NUESTRO GRAN PUENTECITO
Texto: Camilo Alzate
Fotografías: Victor Galeano y
Camilo Alzate
La primera
vez que se habló en serio de un gran puente que comunicara las ciudades de
Pereira y Dosquebradas fue en 1979 con el Plan Maestro de Mendoza y Olarte, el
par de expertos que trazaron para Pereira una serie de recomendaciones en
materia de ordenamiento territorial.
Gustavo Restrepo, flaco,
canoso y arrugado por los años, brincó las barandas protectoras del Viaducto
César Gaviria Trujillo con intención de saltar. El puente, que comunica a las
ciudades de Pereira y Dosquebradas, se eleva sobre el valle aluvial del río
Otún y alcanza una altura de 54 metros en su punto más alto, desde arriba la
ciudad parece un pesebre navideño y los buses avanzan muy pequeños abajo. Ese
día de junio de 2012, cuando los policías lo atraparon arriesgando sus propias
vidas al borde del vacío, Restrepo vestía una camisa azul clara desteñida,
zapatos del charol más ordinario y unos pantalones que le quedaban juagados en
la cintura. Daba el aspecto de ser un desamparado y derrotado por la vida. Se
dijo que tenía 51 años pero parecía de setenta. Se dijo que era la cuarta vez
que intentaba arrojarse del puente ese año. Unos aseguraron que lo hacía por
una pena de amor. Por problemas económicos, dijeron otros.
A raíz de aquello los obreros hicieron una huelga que paralizó los
trabajos algunos días. El consorcio brasilero que lideraba el proyecto no
asumió la responsabilidad por las arbitrariedades cometidas: muchos
trabajadores no estaban afiliados a la seguridad social, ni contaban con
implementos de seguridad.
La primera vez que se habló en
serio de un gran puente que comunicara las ciudades de Pereira y Dosquebradas
fue en 1979 con el Plan Maestro de Mendoza y Olarte, el par de expertos que
trazaron para Pereira una serie de recomendaciones en materia de ordenamiento
territorial. Allí se planteaba la necesidad de solucionar el problema del
tráfico entre ambas ciudades con un viaducto que, sin bajar hasta el río Otún,
desatrancara la única vía de acceso al municipio de Dosquebradas, una carretera
angosta pegada a la ladera del río y famosa por sus atascos. Buena parte del
tráfico con el norte del país debía pasar por esta vía que colapsaba durante
horas cada tarde con los vehículos que iban o volvían de Dosquebradas.
Ni políticos ni constructores
le pusieron mucha atención al asunto y la propuesta quedó sepultada en la
última página del documento de Mendoza y Olarte. Pero Augusto Ramírez Barrera,
un ingeniero pereirano formado en Massachusetts, con bastante experiencia en
consultoría y diseño de grandes obras civiles, empezó a obsesionarse con la
idea, tanto que la defendió ante la asamblea anual de la Cámara de
Constructores, de la cual era presidente. Hubo quien creyera que estaba
chiflado de remate, ¿un puente de seiscientos metros y seis carriles con la
altura de un edificio de 30 pisos? Era una locura. Sin embargo, Augusto Ramírez
movió influencias, habló con entidades financieras, sacó plata de su bolsillo y
gestionó dineros con Integral, la firma de Medellín para la cual trabajaba,
porque se le había metido en la cabeza que él iba a levantar los primeros
diseños de esa construcción.
Ramírez Barrera puso obreros a
cavar junto al río para calcular el tamaño y la profundidad de los pilotes que
tendrían que sostener el puente; mandó gente a contar carros de ida y vuelta
durante quince días, todo el día, a toda hora, y así pudo calcular el
comportamiento del tráfico entre las dos ciudades; analizó los planos con el
fin de diseñar un trazado que conectara justo el centro de ambos núcleos
urbanos según su conformación, y finalmente, con todos los datos construyó una
maqueta del puente que fue presentada en 1984 con un nombre demasiado obvio,
demasiado sencillo: “Proyecto de comunicación vial Pereira – Dosquebradas”. En
caso de que algún desquiciado se animara a construirlo, costaba nada más que 36
millones de dólares de la época.
—Una vez —recuerda el
ingeniero Augusto— me encontré a un amigo, Francisco Polanco, que mantenía
preguntando por el proyecto. “Vea hombre Pachito” —le dije— “esto en Europa es
un puentecito. Un puentecito pichurrio”. Pues Polanco tuvo ocasión de ir a
Italia y bajó por la Autostrada del Sole, de Milán a Napoles. Son kilómetros y
kilómetros de túneles y viaductos. Cuando llegó a Pereira lo primero que hizo
fue aparecer en mi oficina y me dijo: “¡Negro, usted tiene más razón que un
putas, eso es un puentecito!”.
Era tal la insistencia de Ramírez Barrera que el columnista Luis García
Quiroga lo bautizó en la prensa “el loquito del viaducto”.
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En Pereira muchos conocieron
el final de Bertha Alicia Vargas, la muchacha del barrio Kennedy que arrojó a
sus dos hijas pequeñas desde el Viaducto, para luego saltar ella, a las ocho de
la noche del 14 de enero de 2003. Parece que había discutido minutos antes con
su esposo.
No habían transcurrido tres
semanas de la inauguración del puente en noviembre de 1997 cuando saltó el
primer suicida: un mendigo hundido en las drogas, al que siguieron el centenar
y medio de personas que han saltado a lo largo de las últimas dos décadas.
Pronto el viaducto se convirtió en el gran símbolo del suicidio y superó en
estadísticas al Salto del Tequendama. Por años se discutió sobre la importancia
de vallar los exteriores de la estructura para impedir que la gente se tirara,
lo que al fin se hizo en desmedro de la belleza del diseño, como si el problema
fuera el puente mismo y no el coctel de circunstancias que azotaron al eje
cafetero aquellos años: la caída de los precios del café junto con la quiebra
del sector de la construcción desataron una crisis económica sin precedentes,
con tasas de desempleo que superaban los dos dígitos. Las ilusiones de miles de
familias naufragaron, fue la época de los créditos del UPAC y de la gente que
perdía sus casas por hipotecas obscenas, fue la época en que más de cien mil
colombianos emigraron a España, muchos de ellos desde la región cafetera, fue
la época de la bancarrota de las fábricas de confecciones que hasta entonces
jalonaban la economía de Dosquebradas, un sector empresarial arruinado por las
reformas de apertura económica que impuso César Gaviria Trujillo durante su
mandato. César no solo fue el primer y por ahora único Presidente nacido en
Pereira, sino que además trajo el neoliberalismo a Colombia con su conocido
eslogan: “Bienvenidos al futuro”. El futuro había llegado y era un salto al
vacío.
Cualquiera conoce las
historias de jovencitas enfermas de enamoramiento, o de drogadictos, o de
viejos desesperados, o de amas de casa atormentadas que se han arrojado de lo
más alto del puente, con las deudas al cuello, agobiados por el desempleo, con
el despecho a flor de piel. Cualquiera conoce la historia del lustrabotas que
se empapó en gasolina y se prendió fuego antes de saltar. La del policía que
mientras caía se pegó un tiro con su arma de dotación, una pistola nueve
milímetros Sig Sauer que fue a dar al río y los pandilleros del barrio
San Judas nunca pudieron encontrar. La de una muchachita del barrio Nacederos
cuyo cuerpo se estrelló contra el pavimento del parque debajo de la primera
columna del puente, y a pesar de quedar reventada por dentro y por fuera,
agonizó durante una semana en una sala de cuidados intensivos. La del hombre
que sacaron del Otún con la mitad de los huesos rotos, todavía respirando, que
falleció días después. La del tipo que cayó y aterrizó encima de un guadual, el
único sobreviviente del viaducto, quien duró varios años para jactarse de su
suerte y administrar un pequeño bar en la carrera cuarta, pero luego un cáncer
de estómago lo mató en menos de un mes. Ironías de la vida, o de la muerte, o
del futuro.
—Quedaban colgados como en unas lianas y chocaban contra unas vigas de
acero —dice el doctor Salazar Estrada—. Eso fue desastroso. Malos los arneses,
malos los cascos
—Con esa maqueta me recorrí
Manizales, Chinchiná, Armenia, Cartago—, explica hoy Ramírez Barrera. La
estuvimos exhibiendo en un almacén de la carrera octava. También llevé el
proyecto al congreso de ingeniería que tuvo lugar en Manizales en octubre de
1986.
El primer diseño del viaducto
era muy parecido al que se construyó luego en los años noventa: los accesos
quedaron prácticamente idénticos a como los había pensado Ramírez Barrera, la
ubicación del puente era exacta a la que tiene actualmente, igual que la
longitud total de seiscientos cuatro metros. Lo que cambió con relación al
diseño de Ramírez Barrera fue la estructura de soporte, pues se construyó un
puente atirantado sobre dos pilones centrales con una combinación de acero y
concreto hidráulico. La primera propuesta contemplaba un puente de voladizos
sucesivos, lo que en jerga de ingenieros significa que cada nuevo tramo de la
estructura se soporta en el tramo anterior, por lo tanto, aquel diseño no
contemplaba los enormes pilones de 96 y 105 metros de altura en forma de rombo
y con cables de acero, por los cuales se distingue el viaducto hoy en día.
A casi todo el mundo le
parecía una obra quimérica, desproporcionada, irrealizable. Era tal la
insistencia de Ramírez Barrera que el columnista Luis García Quiroga lo bautizó
en la prensa “el loquito del viaducto”. Ramírez anduvo con su maqueta, sus
planos y sus papeles bajo el brazo por ministerios y oficinas públicas durante
dieciséis años, pero no lograba que la idea cuajara. Llevó la maqueta a Bogotá
en su avión privado, que él mismo piloteaba, sin convencer a nadie. Un día, en
una presentación del proyecto en la Gobernación del Risaralda, el poderoso
empresario y político pereirano Juan Guillermo Ángel se paró ante el público y
le lanzó estas palabras, mitad en broma, mitad en serio:
—Faraón hijueputa, ¿cómo se te
ocurre meter un puente de esos en Pereira?
El doctor Alberto Salazar
Estrada, un abogado manizaleño célebre por demandar al Estado en casos de
víctimas de accidentes, matanzas paramilitares o falsos positivos, se
despertaba todos los días a las dos o tres de la mañana para escuchar esos
programas de radio que dan las primeras noticias de la jornada. Su experiencia
le había enseñado que así se enteraba más pronto de esos casos por los cuales
demandaba a la nación y que luego ganaba en los tribunales con indemnizaciones
millonarias. Por la radio escuchó que la tarde del 2 de mayo de 1996 un grave
accidente había sucedido en las obras del viaducto. Salazar supo de inmediato
que era un caso para él. Supo también que lo ganaría con facilidad.
Salazar llevó ocho casos de trabajadores que resultaron muertos o
lesionados durante la construcción, el abogado Benjamín Herrera llevó otros
tantos.
—Todas esas demandas fueron
falladas favorables a los trabajadores —afirma el abogado—. El Instituto
Nacional de Vías, que es el ente estatal responsable del proyecto, fue la
entidad demandada y pagó la totalidad de las indemnizaciones de los fallecidos
y lesionados. A todos les pagaron.
Salazar llevó ocho casos de
trabajadores que resultaron muertos o lesionados durante la construcción, el
abogado Benjamín Herrera llevó otros tantos. El primer muerto del viaducto fue
un obrero que estaba sacando rocas de la enorme excavación donde se iba a
fundir uno de los pilones. Una de las piedras despeñadas arrastró la polea que
cayó encima del operario aplastándolo. Luego sucedió el terrible accidente con
uno de los ascensores que subían los obreros hasta la construcción: el aparato
se desplomó con una docena de trabajadores que terminaron destripados adentro,
algunos muertos o lesionados de gravedad. Después, un brazo del derry que
transportaba las vigas de acero por medio de cables se vino encima de un obrero
golpeándolo hasta morir. El doctor Estrada recuerda que las pruebas esgrimidas
en el proceso tuvieron que ver con que los obreros no tenían los elementos
necesarios para su protección:
—La altura de la construcción
fue enorme, y no pusieron mallas protectoras como se hace en otros países.
Cualquiera conoce las historias de jovencitas enfermas de enamoramiento,
o de drogadictos, o de viejos desesperados, o de amas de casa atormentadas que
se han arrojado de lo más alto del puente, con las deudas al cuello, agobiados
por el desempleo, con el despecho a flor de piel.
Los ingenieros comentan que en
este tipo de proyectos civiles hay calculado siempre un número de muertos y por
eso se contempla de antemano un presupuesto para indemnizaciones. Desde el
surgimiento de las mismas pirámides de Egipto, incluso antes, las grandes
construcciones se levantan con sudor y sangre.
A raíz de aquello los obreros
hicieron una huelga que paralizó los trabajos algunos días. El consorcio
brasilero que lideraba el proyecto no asumió la responsabilidad por las
arbitrariedades cometidas: muchos trabajadores no estaban afiliados a la seguridad
social, ni contaban con implementos de seguridad. Laurent Tiradentes, ingeniero
jefe, culpabilizó de ello a los subcontratistas colombianos encargados de los
diversos frentes de la obra.
—Quedaban colgados como en
unas lianas y chocaban contra unas vigas de acero —dice el doctor Salazar
Estrada—. Eso fue desastroso. Malos los arneses, malos los cascos.
En su primera visita oficial a Pereira Gaviria aprovechó para inaugurar
las instalaciones de una nueva plaza de mercado en las afueras de la ciudad,
entonces soltó la noticia: se iba a construir el famoso puente para desatascar
los trancones entre Pereira y Dosquebradas.
Según la leyenda, uno de esos
muertos quedó sepultado en una de las columnas de concreto del puente, pues
resbaló mientras hacían el vaciado y sus compañeros no pudieron sacarlo. En
Pereira ese cuento lo puede escuchar uno en un salón de billares o mientras
viaja en taxi, la gente lo repite cambiando detalles, agregando circunstancias.
A veces el muerto está sepultado en el pilón al lado de Dosquebradas, en otras
versiones del cuento aparece en Pereira. A veces se relata que la pequeña
puerta que tiene una de las columnas conduce hacia su tumba, otros dicen que el
muerto realmente cayó al hueco de cimentación de uno de los primeros soportes. Y
aunque técnicamente es imposible que una columna de tales magnitudes se
sostenga en pie con un defecto semejante en su estructura, muchos siguen
creyendo que uno de los pilones del viaducto guarda un cadáver sin nombre
aprisionado en sus entrañas
—Se posesiona el Presidente
César Gaviria en agosto de 1990 y la primera orden que le da al Ministro de
Transporte Juan Fernando Gaviria es que se va a construir el viaducto entre
Pereira y Dosquebradas.
Eso asegura, tal vez con un
poco de exageración, el ingeniero José de la Cruz Velásquez, quien tenía un
alto cargo en el Ministerio de Transporte en Pereira cuando iniciaron los
trámites del proyecto. En su primera visita oficial a Pereira Gaviria aprovechó
para inaugurar las instalaciones de una nueva plaza de mercado en las afueras
de la ciudad, entonces soltó la noticia: se iba a construir el famoso puente
para desatascar los trancones entre Pereira y Dosquebradas. A don Augusto
Ramírez Barrera, “el loquito del viaducto”, se le aguaron los ojos mientras
escuchaba la alocución del Presidente desde el público.
La cosa no se hubiera llevado
a cabo sin el interés de César, quien impulsó la construcción para dejar, según
palabras de sus allegados, una gran obra con la cual sería recordado por
siempre en su tierra. El Presidente movió sus fichas en el Congreso de la
República para que se modificara una legislación que impedía destinar recursos
financieros a la construcción. Como los faraones y sus pirámides, el gran
puentecito fue bautizado con el nombre del único pereirano que ha llegado a la
Casa de Nariño y en lo más alto de los pilones el logotipo del Instituto
Nacional de Vías conserva el aspecto de un misterioso jeroglífico.
Muchos años después quedé
asombrado cuando comencé a descubrir afiches, réplicas y posters del viaducto
en los lugares más remotos e insospechados del país: en una finca campesina de
Nariño, en un restaurante barato de la galería de Valledupar, en un mercado de
las pulgas de Bogotá, en un almacén de artesanías en San Agustín, en un
terminal de transportes de La Guajira, en una buseta de Medellín. Algunas veces
la gente lo adornaba con luces navideñas, o lo enmarcaba junto a los
infaltables cuadros del Sagrado Corazón de Jesús, como si fuera un nuevo Dios
de la modernidad y el progreso.
El proyecto costó 20 millones de dólares, se hizo con dineros de la
nación y un préstamo del Banco Interamericano de Desarrollo.
El proyecto costó 20 millones
de dólares, se hizo con dineros de la nación y un préstamo del Banco
Interamericano de Desarrollo. Los tirantes de acero que sostienen el
puente los fabricaron en España y los probaron en Francia en laboratorios
especializados, hasta donde viajó el ingeniero José de la Cruz Velásquez para
acompañar los experimentos. Las vigas eran de tecnología belga y fueron
fabricadas por la Metalúrgica Van Dam de Venezuela. Las uniones de neopreno que
conectan al tramo atirantado con los empalmes se importaron de Alemania. El
concreto se vaciaba desde las doce de la noche hasta la madrugada para lograr
condiciones óptimas de temperatura en el secado. La construcción inició en
octubre de 1994 y el puente fue inaugurado el 21 de noviembre de 1997, una mole
de dos mil ochocientas toneladas de cemento y metal, que le quedaba inmensa a
esta ciudad donde todavía muchas casas eran de bahareque y tejas de barro.
Pereira tenía en aquellos años
dos calles anchas a las que llamábamos “avenidas” con demasiada pompa, también
algunos edificios altos, pero seguía conservando ese aire pueblerino y
parroquial de toda la vida. El viaducto fue la primera de las grandes obras que
transformaron la urbe hasta convertirla en una ciudad moderna. Luego vendría la
renovación urbana de la galería, la llegada de los grandes centros comerciales,
la creación de un sistema de trasporte masivo, la integración vial con otros
municipios cercanos y los ensanches y la expansión de la ciudad, mientras se
derribaban por miles esos ranchos viejos de los que hablan los bambucos. El
viaducto se levantaba con su todopoderosa omnipotencia para tutelar y
supervisar esa demolición permanente, que es la manifestación más clara de un
fenómeno económico: “Hemos dejado atrás querellas y animosidades y avanzamos en
integrar nuestros mercados desde Alaska hasta la Patagonia”, dijo César Gaviria
en noviembre de 1997, cuando inauguró el puente.
Esa semana los periódicos
juraron que nuestro gran puentecito era el tercero más grande del mundo en su
género, después de los de Tampa y Normandía. Añadieron que se pondría una placa
conmemorativa a los trabajadores fallecidos durante su construcción, con estas
palabras:
Transeúnte que por aquí te
vas, detén tus pasos y quédate un rato a meditar que, para realizar este
inmenso puente entre 1994-1997, inmolaron su preciosa vida los trabajadores:
John Fredy Acosta, Héctor Daniel Morales, Gilberto Molina Álvarez, César
Augusto García, John Jairo Valencia, Héctor Iván López Ramírez. Reza por ellos
y que nadie los olvide. Pereira, noviembre 19 de 1997.
La placa jamás se puso.
La historia del inmarcesible suicida con pantalón ancho es también la de
aquel futuro ruinoso que nos llegó, pero envejeció al borde del puente sin
atreverse a saltar, con la decepción de saber que al frente no hay nada, solo
el vacío
Gustavo Restrepo, flaco, canoso y arrugado por los años, brincó las
barandas protectoras del Viaducto César Gaviria Trujillo con intención de
saltar. Esa tarde de octubre de 2015, cuando los policías lo volvieron a
atrapar, llevaba una camisa blanca manchada, un pantalón café y sus eternos
zapatos de charol ordinario, pero ahora tenía junto a él una botella de
aguardiente barato. Se dijo que era vendedor de frutas en la carrera octava. Se
dijo que con este ya acumulaba diecisiete intentos fallidos de suicidio desde
el puente, un record difícil de vencer. Se dijo que siempre hacía el amague,
nunca se arrojaba, porque entre sus intenciones no estaba morir, sino que lo
internaran en el Hospital Mental, donde se había enamorado de una de las
enfermas desde la primera o la segunda vez que lo llevaron. La historia del
inmarcesible suicida con pantalón ancho es también la de aquel futuro ruinoso
que nos llegó, pero envejeció al borde del puente sin atreverse a saltar, con
la decepción de saber que al frente no hay nada, solo el vacío.
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