QUINCHIEÑAS EN LA GUERRA DE LOS MIL DIAS



Alfredo Cardona Tobón.

                                         Doña Adelina García

¡Corran que vienen las tropas! - fue el grito que resonó por las callejuelas cuando el 19 de enero de 1902 irrumpieron las fuerzas gobiernistas en la aldea de Quinchía. Las tropas conservadoras compuestas por irregulares de Nazareth y de Riosucio comandadas por Azarías Gómez y Nemesio Gaviria, entraron sin encontrar oposición. ¡Qué la iban a encontrar si en el caserío sólo había mujeres y niños! Los hombres, o estaban en las guerrillas o escondidos en el monte, pues el cerco enemigo cada vez era más estrecho.

El tenebroso batallón 14 organizado por el prefecto Simeón Santacoloma revisó rancho por rancho y logró apresar al sacristán Nicolás Trejos, a Luis Trejos que convalecía de una herida y a Laureano Calvo, que a última hora se había refugiado en el zarzo de la casa de su novia.

Las guerrillas liberales se habían debilitado  desde los desastres en el Dinde, en el Pintado, en El Silencio y en Bonafont, pero aún así en los campos de Quincía seguían operando  las bandas de Ceferino Murillo, de David Cataño y de Manuel Ospina, contra las cuales se enfocaba la acción de todos los efectivos gobiernistas con base en las poblaciones de  Riosucio y Salamina.

Era necesario doblegar la moral de los auxiliares de las guerrillas, había que atemorizarlos y aislarlos de los combatientes irregulares y para ello nada mejor que aterrorizar y escarmentar a la población quinchieña;  sin fórmula de juicio, sin acusar a los prisioneros de delito alguno, los comandantes del Batallón 14 condenaron a muerte a Nicolás Trejos, a Luis Trejos y Laureano Calvo. El párroco Clemente Guzmán intentó impedir que los asesinara,  pero el oreño Azarías Gómez haciendo caso omiso a las peticiones del sacerdote le dijo :"Usted padre  tendrá que ver con lo de arriba, pero de tejas para abajo yo hago lo que me de la gana y  por eso ejecutaré a esos bandidos."

El 20 de enero de 1902, cuando el sol salía detrás del cerro Batero y descorría las  sombras del Gobia, las tropas gobiernistas formaron a los tres prisioneros contra un barranco, atrasito de la iglesia, y los fusilaron.

Rosaura Ibarra vio desplomarse a su hijo Luis bañado en sangre y Natalia Monzón, mordiendo el pañolón para no gritar de pena y de rabia, miró por última vez a su esposo Nicolás, el sacristán que sólo sabía de misales. El humo de los fusiles se elevó hacia el cielo y atrás volaron las almas de los tres condenados. Cuando el pelotón se retiró las tres mujeres cerraron los ojos de sus muertos y en parihuelas ensangrentadas los llevaron a los ranchos para darles la última despedida.

La soldadesca ebria de sangre y de chicha era la dueña del poblado, los hombres y las mujeres jóvenes huyeron y solamente permanecieron en Quinchia las ancianas y los niños, la tropa gobiernista se internaba en los campos y en el barranco frente a la iglesia acribillaba a cuanto labriego se ponía a su alcance.

Las ancianas y los niños se reunieron en las casas más grandes para auxiliarse, para  consolarse y protegerse de las torvas intenciones de lo peor de la tropa; en grupos salían al monte a buscar pepas de obamba y cogollos de guadua y guadilla, que agregadas a las chuchas y guatines que capturaban les servían de  alimento.

A finales del año 1901 los combates continuaban por las riberas del rio Cauca. Las tropas de Riosucio y Salamina  desesperadas ente la tenaz resistencia redoblaron las acciones punitivas y asesinaron a los heridos que caían en sus manos y a los prisioneros de cualquier condición como ocurrió con don Santiago Rico, un viejo exalcalde que fue destrozado a los balazos cuando satisfacía sus  necesidades fisiológicas  en un solar aledaño  a la cárcel

Como la sangre llama más sangre y los atropellos se responden con otros  atropellos, los quinchieños  hicieron imposible la vida de los vecinos de Guática y de San Clemente y los bandidos desplazados de orillas del río Cauca infestaron las poblaciones al otro lado del rio Cauca.

Natalia Monzón, con el recuerdo vivo de su esposo, se convirtió en estafeta de las bandas liberales, viajaba a Riosucio y a Cartago a vender pandequeso y envueltos y regresaba con mensajes y plomo. Dolores Trejos, joven y agraciada, brindaba sus favores a cabos y sargentos para sonsacarles al son del catre y el tapetuza, la información que requería la guerrilla para los operativos y para pasar su  gente hacia las zonas de combate del Chocó  y de Panamá controladas por los liberales.

Adelina García, partera del pueblo, se convirtió  en la enfermera y la cirujana de las guerrillas, sin medir el peligro,  recogía los campesinos heridos y los escondía en el zarzo de su casa hasta que pudieran valerse por sí mismos.

Cristina González y Graciela Espinosa atendían a los huérfanos y mantenían unida a la comunidad aterrada. Sin el espíritu de todas estas mujeres Quinchía no hubiera sobrevivido, quizás hubiera corrido la misma suerte de Tachiguí y de Papayal que desaparecieron en circunstancias semejantes en las guerra de 1860.

El talante de esas mujeres del 1900 no se perdió en  Quinchía, ellas sostuvieron sus hogares cuando en los años cincuentas los hombres tuvieron que emigrar o meterse al monte ante otra arremetida partidista den la violencia desatada durante los gobiernos de Mariano Ospina y Laureano Gómez o cuando en un falso positivo del gobierno de Uribe las tropas capturaron más de cien quinchieños acusados injustamente de auxiliar a las guerrillas. Son, igualmente las quinchieñas las que en tiempo de paz, cargan con casa, hijos y parcela  cuando sus compañeros tienen que dejar el minifundio y buscar el jornal en tierras  lejanas.

Son estas mujeres de temple indígena y caucano las que han impedido que un pueblo azotado por todas las furias siga adelante y al contrario de  otras localidades en mengua, Quinchía progrese y mire con confianza el futuro.

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