Alfredo
Cardona Tobón
DON
EMILIO BETANCOURT Y EL PADRE BARRENECHE
Alfredo
Cardona Tobón
Una
nube se levantó de la desolada carretera
y el viento arrastró una cortina el polvo que taponó la vista del caserío de San Clemente. Atrás quedaron las
veinte casas con una iglesia, los cercados de piñuela y los setos de hortensias
florecidas que daban un toque de vida al estático poblado.
El
caserío había tenido mejores tiempos: al
finalizar el siglo XIX era una avanzada de los colonos paisas que se
desplazaron desde Oraida hasta la Serranía de Mismis y fue la punta de lanza de
la penetración conservadora en las parcialidades indígenas de Quinchía y
Guática.
Por
obra y gracia de Clemente Díaz y otros políticos nuñistas de Riosucio, San
Clemente, llamado inicialmente Pueblo Nuevo, alcanzó la dignidad municipal con
el nombre de Nazareth, pero en la Guerra de los Mil Días las guerrillas
liberales de David Cataño y de Ceferino Murillo despoblaron la aldea y la sumieron
en la mayor pobreza.
En
San Clemente se oficiaban misas, se rezaba el Rosario y se ordeñaban unas vacas
entecas que parecían chivos; en 1930, cuando subió al poder el liberalismo la localidad
se había convertido en una mera inspección de policía atendida por funcionarios
de Guática adscritos al partido conservador, pues no podía ser de otra manera
en un poblado donde no había un solo vecino liberal.
Por ello en 1944 cayó como una bomba el nombramiento de Emilio
Betancourt, un collarejo residente en Quinchía, que a falta de otro oficio
aceptó la inspección de policía de esa sección guatiqueña. Emilio Betancourth
era oriundo de Pueblo Rico, había cursado estudios secundarios en el colegio
San Agustín de Santuario y estaba
casado con una de las bellas sobrinas
del padre Marco Antonio Tobón, un cura que por liberal y modernista lo habían alejado
de los altares.
Don
Emilio era culto e ilustrado , contaba con la inteligencia mala, que según su suegro
solo servía para ocupar puestos mal pagos, al contrario de sus hermanos que
tenían la inteligencia buena que
permitía conseguir plata
Emilio Betancourth
Don
Emilio acumuló hijos y deudas y por eso en una de las malas rachas fue a caer a
San Clemente, animado por sus copartidarios quinchieños que intentaban infiltrarse en la comunidad
del caserío.
El
nuevo inspector llegó una tarde de febrero, lo recibió una llovizna helada y un
perro negro que deambulaba por la estancia con capachos de maíz colgados del
techo y que sirvió de oficina y de residencia a la la familia del
nuevo funcionario.
Desde
el primer instante el inspector y el cura se erizaron como gallos de pelea, fue odio
a primera vista el sentimiento que embargó a los representantes de la
iglesia y el Estado en el dormido caserío.
Chocó el poder eclesiástico con el poder civil , al igual que lo hicieron el clero con los
radicales liberales durante el siglo XIX. En términos micros se revivía la
lucha por el poder entre los curas y los políticos liberales.
El
padre Barreneche sitió por hambre a don Emilio. Los feligreses no le vendían ni una taza de
leche para el pequeño, ni siquiera ahuyamas para echar algo a la olla. En los
dos ventorrillos de San Clemente le negaron los fiados; así que su esposa, doña Débora, tenía que asistir a misa a Quinchía porque no la recibían en la iglesia
local y don Emilio se vio en la
necesidad de viajar al municipio vecino, donde sus amigos le prestaban plata
para el mercado, pues el asentista de Guática
envolataba los pagos.
Poco
podía hacer el inspector ante el poder avasallador de la Iglesia. Sin embargo,
utilizando un seudónimo, enfilaba baterías contra el cura Barreneche en las
páginas del quincenario “Flecha Roja”, donde daba rienda suelta a su furor
anticlerical y ponía en evidencia el apetito del sacerdote por el ganado y las
fincas de tierra fría.
Don
Emilio terminaba el día cuando aparecían los cocuyos, pues en ese tiempo no
había luz eléctrica en San Clemente y empezaba la jornada con el mugido de las
vacas llamando a los terneros. Fuera
de litigios por linderos o reconvenciones
por escándalos de borrachos, en la inspección no había otra cosa que
hacer. A don Emilio le quedaba, pues, todo el tiempo del mundo y lo aprovechó
escribiendo crónicas donde dibujó de cuerpo entero la picaresca y la vida
del occidente del Viejo Caldas. Infortunadamente todo ello se
perdió porque ni su familia, ni sus
amigos estimaron en lo que valía esa labor tesonera que tiraron a la basura
cuando don Emilio murió en Cartago en los años sesenta
del pasado siglo.
Al
ver que era imposible penetrar en la fortaleza goda de San Clemente, don Emilio
retornó a Quinchía a fines de 1945 como secretario del Concejo . El día que entregó
el cargo fue una fecha gloriosa para el padre Barreneche y también para la
familia Betancourth Tobón. Doña Débora encendió varias velas a la Virgen y Chila,
la hija mayor, bailó de la
felicidad ante la posibilidad de
conseguir novio en otras tierras.
Para
no alegrar a sus enemigos políticos, don Emilio madrugó a cargar el trasteo en
el bus escalera de su cuñado Luis Angel. Montaron las camas, los colchones, unas jaulas con gallinas, al perro negro que ya
formaba parte del clan, al gato,
las ollas de la cocina y unas sillas de mimbre que eran el orgullo de la
familia. Cuando
el carro arrancó, las campanas de la iglesia empezaron a tañir. La gente se asomó
por las ventanas, el cura Barreneche
acomodado en la mecedora miraba sonriente desde el corredor de la casa
cural. Apenas
el vehículo se perdió entre el polvero de la vía, el sacerdote acompañado por
la Cofradía de la Milagrosa se acercó al altar mayor y dio gracias al
cielo por haber sacado el diablo de San
Clemente.
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