LA BELLA Y LAS MEMORIAS DE FABIO BETANCUR

Alfredo Cardona Tobón



Alfredo Cardona Tobón

La vida es como un círculo que  se cierra donde empezó la existencia, parece que una fuerza misteriosa nos lleva a deshacer los pasos y a revivir los episodios pasados, libres de los afanes  pretéritos y de las ataduras de otros tiempos, por eso el ingeniero Fabio Betancur Cardona después de trasegar por muchos rumbos, regresó  su querencia y se asentó en la casa que vio sus primeros pasos.

En busca de la historia de La Bella, una tarde lluviosa llegué con mi esposa Edith Angélica  al pequeño poblado; atrás habíamos dejado los cafetales de Mundo Nuevo y el rancherío negro de La Chuspa; y guiados por  Cesáreo Gutiérrez, Juez de Paz del Corregimiento, nos detuvimos en una pequeña meseta con una calle pavimentada bordeada de hermosas viviendas, un moderno  centro administrativo, la capilla, el campo deportivo y como  telón de fondo el verde  tapiz de los cebollales.

En el corredor de la amplia casona de sus mayores nos  esperaba Fabio Betancur Cardona, quien a la vera del antiguo camino de los  indios quimbayas, de los coraceros españoles y  de los colonos paisas, empezó a desgranar recuerdos mientras el humo de un aromoso tinto jugaba con la niebla que se escurría por los barandales.

Con las palabras revivieron las letras en la escuelita de bancos de cedro, volvieron a la memoria los recuerdos de los compañeritos con calzones remendados y vino nuevamente  la primera despedida de la casa paterna, cuando Fabio Betancur cortó las amarras con los surcos de La Bella y salió a conquistar el mundo, no al sonido de  tambores y clarines, sino al repique de los cascos de las mulas sobre el trillado camino hacia Pereira.

Han pasado muchos años y en el corazón de Fabio Betancur siguen vivas las “saudades”  de ese tiempo y las lágrimas del “peladito” mojando el  anca del caballo pecoso mientras la tierna sonrisa de la abuela Ernestina  daba fuerza a su nieto que dejaba los potreros y los cebollales y se dirigía a la ciudad a cursar los estudios de bachillerato en el   Deogracias Cardona.

 UN CASERÌO CON OLOR A SANCOCHO
La aldea  de La Bella está en una estribación  de la cordillera central de los Andes;  es un pueblito nuevo con  crónicas muy viejas que hablan de poporos, de sendas envolatadas en los rastrojos y de empresarios que acumularon tierras sin oficio hasta que los colonos sin tierra obligaron al  paquidérmico  Estado colombiano  a “Incorarlas”  para entregarlas  a los campesinos


 En La Bella no hubo repartición de tierras como en las orillas del río Otún,  en Segovia ( Marsella), en Santa Rosa de Cabal  y en Condina. Toda esta montaña fue baldía- dice Fabio Betancur- hasta que  entraron los empresarios con peones contratados en el sur de Antioquia para echar el  monte abajo, prenderle candela y montar vastas haciendas.

LOS ANCESTROS DE LA BELLA

En 1903, terminada la  guerra de los Mil Días, apareció en La Bella  el labriego Félix Cardona con unos  chiros en un costal, un muchachito caminador y su esposa Rita Franco. Félix venía a pie y  Rita Franco y su pequeño hijo venían montados en una yegua preñada.

Un potrillo pateaba en el vientre  de la bestia y dentro de  Rita estaba pidiendo pista un  muchachito, que al igual que el potro, no veía la hora de  llenarse los pulmones con el  aire fresco y puro de La Bella.

Félix Cardona  se había hastiado de los pegujales antioqueños y de la persecución desatada por los  clericales después de la guerra de los Mil Días;  por eso buscó cobijo  en la hacienda Bulgaria de los Marulanda. No fue de los primeros en llegar a los abiertos de La Bella, allí estaban los  Posada, los Hurtado, los Betancur y otros labriegos que como Félix Cardona llegaron a esas soledades en busca de trabajo y tranquilidad.

El crecimiento de la   aldea de La  Bella ha sido muy  lento; en 1940 había quince casas desperdigadas en la vecindad; y apenas a mediados del siglo XX, con la llegada de labriegos de La Florida y del Tolima, se multiplicaron los cultivos y se levantaron nuevas viviendas  en medio de las fumaradas amoniacales de la gallinaza, empleada como abono de los cebollales y entre nubes de moscas atraídas por la materia orgánica en descomposición.
      
El abuelo Félix tuvo once hijos - anota Fabio Betancur- mientras el  delicioso olor a sancocho se desprendía del restaurante vecino-  fueron  ocho hombres y tres mujeres, entre ellas mi mamá Ernestina-

Cuando mamá  Ernestina- agrega Fabio- llegó a la  edad de contraer matrimonio,  encontró su príncipe azul encarnado en Gonzalo Betancur, un labriego del sur de Antioquia cuya familia se había instalado en el caserío de La Bella.  Gonzalo, además de trabajador incansable y honrado, era músico… y a punta de violín conquistó  el corazón de Ernestina, embriagada de amor con las serenatas bajo el cielo emparamado de La Bella con su concierto de grillos y el cobijo de la luna y las  estrellas.

A mediados del siglo pasado Gonzalo compró una parcela y levantó casa al pie del camino transformado por el tiempo: Las haciendas grandes habían desaparecido,  las tierra de los Marulanda pasaron a otras manos; y como había sucedido en la guerra de los Mil Días, llegó una oleada de exilados de la Antioquia Grande y del Tolima, entre ellos los Aguirre,  Jesús Posada y Luis Ospina.

Los potreros dieron  paso a las hortalizas, los  caporales de la vieja arriería se convirtieron en choferes de yipes y el repique de las mulas se transformó en el derrape de las llantas sobre la gravilla de la carretera.

 CUANDO EL   PÁJARO VERDE CANTÓ EN LA BELLA

 En un rincón de su casa, Fabio Betancur Cardona conserva el armario de la abuela María Rita, el violín del abuelo Gonzalo y hermosas fotografías de la familia, la antigua vivienda es un santuario de recuerdos donde el tiempo se paraliza y las horas pasan sin sentirse.

Gotas como perdigones empezaron a  caer sobre los techos  de La Bella y una neblina espesa arropó al caserío..

-       -¡ Qué te parece Alfredo, que aquí en La Bella  el “Pájaro Verde”  encontró al guapo que le bajó los humos?- Agregó Fabio Betancur..
-        

-       Arranque a contar doctor- le dije a Fabio- apurando el último sorbo de  café, en tanto encendía de nuevo la grabadora.

 
Debió ser una tarde lluviosa como esta-  empezó  a decir  Fabio Betancur, acomodando la gorra y sacando pecho.-.  Mi abuelo Gonzalo Cardona regresaba del trabajo y la tormenta lo hizo refugiar en la fonda de  Jesús Posada.  Allá en la penumbra, al pie del mostrador vio a un forastero con una botella de aguardiente.

-       Siga mi  don -dijo el desconocido a mi abuelo- Venga y tómese un trago.

Como la lluvia arreció y no podían salir sin empaparse, apuraron uno, dos y muchos tragos, en medio de los brindis y  los pasantes el recién llegado confesó  que había sido policía y venía de  Tuluá a  terminar un “trabajito”.

 El forastero cargaba una peinilla larga y un revolver en el cinto; por su apariencia  era indudablemente  uno de esos  “pájaros” que estaban asolando al Valle y al Viejo Caldas con la tolerancia  del gobierno de turno, pero en esos momentos era un sujeto cordial, dicharachero y amigo de todo el mundo.

La vitrola  molía tangos y milongas y José Vicente Mesa, que así dijo llamarse el fulano de cara roñosa, pidió otra botella de aguardiente y apuró más copas hasta que  el trago se le subió a la cabeza y alzó la voz para que todos los presentes lo oyeran:

- Es una lástima-gritó a todo taco- que aquí no haya un macho que revolee en cuadro y me haga frente.

Los  presentes se paralizaron de miedo,  Cupertino Restrepo  se escondió tras unos bultos de maíz y Rosendo Arango se escabulló en medio del aguacero.

Gonzalo se levantó del taburete de baqueta y  pausadamente  como quien no quiere la cosa le contestó:

-Pues si usted quiere  mi don, podemos hacer el ensayo- . Va filo o va plan… como usted lo  quiera-  Y Gonzalo Cardona tan asentado y tan tranquilo desenfundó el  machete,  hizo lo mismo el desconocido, y sin más preámbulos y sin decirse una sola palabra se trenzó el combate.

Voló filo y voló plan  y ninguno de los contendientes se hizo un rasguño. La pelea era pareja: se vieron las veintiún paradas, saltaron chispas y pedazos de madera hasta que  José Vicente Mesa, con la lengua afuera por el esfuerzo, bajó e machete  y  tendió la mano a Gonzalo Cardona.

-       Dejémonos de vainas- le dijo-  vos sos todo un verraco-

Jesús Posada salió de debajo del mostrador y los macheteros  salieron  abrazados de la tienda con rumbo a la casa de Gonzalo  donde los esperaba un opíparo plato de fríjoles con chicharrones. Esa noche  el extraño visitante  durmió plácidamente en un rincón de la casa, al lado de unas enjalmas; al amanecer  doña Ernestina sirvió un desayuno trancado y el desconocido, tras dar las gracias a los anfitriones, se perdió por  el camino que  llevaba a La Florida

 Años después, por un recorte de prensa se supo que el tal José Vicente Mesa era el mismo “Pájaro Verde” del Valle, un cruel sicario de la cuerda del tenebroso Jesús María Lozano ,alias “ El Cóndor”.

 

Comentarios