Alfredo Cardona
Tobón*
Sin meternos con
normas o consideraciones morales creo
que deberíamos rescatar la memoria de las cantinas como símbolos de una cultura
y como puntos de encuentro de las generaciones pasadas que financiaron la educación con las licoreras oficiales y
superaron las frustraciones en medio de
las borracheras.
Las cantinas fueron
los nidos del vicio de los ancestros y el blanco de la ira de los clérigos y de
las autoridades conservadoras del antiguo Antioquia. El padre Amador en
Pensilvania y el padre López en Samaná convirtieron en cruzadas la lucha contra
los bebedores y las cantinas. Alcaldes hubo en Salamina que cerraron esos
“refugios de vagos”, y otros en Manizales que con gruesas multas intentaron
arruinarlas.
Pese a embates de
curas y de alcaldes las cantinas sobrevivieron hasta mediados del siglo veinte;
el traganíquel remplazó a la vitrola, se cambiaron los taburetes de cuero por
sillas cromadas, en vez de cantinas se
llamaron bares y para colmo de los males las mujeres en forma de meseras invadieron esos dominios exclusivamente masculinos..
RECORDANDO TIEMPOS
IDOS
Para que no queden
dudas, antes de seguir hablando de las cantinas, tendremos que diferenciarlas de unos
establecimientos medio parecidos llamados cafés. En el café los viejos
jubilados le hacían digestión a un tinto jugando póquer, parqués o damas y se
podía pedir un pintadito con pandequeso o una calmarina con cucas.
En cambio en las cantinas se tomaba trago para narcotizar
las penas, celebrar un encuentro o departir con amigos en torno a una paca de
cerveza o de una botella de aguardiente. Había varios tipos de cantinas: las
permanentes de los pueblos grandes y las de los villorrios menores que atendían
solamente los días de mercado, o en fechas especiales como el novenario de la Virgen del Carmen o la fiesta del patrón o la patrona
de la parroquia.
En la mayoría de
las cantinas solamente se expendían bebidas alcohólicas, nada de comisos ni
empanadas, nada de sirope con almojábanas; a veces se veían combinaciones de
cantina-tambo, cantina-fonda o la
cantina-tienda, donde además de los licores se ofrecían abarrotes, granos
y hasta asistencia y camas, pero eso era
en el campo, en los caminos eriazos, en las más profundas lejanías.
Sin embargo en
muchas cantinas, o “antros del averno”
según los clérigos, las beatas y las sufridas esposas de los borrachos
consuetudinarios, sirvieron a nobles causas: En la tienda-cantina de Varillas,
por ejemplo, se reunieron los labriegos que fundaron a San Joaquín ( Risaralda)
y un tambo-cantina en las faldas del
Tatamá sirvió de base a los guaqueros
que dieron vida a Santuario en el departamento de Risaralda..
En la época de la
arriería las cantinas se surtieron con
aguardiente “tapetusa” destilado fraudulentamente en alambiques primitivos. En
ciertos puntos como el de Ventanas, en el camino entre Jardín y Anserma, las
mulatas de Otrabanda y Girardota
complementaban con caricias el tibio calor de los “guarilaques”.
Posteriormente, cuando los arrieros se convirtieron en choferes, las carreteras
facilitaron la distribución del aguardiente oficial producido en Pereira y
Manzanares, y los camiones con las cervezas de Bavaria se encargaron de desplazar las chichas, los
siropes y los guarapos fermentados.
“EL ELOGIO DE LA CANTINA ”
La vitrola fue el
alma de las cantinas. Ese sencillo aparato con una bocina, un tornamesa de
cuerda y una aguja de acero que recorría los surcos del disco de acetato a
setenta y ocho revoluciones por minuto llenó de música los rincones de Colombia. Las vitrolas se
apoderaron de los páramos y de las tierras cálidas, de los valles y de las
agrestes montañas en una época cuando la electricidad era un lujo y se
desconocían los radios de pilas.
Los boleros, los
pasillos, las zambas y las tonadas
llenaron las cantinas y se
incrustaron en el corazón de nuestro pueblo, en tal forma, que si en tiempos
futuros los antropólogos quisieran rescatar
el sentimiento latinoamericano de
la primera mitad del siglo veinte, tendrían que buscar en el repertorio musical
de las cantinas los sueños, las penas y las alegría de esos tiempos.
El Doctor Carlos
Arboleda González en amenísimas
conferencias, con las interpretaciones de “Los Hermanos Uribe”, revivió la
memoria de la cantina con las canciones
que un día enamoraron a las abuelas o acompañaron los tragos amargos del
desengaño. Julio Jaramillo, Olimpo Cárdenas, Los Trovadores de Cuyo…
fueron las voces mestizas de América que
al escucharlas de nuevo nos traen la añorada presencia del pasado, esas voces recuerdan
una cultura cuyos rescoldos se atizan al elogiar la cantina.
El día que
enmudezca Olimpo Cárdenas, el día que
calle Julio Jaramillo o se
apaguen las melodías de Segundo Rosero, sobreviviente de los viejos tiempos,
desaparecerá una época, se borrarán las huellas de los abuelos y la
globalización con su “tun-tun” y sus ruidos discordantes amellará sin remedio
la fibra del alma latinoamericana.
Por otro lado, los
gringos que van un kilómetro adelante de los cazurros y ladinos mestizos
latinoamericanos indirectamente están reviviendo la cantina al dar estatus
tecnológico a las vitrolas cuyas agujas compiten con los rayos láser de los
nuevos equipos.
Vitrola y cantina
fueron un solo ente, vivieron en perfecto amacise. Por eso cuando suena una
vitrola, la cantina renace y así se esté en un penthouse, las paredes se llenaran de cuadros con
letreros de hoy no fio mañana sí,
volverá el olor rancio de orinal y las sillas tapizadas se convertirán
en taburetes de vaqueta, a los godos les saldrá un grito de ¡Viva Laureano!, y
a los rojos, si queda alguno de verdad, se le escapará ¡ Viva el glorioso
partido liberal!, porque las cantinas tuvieron la característica de tener
partido, unas eran azules y otras eran cachiporras , y, además, después de los
hospitales fueron las que contabilizaron
la mayor parte de los muertos.
Ahora parece que no hay cantinas, como dice el autor del texto; una que quedaba en Pereira en la 25 con 9, que alcancé a conocer aunque por mi corta edad no a degustar lastimosamente, pero aún prendida en los relatos de mi padre y abuelo, ya que quedaba a unos pasos de la casa de mis abuelos.Después la trasladaron a la 9 con 22, creo, y ya tenía otro aire, más cool e intelectualoide, con algún libro de Ramón Gómez de la Serna olvidado en un anaquel, al lado de otros con las "grandes obras" de los "escritores" locales. En la Galería por los alrededores de la Avenida del Ferrocarril sí hay varias todavía, llenas de campesinos que vienen sábados y domingos a vender sus mercancías para abastecer la ciudad enguayabada, pero a ésas los aspirantes a artistas no van porque les da miedo la cercanía con la Antigua Galería, aunque ya no existe como antes era.
ResponderEliminarCasualidad buenísima que mis padres, abuelos, bisabuelos, tatarabuelos y yo mismo somos oriundos de los lugares donde se destilaba la "tapetusa" (recuerdo a Gonzalo Arango con su cuento Soledad bajo el sol) y otros fundados bajo su calorcito: Pereira, Manzanares y Santuario. De los letreros que me hacían y hacen aún reír está:"de su cultura dependen los machetazos" y cómo recuerdo a San Joaquín ( no sé si en mi delirio aguardientoso es el mismo caserío cercano a Pereira donde unas vacaciones, el Niño Dios me trajo una guitarra comprada en un taller de San Joaquín y por eso el Divino Niño se retrasó un poco ese día, porque el luthier estaba ya emparrandado y no había terminado el encargo de la guitarra).
jotagé gomezó
Yo conocí la vitrola , la única que había en mi pequeño pueblo de La Cuesta , municipio de San José de las Matas , República Dominicana , en la década de 1950 , recuerdo que había que darle cuerda para que continuara tocando.tiempos memorables. ..!!!!
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