A PABLO TOBÓN VARGAS
Edith Angélica
Bustos Cremieux
Tus ojos se
cerraron para siempre el 27 de noviembre de 1984. Y mientras tu
cuerpo volvía a la tierra, tu alma rondaba sin darse cuenta de lo
que ocurría alrededor, pues estaba muy ocupada buscando un resquicio
para colarse al cielo.
El entierro de Pablo
Tobón Vargas no fue un acto multitudinario. Asistieron algunos
amigos, unos pocos familiares y curiosos que fueron porque no tenían
otra cosa que hacer en ese pueblo aletargado y soñoliento.
Eso sí, allí
estaban los viejos camaradas, los que se reunían contigo en el Café
Lux de Cachaco a jugar cartas o dominó y a libar aguardiente
amarillo; vi lágrimas en sus envejecidos ojos y se adivinaba el
dolor atravesado en las gargantas de los galleros que como tu, junto
con pitas y espuelas guardaban los recuerdos del gallo saraviado, del
gallo canelo, del gallo giro… que murieron sin recular un tris
como tantos quinchieños.
A algunos el paso
de los años les impidió aventurarse por el largo y tortuoso
camino al cementerio, te acompañaron con la mirada hasta que el
cortejo funerario se perdió a la distancia, te siguieron con el
corazón hasta la tumba; otros hicieron el viaje a pie, despacio,
detrás del féretro, remascando los recuerdos como los de
aquellos domingos, cuando en loca carrera desbocabas el caballo y lo
hacías rastrillar en las calles empedradas, desafiando e
hijueputiando a la caterva violenta que desde el año 1949 se había
apoderado del pueblo.
Muy pocos de tu
propia sangre te dieron la despedida, entre ellos Hugo Tobón Duque,
el sobrino que te aseguró una vejez tranquila y respetó tu
voluntad de morir en la aldea que quisiste fuera tu sepulcro, fue
Hugo quien te dio el último adios, porque quienes engendraste no
tuvieron la gracia divina de la Misericordia y el Perdón para un
viejo solitario.
Mientras el
sepulturero te iba aislando del mundo ladrillo a ladrillo,
palustrada por palustrada el viento corría hacia la base del cerro
Gobia y los recuerdos de quienes te conocieron sobreaguaron en
medio del silencio del camposanto. Recordaron la noche del 28 de
marzo de 1948 cuando entraron por primera vez los violentos a
Quinchía y un disparo de fusil te atravesó una pierna. Y
recordaron como dos años después un detective de la POPOL del
régimen te reventó un ojo a golpes de pistola.
Al final le ganaste
la partida al aguardiente y seguiste frecuentando el Café Lux donde
te reunías con los camaradas de otros tiempos para hablar de tus
aventuras por las tierras frias de Riosucio, de la desaparecida aldea
de El Rosario, del cura Marco Antonio Tobón y tus escapes de la
muerte, como aquella vez que creyéndote el Llanero Solitario,
obligaste a tu yegua a saltar sobre un auto en movimiento. El
pobre animal agonizó durante varios días hasta que manos
caritativas hicieron cesar su tormento y las oraciones de tus amigos
llegaron tan alto que el Creador te conservó la vida.
Una vez dijiste,
Pablo, que cuando dejaras esta vida lo harías sin importunar a
nadie y le pediste a Hugo que no invitara a dolientes y conocidos al
entierro. Sabías con la sabiduría de arriero, que a los
cementerios va la gente por obligación y por compromiso. Sabías,
tambien, que para muchos era un paseo, donde solo faltaba el
fiambre o la bota con manzanilla; por eso Hugo Tobón, cumpliendo
tu voluntad comunicó a muy pocos la noticia de tu muerte.
El dia de tu regreso
al principio fue un día hermoso. Se veía el cerro Batero y en el
horizonte se pespuntaban los nevados de la cordillera; Cruz Helena,
la samaritana que atendió tus últimos días entonaba los rezos por
el descanso de tu alma mientras damas caritativas completaban sus
oraciones.
Tu cadáver, Pablo,
quedó cerca de la tumba del abuelo Germán y de la abuela Clotilde
y la bóveda rodeada de cruces anónimas de palo; ya no importaba
que fueras de los tobones de Sabaneta o de los Vargas de Rionegro, ni
pariente lejano del general José María Córdova o hermano de
Horacio, el hombre más rico de Quinchía y sus alrededores.
Tu vida no fue un
dechado de virtudes, al fin y al cabo fuiste arriero, gallero,
gaitanista y amigo del trago y de los juegos; pero fuiste trabajador
incansable, honrado, aunque buscapleitos, mal padre y peor esposo.
En verdad no te mereces una placa, pero no creo que Diosito te cierre las puertas del cielo.
A las tres
campanadas el sepulturero dio por terminado su trabajo. Una bandada
de golondrinas remontó vuelo hacia el Puntelanza y los pocos que en
realidad sentíamos la partida y la ausencia de Pablo Tobón
tomamos el camino de regreso al pueblo.
Atrás dejamos los
despojos terrenos de un hombre que algún día conoció el amor y la
esperanza. Atrás quedaría su recuerdo al igual que el de los
abuelos cuyas lápidas se perdieron en la maleza como se pierde la
gratitud en el corazón de la gente.
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