SEBASTIAN DE BELALCAZAR AL SUELO

  


“Otra vez don Sebastián de Belalcazar”


(Por Víctor Paz Otero)

 

 


“Sebastián Moyano, mucho más conocido como Sebastián de Belalcázar, según cuentan algunas crónicas, parece que hubo de nacer en el año de 1478. También en esas crónicas se narra este curioso episodio: Que el haber venido al mundo lo hizo en un parto de trillizos. Solo él sobrevivió, quizá para que la Divina Providencia le permitiese realizar el sagrado y sanguinario destino al que estaba predestinado.

Su infancia aconteció entre cerdos y ese fue su oficio en sus primeros años: cuidarlos y engordarlos, ya que era el patrimonio casi único con el cual su familia reproducía y perpetuaba su miseria en aquellos tiempos duros. Por supuesto, nunca tuvo escuela y su ignorancia siempre fue tan desmesurada como su posterior codicia. También el patrimonio familiar lo ajustaba un burro, melancólico y mañoso. Y sucedió una vez, que el padre envió al hijo a una diligencia en compañía del burro. El burro se atascó en un pantano. El iracundo Sebastián, montando en cólera y no en el burro, tomó un garrote y a garrotazo limpio dio muerte al susodicho burro. Y como si fuese un Caín a la española, reflexionó que no podría volver al paterno hogar, con aquella catastrófica noticia que amplificaría la miseria para todos. Para no afrontar la peligrosa eventualidad del encuentro con el furioso padre, que imaginó que a él lo molería a palos por haber sacrificado al burro, decidió no retornar nunca hasta su lar nativo. Vislumbro su porvenir incierto en la lejana y relativamente recién descubierta América. Era el año de 1514. Presumiblemente fue en Sevilla donde buscó navío y oficio de soldado raso para dar inicio a su alocada aventura en el nuevo y asombroso mundo.

Siendo ya soldado saco a relucir valor, mucha codicia y deseo frenético de enfrentar cualquier riesgo que le saliese al paso. Estuvo inicialmente en Santo Domingo y por sus argucias, sus astucias y sus crueldades se le nombró capitán al mando de alguna tropa. Conoció y se le unió a Balboa y con él exploró el Darién y los verdes y húmedos territorios pertenecientes a la insolencia de la mar pacífica. Muchos sufrimientos y padecimientos acabaron por fortalecer su cuerpo y por oscurecerle el alma. Balboa le facilitó algunos furiosos perros, que le serían muy útiles en el arte siniestro de perseguir y destrozar indígenas. En estas alucinantes excursiones de navegar el mar y escudriñar las selvas, hubo de toparse con los futuros conquistadores y depredadores del aún desconocido imperio de los Incas. Se unió a ellos y marchó con ellos. Meses antes de este encuentro con los Pizarros y los Almagros, obedeciendo órdenes de Pedrarias, quien había sido compañero del conquistador Fernández de Córdoba, estuvo de exploración en tierras caribes, las que hoy son Nicaragua. Ahí fundaron la ciudad de León y Sebastián fue nombrado alcalde de la misma. Pero abandonó estos oficios sedentarios para los cuales carecía de cualquier talento y hechizado por la posibilidad de nuevas e intrépidas aventuras, llegado a Panamá se incorporó a la expedición de Pizarro que los llevaría a la más demencial e inimaginable hazaña que se pudiese concebir: Conquistar, con muy pocos hombres, un imperio misterioso y deslumbrante desplegado entre la soberbia verde de montañas descomunales que provocaban el vértigo y confundían el entendimiento.

En habiendo llegado a esos territorios que les agigantó el asombro, se dio inicio a esa estremecedora epopeya de la rapiña y del descuartizamiento, que terminó casi con el exterminio y el sometimiento de unos seres que pertenecían a otro tiempo histórico y a otras formas y a otros lenguajes para comprender los enigmas de todo lo viviente.

Ahí Sebastián hizo gala de sus virtudes de civilizador”: asesinó, torturó, derribó ídolos y estatuas, violó, copuló, atropelló, exterminó, en fin él, como todos los demás compañeros de faena, participaron con frenesí agresivo en aquella orgia de sangre y muerte con la cual la cultura occidental y cristiana inauguró el proceso de integrarnos al universo y a los códigos de su equívoca sabiduría.

Pero no para ser solo alcalde de una aldea mezquina, se creía nacido don Sebastián Moyano, el criador de cerdos y matador de burros. Dilatada su codicia, dilató también sus ambiciones. Se enemistó con Almagros y Pizarros, que igualmente terminaron matándose entre ellos. Decidió formar “rancho aparte”.

Del fabuloso botín arrancado a los atónitos Incas, una buena tajada debió corresponderle.

Organizó y comprometió a sus más fieros secuaces, Ampudia y Añasco entre otros, para que lo secundasen en una nueva expedición de rapiñas y exterminios, que debería avanzar hacia el norte. Reclutó, a punta de látigo y amenazas de sus perros insaciables, una masa apreciable de indígenas, para que como bestias de cargas le transportasen los siniestros instrumentos de la guerra y de la muerte.

Parece que algún ingenuo indígena le refirió la supuesta y difusa leyenda del DORADO. Apresuró la marcha. Se vino en plan de fundar “ciudades”. Un día divisó un valle de esplendidos y policromos matices, pero que nunca ha sido, ni será feliz y le dio dizque por fundar a Popayán” (Víctor Paz Otero, “El Nuevo Liberal”, 18.06.2021).

 

 

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