EL
MONSTRUO DE LA CALLE 20*
Alfredo
Cardona Tobón
Una crónica
incluída en las “Remenbranzas” de don Diego
Avellaneda Díaz, tiene como escenario el
Pereira de los años treinta del siglo pasado, con los agentes viajeros, el Hotel Savoy como su centro de operaciones y las inolvidables retretas en el Lago Uribe Uribe. Era la época
del Conde Drákula, de Frankeistein, de los hombres lobos, de las invasiones
marcianas, de las apariciones del diablo y de las ánimas del purgatorio vagando por estos
andurriales en busca de almas pias que
las sacaran de las llamas.
Siguiendo
la tradición del capitán
Asnoraldo Avellaneda, su hijo don Diego
Avellaneda publicó en el “Diario de
Otún” una serie de artículos sobre
personajes y acontecimientos locales; en uno de ellos se refiere a la
aparición de un “monstruo” en la calle
20 con carrera 12, que por varios días
mantuvo en vilo a la comunidad pereirana.
La
presencia del espanto en la cueva de un barranco no se regía por horario
ni calendario, aunque, como afirma don Diego, el monstruo prefería las horas de los gatos, es
decir cuando la tarde se oscurecía y entre
tonos grises se iba convirtiendo en noche.
Por
ese entonces una lámpara solitaria alumbraba el sitio ocupado por el ser de
ultratumba; su débil luz se perdía entre las tinieblas que arropaban la calle
desierta por donde solo cruzaban quienes
buscaban el camino hacia las veredas de Mundo Nuevo y unas casas de mala muerte
del barrio Mejía Robledo.
Apenas
se regó la bola de la aparición del “monstruo”, los especialistas en fantasmas y duendes, armados con escapularios y botellas de agua bendita, montaron guardia para
enfrentarlo y mandarlo de regreso a los profundos infiernos; animados por unos
cuantos tragos de aguardiente esperaron pacientemente que el ser de ultratumba
se manifestara, se dejara ver, diera indicios de su presencia o dejara alguna huella en la cueva. Pero perdieron el
tiempo. Sin embargo no faltó quien dijera que había visto al espanto,
sentido el olor del azufre o escuchado
los ayes lastimeros de un alma en
pena.
Todo
podía suceder en esos tiempos en que Clara Bow se gozaba a John Wayne y a su equipo de fútbol, era famoso Boris Karloff,
actor de las películas de terror y la
gente creía a pie juntillas que gigantescos simios semejantes a King Kong vivian en las selvas de
Indonesia.
En
la época de la aparición del “monstruo”,
don Diego era un muchacho de pantalones cortos, impresionado, como todos los
pereiranos, con el espanto de la calle 20. Por eso
una noche llena de cocuyos y del canto de los grillos, el pelao Avellaneda se
unió a una partida de gente adulta y osadamente se descolgó con dirección a los dominios del averno.
Como
había sucedido con otros cazadores de fantasmas
el “monstruo” no se presentó, pero cuenta uno de los compañeros de don
Diego que los pelos se le erizaron al acercarse a la cueva. Aunque no se
toparon con el espanto ni escucharon sus doloridos lamentos, los intrépidos
aventureros no perdieron el viaje, pues pudieron vanagloriarse de haber
desafiado el peligro, ante una comunidad que veía a Lucifer en todas la
bocacalles.
La
noticia del espanto atrajo guaqueros de Santuario, un brujo de Marsella,
pitonisos y milagreros de Manizales y Armenia; en fin, llegó gente de todas partes, unos en
busca del tesoro del “monstruo” y los más para enterarse de primera mano de un suceso con
ribetes tan espeluznantes que nada tenía
que envidiar a las obras escalofriantes, que por esas calendas estaban en boga en los
estudios de Hollywood.
El
monstruo de la calle 20 con carrera 12, mantuvo en vilo a Pereira durante varias
semanas, hasta que se debeló el misterio, fue entonces cuando la hilaridad remplazó al susto, los vecinos
volvieron a transitar por la zona vedada y
se calmaron los nervios de quienes
echaron mano a tizanas y bebidas de valeriana ante el
temor de toparse con el “monstruo” cuando
en las noches extendían la mano para coger la bacinilla que estaba bajo su cama.
¿ Qué
sucedió, entonces?.
Resulta
que en ese tiempo don Emilio Vélez administraba
el Teatro Caldas; al estilo gringo quiso promocionar una película de suspenso y
terror que se presentaría en Pereira después
de su estreno en Manizales. Para ello recurrió
a Jonás, el portero del teatro, y lo vistió como
el “monstruo” de las carteleras. Jonás era un negro grandote, de voz carrasposa
y aguardentera y caminado de gorila
bravo;era el hombre perfecto para el caso. Así, pues, a la salida de la película
nocturna, Jonás posesionado de su papel terrorífico asustó a la gente que bajaba por la veinte, en tanto don Emilio y sus amigos hacían correr
la bola de un espanto por los lados de la bomba de gasolina que fundó don Enrique
Millán Rubio en la calle 20, carrera 12
esquina.
En esa
época de pereiranos gocetas , abiertos a
todas las novedades, la presencia de un “monstruo” a pocas cuadras de la catedral sirvió para
que se casaran apuestas y se animara el palique en los cafés de la plaza de Bolívar.
Dice el cronista que personas de todos
los estratos, de lustrabotas hasta comerciantes bajaban
en busca del espanto desde la Trilladora
Eléctrica de Café ( donde existió el
Teatro Nápoles) y de la legendaria
agencia de alquiler de bicicletas de don Urbano Montes.
Era como la ida al circo; esta vez no para ver
los payasos ni a los maromeros sino para
sentir al “monstruo ” que nadie volvió a ver, pues Jonás después de su debut, no osó presentarse en público ya que supo de buena fuente que dos gañanes alebrestados
estaban “atisbando” al presunto ser de los infiernos, armados con escopetas de
fisto y cañón recortado.
*Tomado de una crónica de Diego Avellaneda-
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