- HASTA LA VUELTA, SEÑOR…-
Alfredo Cardona Tobón*
En las horas de la noche las
calles coloniales de Quito se llenan de
misterio; el tiempo parece retroceder y los faroles proyectan sombras que
parecen caballeros con gruesas capas y
damas con velos cómplices de sus furtivas salidas.
En uno de mis recorridos
nocturnos por Quito en las cercanías del antiguo convento de San Diego,
rehabilitado por el municipio, encontré una vieja casona de dos pisos con un aviso que decía: “Hasta la vuelta
señor- Fonda Quiteña”. El nombre picó mi curiosidad y entré a uno de esos rincones de “La Ciudad de las leyendas” donde legiones de
golondrinas anidan en los campanarios de las innumerables iglesias.
“Hasta la vuelta, Señor…” es un nombre extraño para un sitio
comercial, pero como muchas frases
quiteñas está ligada a un hecho prodigioso que le da sentido, y en esta
caso con el padre Manuel de
Almeida y Capilla, el mismo fraile
franciscano autor de los gozos navideños que empiezan con:” Dulce Jesús mío, mi Niño adorado, ven a
nuestras almas, ven no tardes tanto.”
Todo empezó a fines del
siglo XVIII con un jovencito de 17 años, ingresado al convento franciscano de
Santa Clara, no por propia vocación, sino por el deseo piadoso de don Tomás Almeida y su esposa Sabastiana, que
deseaban ardientemente un hijo sacerdote.
El encierro y la oración
poco hicieron para vencer los ímpetus juveniles de Manuel quien ante la
invitación de un compañero, una noche escaló los muros del convento para gozar
de los encantos de una damisela de vida alegre.
Las salidas se multiplicaron arrastrando en la aventura a varios novicios
franciscanos que unidos a otros descocados dominicos hicieron de las suyas en
burdeles y mesones.
No faltó quien informara de
los desmanes al cura coadjutor y para que no se escaparan los novicios se
elevaron los muros del convento. Pero Manuel Almeida obsesionado
por las damas, el licor y la música encontró la manera de salir por una ventana
de la capilla utilizando un Cristo Crucificado a manera de escalera.
Varias veces salió y entró
el redomado pilluelo hasta que en una
madrugada la imagen cansada de los pisotones abrió los labios y dijo con
una voz grave que retumbó en la capilla: “¿Hasta cuándo Padre Almeida?“
Con el efecto vivo del
licor, Manuel Almeida, creyó que era una chanza de sus amigos y con la
desfachatez de su irresponsabilidad
contestó jocosamente: “ Hasta la
vuelta, Señor…”
Al comentar el suceso con
sus amigotes del convento pensó que tal
vez todo había sido fruto de la imaginación;
sin embargo algo taladró su conciencia y por un buen tiempo olvidó las salidas y se dedicó a la oración.
Pasaron unos meses y al fin
pudo más la carne que el vago recuerdo de la recriminación del Altísimo. Así
que en una noche fría y con neblina, el aspirante a franciscano trepó por el Cristo, alcanzó la ventana y por
la quebrada de Auquy, por los rumbos
de la esquina del “Sapo de Agua” entró a
una casa de dudosa reputación donde lo esperaba la parranda y los brazos de
divertidas cholas.
Música,
licor y pecados tras un biombo llenaron esa noche de parranda; cuenta la
leyenda que al llegar la madrugada, de regreso hacia el convento, Manuel Almeida
encontró por el camino una extraña
procesión funeraria camino al cementerio.
¿Quién es el difunto?- preguntó
el novicio a uno de los acompañantes del féretro. “Es el Padre Almeida” .dijo uno de ellos. Sin creer en la respuesta, el frívolo aspirante a
sacerdote levantó la manta que cubría el
cadáver y vio su propio cuerpo. Lleno de
espanto apuró el paso y como si le ardieran las manos se deslizó por el crucifijo hasta alcanzar el suelo de la
capilla.
-¿Hasta cuándo Padre Almeida?-
¿hasta cuándo?- volvió a decir el
Crucifijo con una voz grave que heló la sangre de Almeida.
- ¡Hasta nunca jamás!, Señor
mío- Fue la respuesta de Manuel Almeida
Capilla quien desde ese mismo momento se convirtió en el más devoto del
convento e inició una vida pía que lo llevó a ser Maestro de los Novicios,
predicador, Secretario de Provincia y Visitador General de la Orden
Franciscana.
De nuevo en las calles coloniales
de Quito, en medio de las sombras alcancé a ver el aviso de otro local. Entre
las sombras de la vieja ciudad adiviné otra leyenda. Los faroles parecían, esta
vez, proyectar las figuras de antiguos espadachines. Pero era tarde y con la sensación que esas sombras iban tras
mis pasos me dirigí presuroso al hotel donde me hospedaba.
Buena leyenda
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