UN PAISA MUY ALENTADO
Foto cortesía de Guillermo Aníbal Gartner
Alfredo Cardona Tobón
En
un amanecer de 1930 el canto de los gallos anunció el nuevo día mientras tenues rayos de luz se
filtraban por la puerta de un rancho en la vereda Sauzaguá, situada en el
occidente del Viejo Caldas.
El
vuelo de un búho hasta un frondoso aguacate despertó a Esterjulia, quien abrió
los ojos, se desperezó, alisó la bata
que le sirvió de piyama y cortó el último ronquido de su esposo Pedronel. Esterjulia
quitó la tranca de la cocina y prendió la leña del fogón que empezó a escupir
borbotones de humo blanco por la
improvisada chimenea de barro cocido, en tanto Titán y Nerón se agazapaban
buscando el calor del fuego, dando término a las carreras nocturnas tras las
chuchas y a sus molestos ladridos a la luna.
Esterjulia
puso
la cayana sobre las brasas y en una laja grande y cóncava molió el maíz para las arepas mientras el olor dulzón de la aguapanela anunciaba el
frugal desayuno. Jacinta, la hija de seis años, se levantó medio dormida, mojó la cara con el agua que caía por una lata de guadua y se dirigió al corral con la
aguamasa para el marrano; Maruja, la hija mayor de los Guapacha Ladino, preparó
una olleta de café , untó la arepa con manteca y empezó a lavar la ropa sucia que a falta de
jabón desmugraba con espuma de frutillo
y pepas de Caramanta.
Una
falda roja, los cucos, un brassier y la blusa de flores que le regaló don Tulio
Tobón después de llevarla a la trastienda del negocio, constituían el guardarropa dominguero de Maruja; iba
descalza como el resto de los comuneros indígenas, era una “patiancha”, como los llamaban los paisas, pues sin el obstáculo de los zapatos sus dedos se explayaban libremente sobre el suelo.
Después
del desayuno la mamá ordenó las camas, que eran horquetas clavadas en el
piso con largueros de guadua, sobre los cuales había un tendido de esterilla cubierto por esteras fabricadas
con cogollos de cañabrava y por los costales que empleaban como cobijas.
Pedronel salió hacia el corte a las siete de
la mañana y regresó al rancho con el sol
sobre su cabeza; traía desocupado el calabazo de chicha y cargaba en una jíquera un
gurre aterrado manando sangre por una
oreja; los perros brincaban jubilosos alrededor del infeliz prisionero en espera
de la ración sustanciosa, que, por ese
día, llenaría sus esqueléticas figuras
Sobre
un mesón rústico Esterjulia y Maruja sirvieron el sancocho con morro, donde nadaban trozos de
obambo y flotaban unos plátanos en medio de un mar de grasa de calambombo,
rematando el almuerzo con un tazón de mazamorra endulzada con melaza de caña.
A
medio día no había siesta ni reposo, con el último trago de sobremesa Pedronel regresaba al corte a volear azadón o
machete hasta que el sol se escondía
tras el cerro Gobia señalando la hora de la comida que indefectiblemente se componía
de fríjoles con ahuyama o cidra, a veces acompañado por tajadas de plátano
maduro y un tazón de claro con un pedazo de dulce macho. Nada de limones pues
aguaban la sangre, ni guayabas porque a esas frutas les faltaba un grado para ser veneno; de vez en cuando complementaban la dieta
alimenticia con animales de monte como guaguas, guatines o tatabras o con
huevos de cascara verdosa de unas gallinitas criollas que se mantenían con
cucarrones y lombrices.
Con dieciocho años de edad Maruja estaba
embarazada. Mamá Esterjulia sospechaba
que detrás de esa gordura estaba don Tulio Tobón, el dueño de la tierrita que
cultivaban. ¡ Que le vamos a hacer¡ -
pensaba Esterjulia por sus adentros- don Tulio era el patrón y en resumidas
cuentas- cavilaba la vieja- era mejor tener un nieto clarito que otro indiecito
tuntuniento.
En
honor a la verdad la castidad no estaba en la lista de los valores de la
parcialidad indígena; era común el “amañe” y las misias no tenían inconveniente en entregar sus hijas a los patrones para “
que mejoraran la raza”, eso explicaba el
“blanqueamiento” de la parcialidad por obra y gracia de varios garañones paisas
dueños de tierras y de los mejores negocios
del pueblo. En familias campesinas no había empacho en decir ese niño es del
doctor Eastman o esa niña es de Miguel Angel Restrepo. Contaba Lalo Salazar que en una ocasión vio un monito de ojos claros en una familia
nativa; le pareció extraño y preguntó de
quien era la criatura. “! Ese muchachito
lo tuvo mi mujer con don Tulio Tobón!”, fue la respuesta del orgulloso padre putativo.
Es
difícil calificar la conducta de don Tulio Tobón y otros paisas que se
enquistaron en las parcialidades
indígenas.En el caso de don Tulio no se trataba de un seductor o un violador
de nativas: era un reproductor, como el burro de raza del padre Jaramillo o el
gallo fino de don Bonifacio Trejos. “Pateperro” calculó la descendencia de don Tulio en 75
niños; don Emilio Betancur, que
sabía lo que decía, pues era su cuñado , elevaba la cuenta agregando
los retoños de unas fámulas y la única hija legítima del
alentado multiplicador antioqueño.
A
don Tulio, como a los toros, no le importaba la suerte de sus retoños; fue su padre, Germán Tobón, quien en una
u otra forma reconoció a esos nietos: después de la misa dominical de las nueve de
la mañana don Germán se sentaba en una banca del parque con una bolsita llena de
monedas de dos y cinco centavos. No tardaban en acercarse niños y niñas de diversos colores y tamaños que lo saludaban
sin atreverse a llamarlo abuelo. Los pequeñines recibían un cariño o una frase
amable y se retiraban sonrientes a
gastar la “ración” que les había dado el viejito.
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