Alfredo
Cardona Tobón
Aún
se oía el canto de los grillos cuando José Jesús Naranjo Barreneche cargó los
soñolientos mellizos y los encaramó en los cajones que pendían a lado y lado del lomo de la
yegua.
Otoniel,
el hijo mayor de José Jesús, amarró la retranca y enderezó los bultos con el
bastimento que aseguraría la supervivencia de la familia en el largo viaje
hasta Fredonia. Atrás quedaban los helechales de Carmen de Viboral y los
recuerdos de toda una vida.
A la
salida del sol se vislumbró la trocha larga que serpenteaba por los flancos de
la montaña y los llevaba a un sitio desconocido.
El
labriego, su esposa Domitila y los tres hijos formaban la pequeña caravana que
al caer la tarde cruzó la quebrada Santa Elena en las goteras de Medellín. La familia pernoctó en Itagüí y a la
madrugada siguiente reanudaron el recorrido. José Jesús iba adelante
cabresteando la yegua con los mellizos, el menaje y las provisiones, en el
medio estaba Domitila en el potro zaino y Otoniel marchaba atrás arreando las
dos novillas que a paso lento seguían con resignación a los viajeros.
En
la cuesta de Versalles los alcanzó una partida de hombres encadenados
conducidos por guardias armados; eran presos según se supo después , que iban a
tumbar monte en Jericó en las tierras de Santiago Santamaría.
Al
tercer día de viaje llegaron a Fredonia, los mellizos ya no aguantaban la
prisión en los cajones y la agotada mamá no
resistía una legua más sobre el potro trotón.
José
Jesús iba de agregado a una propiedad de Cristóbal Uribe, donde con trabajo
duro, frugalidad espartana y muchas ilusiones
juntó un capitalito para comprar unas mejoras cerca de Cerro Plateado.
En 1850 la familia tenía su rancho de
esterilla, sembrados de plátano y frijol y una pequeña roza. Pero esto no era
suficiente para José Jesús que dos años más tarde vendió la finquita y siguió
camino al sur, hacia tierras baldías con
manchas grandes de pasto y arroyos abundantes y cristalinos.
Un
atardecer, cuando el sol de los venados iluminaba los picos de la Serranía de
la China, la familia Naranjo llegó a la diminuta aldea de Oraida dentro del
Resguardo indígena de La Montaña.
Las
vastas soledades cubiertas de grama tenía dueño, pero a los Ramírez, a los
Navarro, los Gómez y demás vecinos los tenía sin cuidado los derechos de los
nativos. Ellos con sus animales y la tolerancia de las autoridades dominaban
realmente esas tierras frescas, con arreboles propios y pepitas de oro en las
cañadas.
La
pequeña población de Oraida creció muy lentamente; en 1854 el gobierno de Buga
La reconoció oficialmente y le cedió un gran globo de tierra del Resguardo de
La Montaña.
Los
vecinos vivían del oro que se explotaba en los aluviones y del ganado que
surtía las minas de Supía y Marmato; a Oraida llegaban los indios del Chamí a
cambiar polvo de oro por perros, chucherías y aguardiente y desde Oraida
partían los paisas que venía del norte a colonizar el espinazo de la cordillera
oriental.
En
las afueras de la aldea paisa se instaló Jacinto Domicó con su familia. Era un
indio guatiqueño que trabajaba en las fincas de los antioqueños. Una de las
hijas de Domicó de porte esbelto y facciones finas encendió la pasión de
Otoniel Naranjo. A los encuentros furtivos
en las oscuridad de la noche, siguieron las escapadas a las mangas
cercanas y al fin Otoniel, jayán de sangre ardiente e impetuosa sacó a la joven
indígena de su casa y se la llevó para un rancho de La Sierra.
-Habiendo
mujeres blancas y bonitas como las Hoyos y las Giraldo, mi hijo se va con una
india- decía compungida misiá Domitila.-
-Ese
bellaco es un sinvergüenza- Qué ira a decir el padre Velazco_ tronaba José
Jesús.
Ni
Domitila ni José Jesús volvieron a dirigir la palabra a su hijo, era como si se
hubiera muerto.
Los
meses pasaron. El resquemor fue dando paso a la nostalgia y Otoniel hacía falta
en todos los rincones de la casa de los viejos. Mientras tango, en la Sierra,
la cintura de María Domicó crecía y crecía.
Llegó
la Navidad. La despensa de la joven
pareja estaba vacía; el invierno había acabado con el maizal, los cerdos
estaban esqueléticos y no había gallinas para preparar una cena decente. En la
madrugada del 24 de diciembre Otoniel se
terció la escopeta, le dio un beso a María
y se internó en el monte con la esperanza de cazar un guatín , una guagua o al menos un gurre para preparar
un sancocho.
Ese
mismo día Domitila salió tempranito hacia el rancho de la Sierra. Pudo más el amor de madre que los prejuicios
que le impedían aprobar el “amañe” de Otoniel.
De muy mala gana la siguió José Jesús con una canasta llena de presas de
pollo, natilla, buñuelos y dulce de brevas. Su intención era saludar a su hijo,
desearles feliz navidad y regresar pronto a Oraida.
Al
acercarse al rancho de la Sierra oyeron lamentos bajitos, era el dolor ahogado
de María, que sola en grima, traía al mundo su primer hijo. De inmediato
Domitila hirvió agua y en un canasto improvisó una cuna con pedazos de
costales.
José
Jesús prendió un tabaco y espero en el dintel de la cocina; de pronto oyó un
llanto recio que le recordó los primeros gritos de Otoniel en una lejana
madrugada en los helechales del Carmen de Viboral; minutos después apareció
Domitila con un jotico en los brazos; “Cargá mijito a tu nieto,es zarco y
monito como vos”.
Mientras
el abuelo cargaba al muchachito con infiinito cuidado, Domitila se acercó a
María y le secó con cariño el sudor que perlaba su frente. A lo lejos se oyó el silbido de Otoniel y de su perro que a trancos se acercaban con dos pavas.
Cuando
Otoniel y María estrecharon entre sí al recién nacido, el sol se filtró entre
las nubes del páramo y en medio de los tiestos de auroras iluminaron la modesta
estancia de vara en tierra.
Una
enorme bandada de pájaros cubrió el techo de cascaras de madera y en ruidosa
algarabía se mezclaron los trinos de mirlas, sinsontes y turpiales. Años después Domitila aseguraba que eran
ángeles disfrazados de pájaros los que bajaron del cielo en esa navidad a
saludar a su nieto recién nacido
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