Alfredo Cardona Tobón*
En el primer piso de “La Casa de Monseñor”, situada
en el marco de la plaza de Salamina, el abogado Antonio Mejía Gutiérrez atendía por igual a la
selecta clientela del Club Chamberí y a
la gente que cubría los honorarios con
un “Dios se lo pague” o con “yo le cancelo apenas tenga un respirito”.
Por insinuación de su hijo Felipe, el doctor Antonio Mejía me prestó su oficina en
“La Ciudad Luz” de Caldas para
atender un programa de la Universidad
Autónoma. . Yo admiraba a Toño por sus
columnas de prensa y sus libros de
literatura infantil y acabé por
conocerlo a través de ese cuarto enorme con puertas de roble y piso de ladrillo
que lo retrataba de cuerpo entero y guardaba los secretos de su mundo: Allí
tenía zamarros, sillas de montar, aperos, rejos y lazos, libros viejos,
documentos, códigos, lámparas, sombreros de remotas épocas y una ruana de lana
de Marulanda…
Un bombillo
de cien amperios atornillado a una viga añosa iluminaba tenuamente los rincones
adonde no llegaban los rayos de sol que
en los días de verano se asomaban
por la ventana. Ese recinto con olor a eternidad era como el castillo con el
blasón de Mejía Gutiérrez, los trofeos de exposiciones equinas, congolos de
varios colores, un cuadro de Bolívar con
cara de tísico y un anémico Corazón de Jesús.
El cuarto parecía poblado de fantasmas. Llegué a
pensar que los personajes de los cuentos
de “Toño” Mejía vivían en la oficina, en medio de los libros viejos y salían a media noche a recorrer las calles
de Salamina. En una noche bohemia cuando
la bruma trepaba por las laderas del río San Lorenzo y arrastraba cocuyos hasta
el atrio de la iglesia, escuché
ruidos extraños. Detrás de un jarrón que Toñó rescató en uno de sus
viajes, oí la voz de flauta del mago Euclides, mientras de un tiple roto salían
las carcajadas de María La Parda y el chasquido del yesquero de Bermúdez, una
alma en pena retenida por el diablo en los altos de San Félix
Definitivamente ese gran salón con olor a viejo
estaba encantado y lleno de misterios: dentro
de un cajón con llave estaban las espuelas de Canaguay, el gallito que nació de una pluma
del Arcángel San Miguel y en un baúl con tres sellos “Toño” guardaba la
biblia que san Esteban Maya leía cuando
venía del otro mundo a aplacar al “Putas
de Aguadas“y al “Berraco de Guacas”.
Ante los portentos repetidos llegué a la conclusión
de que no era mera coincidencia que “Toño” Mejía, el veterano invocador de
espíritus, hubiese establecido su
cuartel en los bajos de la “Casa de
Monseñor”, conocida en otros tiempos
como la “Casa del Degüello” y donde el
22 de marzo de 1879 las fuerzas liberales masacraron decenas de reclutas
conservadores venidos del oriente
antioqueño.
Al mirar la casona de Monseñor y recordar la muerte de esos campesinos en la
flor de la edad, que solamente sabían de
azadas y de cosechas, volvieron a mi memoria los versos de Mejía Gutiérrez:
“Las manos de los hombres fueron hechas
para abrazar mujeres en la tarde.
Para pulir el barro, para el surco,
para pintar cuadernos con imágenes,
para reconocer a los amigos,
para ayudar al ciego allá en las calles.”
Como decía Toño Mejía las manos de
los hombres hombres, no de los hombres
hienas, se hicieron para el amor y para la vida. Cuando arrancaron esos
labriegos de sus parcelas sin que les hubieran crecido callos
ni aprendieran a ser héroes, su sangre tiñó las escalas de la casona y
sus ánimas sin alas quedaron ancladas en los muros de la
oficina de Toño. Por eso Antonio Mejía estaba allí, tratando de acercarse a las almas de los reclutas para convencerlos de abandonar un mundo donde
ya no tenían la oportunidad de amar ni de recorrer sus caminos.
Solamente “Toño”
podía cumplir esa misión, pues desde su
más tierna infancia aprendió a ponerle
bozal a las brujas en su natal Villarrica de Segovia y a poner en cintura a los
duendes y trasgos que iban en desbandada
aterrados por los pitos de los carros y el ruido de las pianolas
Sobre una repisa, entre la cabeza disecada de un
caballo y la de un ternerito de tierra
fría, guardaba Antonio Mejía parte de sus escritos. Abusivamente repasé los cuentos y me deleité con los poemas y su
columna “La Cueva del Oso”. Allí encontré de su puño y letra las “Palabras al hijo para que no use cauchera”,
que es un canto de paz como el de “San
Francisco y el Lobo” y una protesta del defensor de las garzas perseguidas y de
los animales atormentados por los bárbaros..
.
Al releer a Mejía Gutiérrez me encontré con Meloy,
el eterno aventurero que descendió a las
profundidades del mar y trepó a lo más alto de la cordillera en busca de
tesoros. También recordé a Francisco
Quintana, “el más valiente de los caballeros, el más audaz de los arrieros, el
más versátil de los gariteros, el más aventajado de los corredores de caballos,
el mejor, el más generoso, el as barbado...”el putas” de ese pueblo norteño llamado Aguadas que
rima con los Estrada y se enruana con las nubes como los nobles abuelos de los tiempos idos.
Los escritos de Antonio Mejía trajeron a mi memoria
a Alejandro Calderón, el famoso alcalde de Apia de puño multado y calzoncillos rojos, que osó
meterse en ese nido godo y se mantuvo en
el puesto poniendo tras las rejas a cuantos se le oponían como lo recuerdan los
siguientes versos:
“Aquí es metiendo
como el alcalde de Apía
que mete de noche y mete de día
y cuando no tiene a quién meter
mete a la policía.”
Aunque no he
regresado a Salamina
conservo amigos que me manutienen
informado: Esmeragdo Bernal me comentó
que Antonio Mejía había desbaratado el
hechizo de los reclutas en la Casa de Monseñor, pues sus sombras ya no se veían por las escaleras de la añeja casona y me dijo
también que los ladrones de cuentos habían plagiado los escritos mágicos de Toño, que las
cenizas del escritor quedaron en Manizales mientras su ánima inquieta recorría la eternidad tras
los caballos que amó y la perra Pastora
inmortalizada en uno de sus poemas :
“Era suave y
sonora, de color amarillo
en el pecho y las patas; y en el resto del cuerpo
la noche de los páramos le dejó su pintura.
Era fiel y era mansa, como un dulce recuerdo”
Una de las hermanitas anunciatas del convento
salamineño estableció comunicación con el Doctor Mejía después de su muerte, aseguraba que lo vio al
lado de Meloy descansando plácidamente
al lado de los ángeles; decía que ya no
iban tras el oro ni las perlas, pues habían comprendido que los verdaderos
tesoros estaban en las almas enamoradas
y en el corazón puro de los niños.
* http://www.historiayregion.blogspot.com
Es un gusto ser coterraneo de personajes como Antonio Mejia Gutierrez, escritor, poeta, abogado filantropo, un ilustre hijo de Villa Rica de Segovia, pero tambien se siente placer al leer la plama del autor que nos cuenta con magico detslle sobre los moradores de ese lugsr. Gracias.
ResponderEliminarBuenos días, agradezco la invitación a expresar mi opinión. Me produjo un enorme gusto el leer en Papel Salmon, periódico La Patria, el articulo: El general José María Melo ( Sábado 20 de Agosto de 2022) El poder del pueblo. Una referencia a este personaje olvidado de nuestra historia, una narración cautivante que nos obligó a conservarla para nuevas re-lecturas. Cordial saludo José Ignacio Arias Arango.
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