CIENTO
OCHENTA DIAS EN EL FRENTE
Alfredo
Cardona Tobón”
Jorge
Isaacs plasmó los atardeceres del Valle del Cauca y el vuelo de las garzas
sobre los playones del río; José Eustacio Rivera se adentró en los morichales y
descubrió en los raudales la tragedia de los indígenas; Benjamín Hoyos retrató
la gesta de la colonización paisa al descorrer el celaje de los guaduales y el
manizaleño Arturo Arango Uribe en “Ciento
ochenta días en el frente” nos muestra el infierno verde del Putumayo y El
Caquetá en una guerra contra el invasor
y la vorágine de la selva.
En
“Ciento ochenta días en el frente” se recuerda un conflicto que se presentó debido al descuido y la cobardía
de nuestros dirigentes. Rafael Urdaneta Arbeláez aconsejó retirar los soldados
que guardaban a Puerto Leticia dizque para salvar el honor nacional y se entregó a unos aventureros peruanos sin disparar
un tiro como se hizo en Panamá y
con el mar antillano que se le cedió a Nicaragua
y repitió el mismo Urdaneta con los islotes de Los Monjes privando a Colombia
de una porción importante del lago de Maracaibo.
El
llibro de Arturo Arango Uribe, editado
en 1933 es el reclamo de la provincia al Bogotá sucio y atenido de principios
del siglo XX, con sus filipichines y “glaxos”
y una vida mediterránea a espaldas de la realidad nacional. En “Ciento
ochenta días en el frente”, Arturo Arango va tras los pasos de José Uribe, el
personaje de la obra que cubre las noticias de guerra en las soledades del
Putumayo y el Caquetá.
Las
ciento noventa páginas del relato son el diario de ida y vuelta de los voluntarios que marchan al combate con sed de
gloria y regresan, como espectros carcomidos
por el paludismo y la manigua En el interior del país la guerra con el Perú se
tomó como una aventura matizada con manifestaciones patrióticas y simulacros de jinetes que cabalgaban en medio de vivas y el himno nacional. Pero la
realidad era otra: no era solamente contra un vecino ventajoso sino contra la
Naturaleza que guardaba lo que dominaba desde la creación.
José
Uribe cruzó las llanuras ardientes del Huila y más allá de Florencia penetró en
la inmensidad de la selva con sus sepulcros de musgo, donde los vegetales se pudren
horodados por el mojojoy y la culebra ciega. La caravana de José Uribe llegó al
río Cara Paraná y en esa tierra sin dueño los sorprendieron las ráfagas de fusil
de la gente de la Casa Arana. Fue el bautismo de fuego. A partir de allí se
empezó a sentir la pesadumbre del paisaje y los ríos se convirtieron en
monstruos de piel blanda y lisa. Arrastrados por las aguas José Uribe y sus
compañeros llegaron al río Orteguaza con el sol quemante y la resolana del
verano. Sobre el caudal escaso las
canoas los llevaron hasta el rio Caquetá navegando entre la selva al lado de
tortugas con las cabezas al viento. Al fin llegaron a Puerto Boy y encontraron
la guerra al ver un hidroavión anclado en la mitad del rio y a su lado varios
aviones de caza. El sitio era un terrón de civilización armada en medio del desierto verde, allí hablaban
alemán los pilotos y los mecánicos, se comunicaban en español los soldados y
oficiales y se entendían con sus
lenguajes los indios guahibos y coreguajes que movilizaban pertrechos y provisiones.
Entre
los ríos Caquetá y Putumayo se construía una carretera de 25 kilómetros de
longitud. Era una trocha amplia que todo se lo tragaba, era una greda maldita que devoraba todo lo que le
echaban encima, hasta los arrieros y las mulas que intentan ocuparla. Fue un “elefante
blanco” que nunca se terminó por falta de recursos y trabajadores, pues los que
enganchaban duraban poco entre el monte y no había con quien remplazarlos.
Sesenta
chozas pajizas tendidas sin orden ni juicio componían la aldea de Caucaya en la
orilla norte del Putumayo.Las cañoneras Santa Marta y Cartagena apuntaban sus armas
y en el embarcadero un grupo de soldados esperaban, simplemente esperaban...
quizás el sonido del clarín ordenando el ataque o el choque con el enemigo que
avanzaba entre la manigua.
.
Al
fin sonaron las cornetas con voz miedosa y todos corrieron a sus sitios de
combate: Los nuestros ocuparon la isla de Cachaya y luego atacaron el barranco de Guepí
en tierra enemiga. Las ametralladoras fijaron sus miras sobre los aviones peruanos
que descendían en picada y luego enfilaban sus morros hacia las nubes. Por esos días se conmemoraba el triunfo de las
armas grancolombianas sobre las tropas peruanas en el Portete de Tarqu. una
victoria desaprovechada pues no se fijó la frontera que hubiera evitado los
conflictos posteriores.
El 26 de marzo de 1933, los proyectiles de los
cañoneros fragmentaron las trincheras de Guepí, las ametralladoras silbaron, se
oían gritos y alaridos… los cañoneros Cartagena y Santa Marta tronaban, los
aviones colombianos dejaban caer sus bombas, los macheteros del Cauca desembarcaron
en la orilla peruana, poco a poco despejaron las posiciones enemigas y en la
parte alta del barranco tremoló la bandera tricolor. En el desconcierto de la
derrota los peruanos buscaban el camino de Pantoja y detrás de ellos iban los
macheteros decapitando a quien alcanzaran.
Los
fuegos encendidos en Tarapacá, y Guepí consolidaron la Victoria. Y mientras se luchaba en la selva otros se
enfrentaban a la muerte pegados a una vida miserable consumidos por el calor y
la fiebre. Los afectados por el tifo estaban en una casa grande unos
inconscientes y otros resignados a la muerte, muy pocos se salvaban de milagro; almas
caritativas llevaban los cadáveres al sepulcro y los sepultaban en el barro
blanco, sin ceremonia se saldaba la horrorosa tragedia que se cernípor parejo sobre los soldados peruanos y colombianos.
Al
fin se pactó una paz vergonzosa que se
firmó con la pérdida de más de cien mil kilómetros de territorio. Fue
entonces cuando Arturo Arango Uribe y demás sobrevivientes repasaron las
trochas cruzando por Sibundoy, La Cocha y Pasto. soñando con una Colombia distinta,
con Manizales convertida en una gran universidad, un norte de Caldas desarrollado, un departamento cruzado por carreteras y
ferrocarriles, en un ejército formador de virtudes y , en una organización política el centralismo asfixiante de los bogotanos y
el litoral del Pacífico sin hambre ni miseria.
Al
leer” Ciento ochenta días en el frente” se siente un sabor amargo de patria y a
uno lo invade la soledad de la hojarasca, es una obra caldense que rescata el
mundo perdido de la Amazonia, y muestra
el desamparo sin termino de la Colombia profunda
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