió por la región sin que
nadie osara acercarse a la cueva que desde
entonces se convirtió al sitio que llamaron
Etaurí o cueva del demonio.
Años más tarde el indio que escondió la imagen
de San Antonio quiso rescatarla y a escondidas de los brujos de su tribu en una
noche cerrada fijó rumbo hacia Etaurï¸ con sigilo quitó el musgo y la lama, envolvió el santo en un costal y con enormes
precauciones lo entregó a su amo español, quien después de organizarlo lo llevó a la iglesia de San Juan del Chamí, donde la veneraron
hasta que el comején y la humedad acabaron con San Antonio..
El paraje de Etaurí,
llamado Itauírí por los paisas es hoy un plan cubierto de guaduales y montes
seculares sin rastros de la fundación española. Según narra el padre Marco
Antonio Tobón en sus “Bosquejos”, en el año 1923 aún se veían tramos de calles
empedradas al igual que cimientos del
antiguo asentamiento junto con algunos naranjos y limoneros, vestigios de la
antigua aldea.
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