“En todo caso, la tragedia fue una conmoción
no solo entre su gente, sino que afectó por contagio al pueblo raso, que se
asomó a las calles con la ilusión de conocer, aunque fuera el resplandor de la
leyenda”.
Gabriel García Márquez. El amor en tiempos del cólera (1985)
Regina Vélez Chaverra
En
estos últimos meses se alteró la manera de relacionarse las personas, se
paralizó la economía, cambió la vida académica de colegios y universidades,
hasta el punto de virtualizar la educación, aún sin tener los conocimientos y
recursos necesarios para llevar la educación hasta los lugares más recónditos,
obligando a los gobiernos a ampliar la conectividad y hacer viable esta
modalidad educativa.
Sin
embargo, la práctica de la educación virtual ha limitado la socialización de
los niños, jóvenes, adolescentes y profesores, se han desperdiciado los
encuentros grupales, las tertulias académicas y culturales; al maestro se le
dificulta la evaluación continua y el seguimiento real de los procesos. La
tarea ahora es comunicarse a través de Internet y de las redes sociales. Los
jóvenes ven esta oportunidad como una ventaja, por el contacto con nuevas
culturas, otros idiomas y modelos de conocimiento.
De
otro lado, la pandemia confinó a las personas a permanecer en sus hogares,
convirtiendo estos espacios familiares en empresas, centros educativos, salas
de reuniones, conferencias y todo bajo la modalidad virtual. ¿Quién estaba
preparado para estos cambios profundos? Nadie. Tocó improvisar, hacer gastos
sin tener los recursos necesarios y hasta endeudarse para poder dar rendimiento
a las nuevas exigencias.
¿Quiénes son los mayores damnificados?
La
emergencia por la pandemia ha hecho visible la vulnerabilidad de las personas
con una salud física, emocional y mental precaria; así mismo, se ha hecho más
notoria la violencia intrafamiliar, los maltratos, violaciones y asesinatos de
mujeres y niños; en fin, la falta de respeto y el estrés individual y
colectivo, aumentaron en gran escala.
Para muchas personas este tiempo de pandemia
implica una situación trágica por causa de las pérdidas que ha tenido
enfrentar: salud, empleo, vivienda, bienes adquiridos con tanto esfuerzo y lo
que es más doloroso, la muerte de seres queridos.
La
pandemia ha agravado la situación, pues ha visibilizado las grandes brechas
estructurales de las regiones y los costos de esta desigualdad se volvieron
insostenibles. En América Latina, por ejemplo, se muestra la inconformidad de
sus pueblos por el hambre, la pobreza, la enfermedad y la miseria; estos han
hecho estragos en las grandes ciudades. Los inconformes, oportunistas,
opositores al gobierno y hasta los desadaptados salen a las calles a protestar;
forman disturbios, asaltan entidades oficiales y privadas, destruyen, roban,
desacreditan las instituciones gubernamentales y se pone en juego la vida de
quienes garantizan el orden y la seguridad.
Estas manifestaciones emocionales son producto de
la angustia, desconfianza, ansiedad, temor al contagio, enojo, irritabilidad,
sensación de indefensión frente a la incertidumbre e impotencia. También han
surgido expresiones de discriminación y estigma frente a las personas
diagnosticadas con COVID-19, dado que es una enfermedad transmisible, nueva y
desconocida.
Después de la tormenta, llega la calma. Esa es la
esperanza, y en ella hay que confiar. Es necesario reconstruir las naciones con
igualdad y sostenibilidad de un verdadero estado de bienestar, donde reine la
paz, la tranquilidad, la verdad, las oportunidades laborales, el respeto por
las opiniones diferentes, que se genere riqueza colectiva y no para unos pocos,
que los servicios públicos sean para todos y que la educación sea el verdadero
trampolín de un futuro mejor para las familias
LA COTIDIANIDAD DE LA PANDEMIA
Alfredo Cardona Tobón
Al virus que ha asolado al
mundo se le suma en Colombia el estallido social, que se venía gestando desde
mucho tiempo atrás, como resultado de la desigualdad social, el surgimiento de
castas soportadas por el narcotráfico y la corrupción, a lo que se agrega la
desesperanza de varias generaciones que no encuentran un horizonte.
El COVID 19 y las marchas descontroladas han
puesto en evidencia un estado débil, balbuciente, incapaz de proteger la vida,
la honra y los bienes de los ciudadanos y que solo ha atendido los intereses de
una clase que desde siempre ha vivido a costa del pueblo.
En los últimos meses los violentos han tomado
la iniciativa: han sitiado a la nación, están destruyendo su infraestructura,
se han apoderado de las calles y avenidas, atacado impunemente a los agentes
del Estado y coartado el derecho al trabajo de las grandes mayorías.
Por miedo a la opinión de
países que poco o nada saben de los problemas nuestros y por temor a las
acusaciones de grupos radicales que están aprovechando la coyuntura y ven en ella la oportunidad de
tomarse el poder, se ha llegado a la más vil tolerancia, dejando en manos de
los vándalos el destino de la gente pacífica.
A mediados del siglo pasado,
en tiempos de los gobiernos de Mariano Ospina Pérez y de Laureano Gómez los
antisociales cobijados por banderas partidistas se apoderaron del país y a principios del presente siglo fueron
los narcotraficantes los dueños de Colombia; ahora se puede repetir la historia
pues narcos y terroristas escudándose en las protestas sociales están
desbordando al Estado.
La pandemia y los desmanes
han enclaustrado a las generaciones más viejas y a las generaciones niñas. Esto
es muy grave pues en las casas, los apartamentos y demás sitios restringidos
está creciendo la violencia intrafamiliar, la neurosis y la claustrofobia con
todos los inconvenientes de orden familiar y colectivo que generan esas
situaciones.
La pandemia y el desorden
han traído el desabastecimiento causado por el cierre de vías y negocios al
igual que la carestía, la inflación galopante y el hambre que empieza a
causar estragos entre la población menos favorecida. Los jinetes del Apocalipsis se han abalanzado
sobre nuestra pobre patria que carece de dirigentes capaces de enfrentar esta
crisis, que no tiene grandeza para
pensar en el prójimo y también de caridad para compartir con los más
necesitados.
En la pandemia no solo se
han visibilizado las brechas entre los colombianos sino que se han agudizado. Un ejemplo está en la
educación: muy pocos tienen la oportunidad de acceder a instituciones de calidad
y los mas, sin recursos tecnológicos y científicos, apenas reciben
un simulacro de instrucción que jamás les dará la oportunidad de
competir en un país donde los destinos están
señalados desde el nacimiento.
No se ve un puerto en esta
tempestad; estamos bajo el imperio de sectores políticos sin rumbo y en medio
de grupos desbocados que aprovechan el desgobierno para destruir y arrasar,
como si ello fuera la salida para contrarrestar la injusticia. Es difícil ser
optimistas, pero como en otras ocasiones el país emergerá de la tragedia, pues parece
que tenemos un Dios que a última hora nos tiende su mano.
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