: EL PROSISTA DE LA ALDEA
Por JOSE MIGUEL ALZATE
No otro título más apropiado podría encontrarse para referirse al maestro Ovidio Rincón Peláez como escritor de excelsas calidades literarias que Prosista de la Aldea. Eso fue, a lo largo de su vida, este periodista de figura espigada que tenía la capacidad intelectual para escribir, en un lenguaje de exquisita facturación literaria, desde un editorial hasta una nota necrológica. Sus prosas sobre el espacio de la infancia, ese Risaralda que llevó cosido al alma, páginas de una belleza exultante, son atisbos románticos sobre el pueblo donde el prosista excelso vivió su juventud, donde descubrió los olores de la naturaleza y donde aprendió las primeras letras. En esas páginas que se publicaron en este periódico quedó la impronta del escritor que canta a su tierra en frases plenas de poesía.
Ovidio Rincón Peláez nació en Anserma el 24 de julio de 1915. Pero a los pocos meses de nacido, sus padres lo llevaron a vivir a Risaralda. Existe una frase, que viene rodando por ahí desde hace mucho tiempo, donde se dice que uno no es de donde nace sino de donde se cría. Esta afirmación podría complementarse con una respuesta que, en “Cien años de soledad”, José Arcadio Buendía le dá a Ursula Iguarán cuando ella le dice que no abandonará el pueblo: “Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra”. Si bien es cierto que el escritor nació en Anserma, es más cierto todavía que no vivió allí ni su infancia ni su juventud. Esta etapa de su vida la vivió en Risaralda. Por lo tanto, el escritor es hijo de Risaralda.
¿Por qué razón debemos llamar a Ovidio Rincón Peláez el prosista de la aldea? Muy sencillo. Nadie como él ha escrito tanto sobre el espacio de su infancia, sobre las gentes de su pueblo, sobre el aire que cada mañana baña el parque. Miguel de Unamuno recreó en su prosa de fino acabado idiomático las costumbres de los pueblos de España. Pero no escribió sobre uno en especial. Al pueblo dónde vino al mundo no dedica muchas páginas. En cambio, Ovidio Rincón Peláez tomó a Risaralda como centro de sus preocupaciones temáticas. No le es ajena a su prosa de encumbrado lirismo ni la tienda de la esquina donde los niños compran dulces, ni el café del parque donde la gente toma tinto después de misa, ni el arriero que llega con sus mulas para descargar el café en la compra de la plaza.
El maestro Ovidio Rincón Peláez fue considerado como uno de los periodistas más completos que ha tenido Colombia. Todo porque era un conocedor de su oficio. Podía armar un periódico o escribirlo completo. Cuando el sistema de impresión era en caliente, se untó de tinta las manos ayudando a armar las páginas en cajas metálicas que se montaban luego en una máquina gigante donde se imprimía el periódico. El linotipo, esa máquina de hierro donde se levantaban los textos, que se alimentaba con barras de plomo que eran fundidas en un crisol, no le era extraño. Si por alguna razón el operador no llegaba, no tenía problemas en sentarse frente al teclado para levantar los textos. Su primera experiencia en un periódico fue, precisamente, como corrector
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Si algo importante dejó como herencia Ovidio Rincón Peláez a los periodistas que buscan con afán la noticia fue su preocupación por la aldea, ese pedazo de tierra que muchos dejan morir en el olvido, donde se empiezan a hacer realidad los sueños. El maestro tuvo ojos para mirar los pequeños detalles que hacen agradable la vida de los pueblos. En un artículo titulado “La aldea alta” recuerda la historia de Marcos Morales, un campesino que llegó a Risaralda procedente de Antioquia, donde era experto en el cultivo del café. Así lo describe: “Manirroto, henchido de fuerza genésica, cuando detenía su paso en una de las cantinas del pueblo embriagaba por su cuenta a los gotereros”. Lo describe como un monarca rural que gustaba de la lectura. Dice que en sus charlas citaba a Aristóteles.
La prosa de Ovidio Rincón Peláez se nutre de la belleza del paisaje. No hay artículo sobre su pueblo que no esté impregnado del aroma de la naturaleza. El viento que besa los árboles, las piedras que están regadas en el camino, el aire que se respira en la calle, las casas de bahareque pintadas de colores vivos, el verde de las montañas que pespuntan en lontananza, los balcones adornados de siemprevivas, la torre de la iglesia con el reloj marcando la hora, son todos elementos que forman parte de ese paisaje que el escritor evoca con nostalgia. El escritor les da vida en su prosa de elevado tono poético. El lenguaje, aquí, cumple el objetivo de exaltar la belleza del poblado.
Adel López Gómez, compañero de generación de Ovidio Rincón Peláez, escribió sobre su estilo literario: “Pocas veces he leído una prosa más limpia, más sobriamente emocionada, más entrañablemente pura, más saturada de un íntimo poder subjetivo y estético. Está trabajada en los materiales y con los elementos mejores de la emoción humana. Tiene esa calidad imponderable de todo lo escrito que una vez leído nos queda resonando como una dulcemente desazonada música interior”. En este concepto queda sintetizada la emoción que se siente al leer una prosa que es cantarina, que fluye transparente como el agua de las quebradas, que tiene el poder de describir con encanto literario el ambiente bucólico de una aldea.
Cuando la Universidad de Caldas le otorgó al maestro el doctorado Honoris Causa en Filosofía y Letras, Otto Morales Benítez leyó un discurso donde exaltó la calidad de la prosa de este eximio caldense. Dijo entonces: “La aldea, en Rincón, es lo que se va destruyendo: la tapia vencida, la ventana que no cierra, el cementerio con sus ramas primitivas, la iglesia que no convoca sino a la muerte. Y las personas que, al regresar, ya no nos reconocen”. Ahí están descritos los temas que amó Ovidio Rincón Peláez, los que motivaron su inspiración como escritor de fina pluma, los que le dieron identidad aldeana a sus famosos “Rincones”, la columna donde vertió toda esa nostalgia por el espacio de su infancia. La suya fue una pluma que rescató para la literatura el bosquejo nostálgico de la aldea.
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