Alfredo Cardona Tobón
En
una de sus correrías Eladio Jaramillo estuvo en la la finca “La
Esmeralda” situada a orillas del río Risaralda y a media hora de
camino hasta Sopinga. Entre los recuerdos de esa época enmarcada por
los bocinazos de los barcos y por el ruido de los cascos de las
mulas, en la mente del “Tigre Eladio” quedó grabado un
mulato alto, de bigote ralo, dientes de oro, peinilla al cinto y
carriel terciado, a quien llamaban “Mangarracho”.
Parece
que el pasado retoñara en la cabeza de Eladio y los hechos se
retroalimentaran para agregar vivencias como sucedió en Otrabanda,
en la entrada de Envigado, donde a reglón corrido habló de
“Mangarracho”, un extraño personaje que conjugaba la arriería
con el barequeo de oro y las trovas con las leyendas que iban de
fonda en fonda con los juglares montañeros.
Sin
un peso, pues todo lo gastaba en jolgorios, “Mangarracho” tenía
tres tesoros : el carriel, su tiple y un perro negro como la
noche.. Como todos los “guarnieles” , el carriel de
“Mangarracho” tenía capacidad ilimitada, le cabían papeles
amarillentos, novenas, estampitas de los santos, monicongos, agujas
capoteras, retratos de amores pasados, un devocionario de la Cruz de
Caravaca, navaja perica, contras, un yesquero, cigarrillos pectorales
y tabacos ordinarios, de tres por centavo, que servían para espantar
los mosquitos y medir las distancias.
“Mangarracho”
había conseguido el carriel en una corrida de dados en
Palocabildo, no muy lejos de Jericó, y desde entonces no se
separaba de él, lo cargaba por atajos eriazos, por caminos parados,
lo llevaba a la iglesia, lo acompañó en francachelas y hasta en la
campaña de Sopinga, donde “Mangarracho” luchó bajo las
banderas azules de los ansermeños. Por su parte el tiple, de marca
“Badillo”, vino con un lanudo de Firavitova, Boyacá; era un
instrumento que acompañaba las trovas de “Mangarracho” y
tocaba sostenido por los torrentes de licor que apuraban los
arrieros. Respecto al perro, su historia era tan compleja como la
del dueño; lo llamaban “Titán” y era un sobreviviente de la
persecución montada cuando en la aldea de “ El Jardín” se
acabaron las nutrias y hubo necesidad de echar mano de los perros
negros para fabricar las cubiertas de los carrieles.
Los
montañeros de antaño creían que los carrieles llevaban el espíritu
del animal en el cuero de las fornituras: si la piel era de tigrillo
comunicaba al dueño la fiereza del felino, si de conejo la
habilidad para escaparse en los lances difíciles y si era de perro
negro , como sucedía con el carriel de Mangarracho, quien lo
terciaba, por más asentado que fuera, se volvía andariego y “
ladraba echao”.
“Mangarracho”
recorrió todos nuestros caminos, peleó con “El Patas” en
Balboa y tuvo amores con brujas disfrazadas de morenas candelosas en
las orillas del Cauca; fue una leyenda en el Valle de Risaralda donde
su memoria se confunde con la trova, la arriería, los espantos y
los aparecidos.
Nadie
conoció el verdadero nombre de “Mangarracho”.
Se
sabe que era natural
de San Félix. Allí
empezó
como sangrero, después
como peón de estribo y al fin como caporal. Manejó
haciendas en El Congal
en Pensilvania, en Alegrías de Aranzazu y en las planes del río
Risaralda.
LAS
HISTORIAS DE MANGARRACHO
Al
calor de
la lumbre de los tambos o en los
cuartos de enjalmas de
las grandes haciendas se reunían los arrieros antes de conciliar
el sueño ; era
la hora de las trovas y los cuentos y
cuando “ Mangarracho”
repasaba
sus vivencias como
la de aquel domingo que salió tardecito de la gallera del
Alto de los Micos
y empezó a
a cabalgar hacia el cañón de Guayaquil. Ya de
noche, y con la luz de la luna llena al pasar por
una casa abandonada vio salir un bulto blanco que le hacía señas y
lo llamaba: ! Esperame
¡“Mangarracho¡
! “Esperame
Mangarracho”!.
La voz salía como de un coco y el bulto expulsaba chispas como si
fuera un castillo de pólvora. “Mangarracho
“ pensó que le
había llegado la hora y con los pelos de punta clavó las espuelas a
la mula para alejarse del espanto. Pero en vano, porque en cada
vuelta del camino el
espanto aparecía detrás
de la bestia. Así
llegó a la casa; se apeó aterrado, cerró la puerta con tranca,
agarró un Cristo y se
puso a rezar con su mujer...
Al día siguiente fue a buscar la mula,
la encontró
desensillada
y con
la crin llena de trenzas.
Mientras
Mangarracho se explayaba en las narraciones, “Titán” levantaba
las orejas para corroborar lo dicho y daba vuelta para seguir
soñando con las hazañas que le endilgaba su amo, como aquella vez
que en menos de un día hizo el recorrido entre La Virginia y el
Alto del Obispo en Supía.
¿
Cómo así ? exclamaron los incrédulos contertulios del cuarto de
las enjalmas al escuchar
tamaña exageración.
Pues
si- respondió
Mangarracho- Resulta
que yo venía con Titán arriando una mulada de café hasta la
estación del tren. El perro jamás había visto ni oído una
locomotora. Descargamos y esperamos la llegada de la máquina y de
pronto la vimos cerquita, haciendo rechinar los rieles y pitando
estruendosamente ; fue tal el susto del perro que desapareció
como si se hubiera evaporado. Tiempo después, al regresar al Alto
del Obispo- agregó Mangarracho- me contaron que un día después de
mi partida apareció Titán muerto de sed y cojeando; había sido
tal el pánico al ver el tren, que corrió sin parar hasta llegar al
rincón del corredor donde se escondió tras un canasto.
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