LOS JUECES: PAJES DEL PODER

 

                                                   
                         Andrés Nanclares
 

Una cosa es administrar la justicia y otra administrar la ley. Por estos lares, y por sabido se calla, lo primero ha sido la excepción y lo segundo la regla. Y por este motivo, y por otros que no viene al caso evocar, la labor judicial no ha dejado de ser una actividad peligrosa.

 

El riesgo de ejercer como juez, es todavía más alto en Colombia que en cualquier otro país. Más que cumplir el papel de jueces, los encargados de juzgar las conductas ciudadanas han hecho el rol de auténticos gladiadores. El poder político, aupado por el poder económico tradicional, los ha utilizado como fuerza de choque contra la irrupción de  poderes económicos emergentes. En cada uno de los tramos de la historia, los jueces han tenido que salir al ruedo, con la ley como escudo, a defender bajo diversos pretextos los intereses de las castas que han dominado desde siempre estos territorios.

 

En el país, el coco de los poderes establecidos han sido las mafias. Y mafias ha habido en todas las épocas y de todas las clases y colores. Y para contrarrestar su influencia, o por lo menos para darles a los caprichos de la historia un empujoncito hacia la derecha, los timoneles del Estado se han servido, sin remordimientos ni vergüenzas, del peso y el significado social de la judicatura.

 

En pleno proceso de la Conquista, el afán de los españoles por apropiarse del oro de estas tierras, los llevó a combatir la mafia indígena que tenía bajo su control, desde tiempos inmemoriales, las minas de veta y las de aluvión. Con la disculpa de que convenía a todos la formalización de la explotación de este y otros metales preciosos, los conquistadores se valieron de los llamados jueces de comisión para poner en cintura a los pobladores que se negaban a extraer el oro a través y en beneficio de las encomiendas.

 

Muchos de estos jueces de comisión, cuyas decisiones eran rechazadas por la masa indígena marginal, fueron escupidos, apaleados y atravesados por lanzas envenenadas. Todos ellos murieron convencidos de que la formalización de la extracción del oro, era un valor que merecía ser defendido. Nunca se dieron cuenta de que la verdad era que estaban ofrendando su vida para que los invasores, por la vía de la riqueza material, elevaran su rango social en su país de origen.

 

Años adelante, durante el período de la Colonia, surgieron dos mafias: la de los elaboradores y expendedores de chicha y la de los fabricantes de tabaco. Los dueños de la incipiente industria de la cerveza y de las grandes tabacaleras, le exigieron al poder político sacar del ring a quienes les hacían competencia. Y así ocurrió. Esas dos actividades fueron criminalizadas. Pretexto: que la chicha era la causa del embrutecimiento progresivo de los colombianos y que el consumo del tabaco había propagado el mal de pudre entre la población.

 

Para que se encargara de erradicar estos males, fue catequizado un ejército de jueces de rentas. Convencidos de que le hacían un gran favor a la salud pública, estos funcionarios aplicaron las normas que para el efecto se habían expedido. Y lo hicieron, obvio, a riesgo de perder su vida, puesto que en los archivos consta que muchos de ellos fueron abofeteados, acuchillados y muertos a bala limpia por quienes sentían atropellados sus derechos.

 

Cuando en el país todo era azul; cuando las casas y el aire y los perros y las vacas y los caballos y los pájaros eran azules, según describe al “país de mi padre” el poeta Jaime Jaramillo Escobar (X-504), surgió la mafia de las corbatas rojas. Quienes hacían parte de esta organización, según los regentes de los poderes económicos y políticos del momento, profesaban una ideología considerada pecado mortal y por esa razón se imponía exterminarlos.

 

Bajo este pretexto, esa doctrina fue puesta en la picota pública y se expidieron las normas que les sirvieran de fundamento a los jueces para ponerles las esposas a quienes así pensaban.  Validos de estas armas legales, los jueces de plena competencia, que así se llamaban, fueron utilizados para reprimir a esa mafia escarlata, la de los liberales de racamandaca, que se oponía al despojo de la tierra de los campesinos pobres.

 

Andando el tiempo, otra mafia salió de debajo de las piedras: la de la hoz y el martillo. La secta de los liberalitos desteñidos, oficialista a morir, y la logia de los de la camisa azul de Prusia y la cruz gamada en la solapa, integrada por hombres de cabeza cuadrada y trancada por dentro, cerraron filas contra este basilisco y dictaron leyes para convertir en delito su pensamiento. Se amangualaron para formar un Frente Nacional, orientado a hacer papilla a los comunistas y a los liberales de hueso caliente. Y lo hicieron contra ellos porque a su parecer estas gentes eran portadoras del virus de las ideas foráneas y amenazaban con desestabilizar el país. Pero el fin verdadero de su cruzada, era  consolidar la concentración de la propiedad de la tierra que ellos habían obtenido mediante el despojo abusivo en la etapa anterior. Los jueces de instrucción criminal, armados de leyes contra la rebelión, pusieron el pecho y dieron su vida en defensa de la institucionalidad, sin darse cuenta de que estaban siendo utilizados como carne de cañón para proteger todo un cartabón de intereses protervos, entre ellos la concentración de la tierra en manos de gamonales dotados de las manos que hacen de los pulpos unos pulpos.

 

En los tiempos en que Vargas Llosa le hacía honor al homo sapiens, en el prólogo a El otro sendero de Hernando de Soto, escribió que “cuando la legalidad es un privilegio al que sólo se accede mediante el poder económico y político, a las clases populares no les queda otra alternativa que la ilegalidad”.

 

Forzada por circunstancias de esta clase, en los años ochentas vimos aparecer en Colombia la mafia de los hombres de la nieve. La componían unos reyes midas que hacían plata a manos llenas sin el sudor de la frente y que donde ponían el ojo también ponían la bala. Los tradicionales acaparadores del dinero y del poder político, pararon las orejas. Había que combatir, decidieron, a quienes le rendían culto a la plata fácil y denigraban del trabajo honrado. 

 

Para que hicieran la tarea de doblegar a los miembros de esta mafia, transgresora de los valores más preciados, se dotó a los jueces antimafia de las normas que elevaban a la categoría de delito el lavado de activos y el tráfico de drogas no medicinales. Muchos funcionarios perdieron su vida por esta causa. Los cuerpos de jueces y magistrados, quedaron tendidos en las calles por obra y gracia de las ráfagas disparadas por los tipos que por esos días estaban haciendo llover cocaína e inundando de dólares los canales de riego de la economía.

 

Todo resultó ser una farsa. Los funcionarios asesinados en defensa de esta causa, dieron su vida en vano. Los poderes tradicionales, por las artes del ilusionismo, absorbieron los valores de los poderes emergentes. Bajo el saco y la corbata de los llamados hombres de bien, comenzó a palpitar el alma de los hombres del mal.

 

En Los funerales de Antioquia La Grande, Mario Arango Jaramillo puso en blanco sobre negro la metamorfosis que se operó en esta sociedad regida por mamasantos de comunión diaria y solapa desde el cuello a los talones. En Colombia, señaló en su momento el ensayista, “el narcotráfico desempeña el papel de la prostituta que con su trabajo indecoroso sostiene el empobrecido hogar paterno: se le acepta subrepticiamente el dinero, pero se le repudia en público y se le sindica como la causa de todas las desgracias familiares”.

 

Y eso, en efecto, sucedió. En las altas posiciones del Estado y en las gerencias de las más poderosas e influyentes entidades privadas, a partir de entonces se empezó a ver, con antifaz, un sinnúmero de honorables caballeros que paso a paso y en secreto le habían encontrado el glamour al hecho de hacer plata como arroz sin tener que partirse el espinazo.

 

Las banderas por las cuales estos señores habían hecho matar a tantos de sus escuderos judiciales, que no eran otras que la defensa del trabajo honrado y el dinero bien habido, fueron arriadas. Y los jueces, esos pobres hombres, como despectivamente los llamó alguna vez Álvaro Gómez Hurtado, se quedaron, unos, literalmente con el pecado y sin el género y, otros, respirando desde sus tumbas el aroma de los gladiolos.         

 

Al cabo de estos años, la dignidad de los jueces cayó por tierra. Los poderes, a fuerza de manosearlos a su gusto, han hecho de ellos lo que querían: pajes al servicio de todas las formas posibles del fascismo social. La función de administrar justicia, por puro interés de los dueños del rumbo, ha sido desnaturalizada. Quedó limitada al acto mecánico de  administrar la ley. Y los jueces, para evitar ser penalizados, han asumido este cercenamiento como algo irremediable.  La democradura imperante, para utilizar la expresión de Mauricio Joly, definitivamente no ve con buenos ojos a quienes no le sirven de correa de transmisión de sus valores.

 

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