Relato de una persona cercana a una de las damas finas en la historia de los burdeles de Medellín cuya memoria se convirtió en leyenda entre sábanas y caricias.
Desde
el paraguas del anonimato, un amigo que frecuentó la casa de
Marta Pintuco, accedió a evocar su amistad con ella:
Es
una tristeza saber que en 1972, estando yo en el aeropuerto de
Heathrow, de Londres, mientras esperaba a alguien que venía del
exterior, oigo una voz que retumba en la sala y me dice: “Fulanito,
Fulanito, soy Marta, salgo para Colombia”.
Le
digo: “Marta, porque no me avisaste”, y me dijo que una hija
suya, casada con un inglés, la había invitado a su casa al norte de
Inglaterra y no había estado en Londres. Así me privé del
placer de llevarla a pubs, a la Galería Nacional a ver cuadros que
le gustaban, a comprar ropa fina pero sencilla y a disfrutar de su
compañía sin efectos ulteriores.
Ella
había tenido una hija que mandó a estudiar a Boston. En 1962,
la maestra le pidió escribirle a la mamá en inglés y que ella le
contestara unas cuantas líneas en inglés. Como estaba enfermo
me pidió el favor de que la recibiera en mi casa (de Medellín)
donde me reponía de una fuerte gripa. Mi mamá la recibió, me
la trajo a la alcoba para que me leyera la carta y le ofreció un
tinto. Traduje la carta, le dicté tres líneas en inglés y se
despidió dando gracias con su simpatía y corrección de siempre.
Cuando
la había despachado en un taxi, mi mamá, intrigada, me dijo, ya
solos: “Cuéntame, ¿por qué no me habías presentado esta amiga
tan querida?”.
A
Martha le gustaba la buena ropa y compraba en boutiques exclusivas y
en Norka, que tú recuerdas era el almacén más elegante de
Medellín. Siempre le decía a su sastre que le confeccionara
trajes que fueran muy correctos y muy finos, pero no ostentosos, para
guardar una buena proporción con las niñas que cuidaba. Una
vez llegó a Norka a comprar unas prendas y preguntó duro que si
podía pagar con un cheque con el que yo le había pagado una tanda
de whisky. Las muchachas estallaron en risas pero le recibieron
el cheque.
La
última vez que vi a Marta fue entrando al Hotel Tequendama, hacia
1992, y me dijo que la llamara, me dio el teléfono pero perdí
el contacto.
Te
aclaro con la mayor cordialidad que su casa no era en Lovaina, el
corazón del esplendor prostibulario de Medellín, sino 3 cuadras más
acá, mucho más cerca del Prado, el barrio elegante de Medellín, lo
que daba a su dirección un sentido de subversión.
Era
una mujer muy elegante, muy divertida, muy graciosa y muy guapa.
Nunca fue escandalosa. Nunca hizo escándalos en su casa o
fuera de ella. Yo creo que era más una heredera de la época
de las grandes cocottes (mujer de costumbres ligeras, según el Micro
Robert), sin tener como ellas, amantes de la elegancia de los amigos
de Proust que la mantuviesen en grandes restaurantes y le comprasen
costosas ropas.
Ella
tenía el sentido de lo parroquial que éramos. Pero muy
superior a su ambiente. Oscar Dominguez se equivoca al
colocarme como cliente de las dueñas de otras casas que escasamente
conocí y que él menciona.
Me
das la idea, Óscar, de que algún día la podré entrevistar porque
cuando la vi en el Tequendama me dijo que vivía en Bogotá. Otro
amigo que la frecuentó me dijo que había comprado varios edificios
y de eso no estoy cierto. Marta, como tú dices, era excepcional y
merece un gran reportaje. Hay muchas leyendas sobre ella.
Compruebo
sí, como testigo, que Andrés Holguín, siendo Procurador, le
recitaba en su alcoba particular poesía francesa en sus propias
traducciones.
Nunca
abusó de sus clientes. Nunca les exigió que tomaran whisky.
Nunca los echó de la casa porque no consumían. Siempre los
aceptaba por ser bien educados, buenos conversadores y paisanos suyos
de Yarumal o vecinos. Gente educada y de valores como dos de
sus protegidas más hermosas. Eran mineras, incultas, pero de
una gran urdimbre humana. Hasta oírte, abrazos.
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