Alfredo Cardona Tobón-
Al avanzar el siglo XX los
arrieros atendían el transporte de café desde los centros de acopio hacia las
estaciones de los cables a Mariquita y del norte caldense como también a las estaciones ferroviarias de la Troncal de
Occidente y a las del pequeño tren que comunicaba algunas veredas de Aguadas
con La Pintada
A fines de marzo de 1938 los
fletes por carga de café eran de $1.60 entre Salamina y Pácora y de $2.20 de
Salamina hasta Aguadas; como los fletes no compensaban el arduo trabajo de las recuas
y boyadas, más de cincuenta arrieros de esas localidades bloquearon el camino
al norte de Caldas para obligar a la
American Coffe a negociar nuevas tarifas.
El domingo tres de abril de
1938 el cronista “Mauricio” en su
columna del periódico “La Patria” de Manizales
publicó un artículo sobre los
arrieros, las mulas y los bueyes y el
papel de unos y otros en el sonado paro. “ Con motivo de la huelga de los
arrieros de Salamina, Pácora y Aguadas- escribe “Mauricio”- la mula y el buey
han obtenido un gran descanso. Alguien que entiende su lenguaje, agrega el
escritor, los oyó lamentarse bajo el sol canicular que tuesta las cigarras y
seca quebradas y arroyuelos y esto fue lo que escuchó:
-En cuanto a mí dijo el
buey- la huelga me viene como un regalo
de los dioses-
-Tengo mis mataduras- agregó
la mula- y mientras dure el paro sanaran mis heridas y viviré a mis anchas-
Un caballejo, una de esas
jacas que piden definitivo descanso escuchaba atentamente a sus compañeros de desgracias
y peladuras y golpeando el anca con la cola, asentía complacido mientras saboreaba un apetitoso bocado de yaraguá en medio del inesperado descanso.
Mientras las acémilas descansaban, los arrieros se preparaban,
como muchos años después lo hicieron los camioneros, para paralizar el
transporte y obligar a gobierno y empresarios a oir sus demandas. Desde los ventanucos del camino los
viandantes vieron pasar a caporales y sangreros sin las recuas;
torvos, revolucionarios, machete al cinto y sombrero a la “pedrada”; como
estampas de Rendón, aquel costumbrista
que se inmortalizó con el trazo de sus lápices.
¡Huelga de arrieros! Nunca se había visto tal
cosa. Los caminos eran culebras de paz
aferradas al espinazo de las montaña donde el silencio solamente se quebraba
con el acezar de las mulas y el resoplido de los bueyes y a veces con el
chasquido matrero de un machete asesino o las dianas de las montoneras en
marcha durante las guerras civiles.
La huelga de los arrieros
del norte caldense no podía durar mucho;
eso lo sabían los empresarios de la Coffe, pues ningún hombre es más inquieto
ni movedizo que un arriero; los caminos
engendran en su naturaleza el
afán de andar, su reloj es el gallo y el alba sirve de lámpara para cargar la
recua y desmantelar la tolda alumbrada por los primeros rayos de sol. Como se había previsto la huelga no dio tiempo
para curar las mataduras de la mula ni
alcanzó para dar un respiro al agobiante cansancio de los bueyes. Poco subieron
los fletes y la rebeldía de jáquimas y enjalmas apenas fue flor de un día.
El levantamiento de los
arrieros norteños contra la explotación capitalista fue la despedida, el canto
del cisne agonizante ante el inminente dominio del motor de explosión. Pronto
las llantas borraron las huellas de los cascos y los pitos apagaron el sonido de los cachos en las duras
pendientes.
La fracasada huelga de los
arrieros de Salamina y de Pácora no fue el único movimiento inconformista que
retuvo en los potreros y las pesebreras
a las recuas y boyadas, pues a fines del siglo XIX también se presentó
una huelga en la vía que llevaba al Magdalena y hubo otro paro, este sí con fintas de machete, por
las lomas tatameñas de Santuario.
Con la apertura de las
carreteras fue imposible competir con los camiones, las escaleras y los yipoes.
La enorme diferencia en los costos de transporte liquidó la arriería, con los
tambos, las fondas, el parrandaje, el tiple y la fonda caminera. El reino fue de los choferes, en
tanto aquellos arrieros Maya, Ängel, Ossa.. de rancia estirpe, figura gallarda
y verraquera en el cuerpo, tuvieron sin remedio que ceder su espacio a los recién llegados, mientras cobijados
por las ruanas veían pasar a los advenedizos entre pitos y nubes de polvo.
En una vereda situada en el
rincón más remoto del municipio de
Aguadas, aún vemos la estampa del
arriero con sus mulas o sus bueyes. En ese sector conocido por los norteños como
las “putas Encimadas” el viento frio riza los montes eriazos y en la última fonda, una de esas con taburetes de cuero, mostrador de
tablas y alguna ventera prieta, se oyen trovas del mundo de los cronistas viejos:
“En aquel alto muy alto
Gritaron unos arrieros:
Y si vuelve a gritar
¡Mamita me voy con ellos¡
La ventera sencilla, con
cachetes de la tierra fría, suspira
y mira de soslayo al tiplero. En los
ojos redondos de los bueyes de Las Encimadas se estacionan los paisajes y en el
corazon de la doncella galopa la copla y retumba el eco de los arrieros que pasan
con los ojos redondos, con los ojos quietos
que estacionan los paisajes de Las Encimadas. Mucho más abajo, en La
Mermita y Caciquillo, los camiones pasan raudos dibujando ilusiones en las
muchachas cerriles enamoradas de la velocidad y del olor a la gasolina. Son
mundos diferentes que trazan la parábola
del espejismo, uno de ellos rimando con la ciudad y el otro con los recuerdos.
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