Jaime Lopera
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15 de abril de 2019
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¿Podemos imaginar a Newton negociando la ley de la gravedad con el mejor
postor que se presente en su laboratorio de Londres? ¿O al viejo Darwin
lidiando por una mejor oferta monetaria por su concepto de la evolución? ¿O los
padres de la independencia norteamericana haciendo lo propio con la declaración
de los derechos del hombre?
Cuando algo tan abstracto como un conocimiento se intenta negociar en
forma similar a una cosa concreta que se compra y que se vende, entramos en el
más delirante capítulo del capitalismo mercantil, ahora tocado por los vientos
de la globalización. Pero esa posibilidad ya no es extraña: poco a poco los
colombianos hemos entrado en ese terreno increíble en el que los conceptos
inmateriales (en este caso, una ley o una sentencia judicial) también pueden
ser negociados en el mercado abierto.
Aunque suene a una contradicción de términos, algunas “mercancías
abstractas” se pueden negociar en el mercado político de las cosas tangibles:
por ejemplo, hacer confusa la redacción gramatical en el artículo de una ley,
colocar una frase deliberadamente ambigua en un complejo fallo arbitral, hacer
tan enrevesada la sentencia de un tribunal que sirva para procurar otro pleito,
redactar frases acomodaticias en una licitación, en un permiso conveniente, en
una autorización, una acta, un voto —o, peor todavía, organizar un silencio.
Por la adecuada y maliciosa redacción del artículo de una ley se pueden
dar notarías o embajadas a cambio, o permutarse dicho truco por otros jugosos
empleos en la administración pública y más premios de la misma índole. La lista
es interminable, tanto como son las grietas ilícitas del Estado colombiano en
todas las leyes y decretos donde se aposenta la burocracia —muchas ellas
deliberadamente acopladas por un legislador ladino.
No queremos decir que solo éste sea el único territorio de la
compraventa de abstractos, sino que es el más amplio y el que ofrece más
oportunidades para las transacciones. Por si fuera poco, esa nueva y poderosa
profesión del lobista será más o menos rentable de acuerdo con la eficacia
alcanzada por estas categorías de mercancías legales, manipuladas para
favorecer un interés particular.
Mientras las leyes, los procedimientos, los permisos y las prebendas
encuentran un suculento mercado económico de negociación, podría hablarse de
que la oferta crece, pero al mismo tiempo crea su propia demanda. Crece la
oferta porque los legisladores deshonestos la ponen al servicio de los
transgresores que pasan de pupitre en pupitre alabando una frase equívoca o
facilitando una coma donde debe ir un punto final.
No obstante, aun cuando no todas las leyes económicas sean fáciles de
comercializar (por ejemplo, la moneda mala desplaza a la buena), no hay límites
para los transgresores y rebuscadores nacionales. Tanto los que están delante
como los que están detrás de las ventanillas, todos ellos son sujetos activos
en este cuadro infernal de hacer negocios con la ley, cuya corrupción del
tejido moral de nuestra sociedad parece inacabable.
Abril 2019
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