CUENTO DE NAVIDAD-. EN LA ALDEA DE BASTOGNE-


Alfredo Cardona Tobón*



EN LA ALDEA DE BASTOGNE

 

Desde el jardín de una vieja casona de la aldea de St Laurent en la costa del Mediterráneo, se veían los veleros cabalgando sobre las olas y la espuma que dejaban los grandes buques petroleros al surcar el mar.  La edificación de piedra, con escudos nobiliarios en la entrada, había sido convertida en un agradable refugio para viejos friolentos que en las primaveras buscaban el tibio abrigo del golfo de León.

 

 En la Navidad, llegaban a “Chateau du Perpignan,” que era el nombre de la hostería, el alemán Hermann Blumer y el belga René Peiten, dos empresarios de aventura, que año tras año retornaban a St Laurent como las golondrinas que regresan a los viejos aleros.  Herr Hermann era un hombre menudo, rubio, ágil y una cicatriz en la frente; Monsieur René, en cambio, era macizo, pesado y usaba un bastón para equilibrar una pronunciada cojera. Aunque apenas conocían sus nombres y solamente cruzaban escasas palabras en un lenguaje que mezclaba el francés y el alemán, los dos veteranos se habían convertido en amigos de temporada; pasaban horas en los mullidos sillones de la terraza, donde entre jerez y jerez llenaban las horas mirando el mar, viendo la danza de los cipreses cuando los zarandeaba el viento y observando el raudo paso de los coches por la carretera que bordeaba el acantilado.

 

Indefectiblemente, sin que faltaran un solo año, desde 1950 Herr Hermann y Monsieur René viajaban al empezar diciembre al Chateau du Perpignon con más canas, menos cabellos, el paso más cansado y con vinos de las mejores viñas como regalo para el anciano sacerdote vasco, cura de la parroquia, que había anclado en St Laurent desde los tiempos de la Guerra Civil Española. La capillita del padre Aurelio Olloqui se perdía entre los pinares de la serranía que se desvanecía en la orilla marina; el pequeño templo parecía flotar en medio de la niebla en las noches de luna; para los dos amigos era una ventana que los acercaba a Dios y revivía la viejas  navidades.

El veinticuatro de diciembre de ese año la municipalidad ofreció un vistoso espectáculo pirotécnico con lucidos castillos de luces y voladores que se elevaban y estallaban en colores. Desde el altozano de la capilla se observaba el esplendoroso acontecimiento mientras el eco de las explosiones rebotaba en la marisma cercana y hería los oídos.

 

Al anochecer los espesos goterones y la neblina sobre la bahía recordaron a los dos amigos la Navidad de 1943, cuando en la Campaña de las Ardenas el uno luchaba en las filas aliadas y el otro era sargento de las fuerzas alemanas.

 

Esa noche  René Peiten había regresado al  poblado de Bastogne con la 101 División Aerotransportada de los Estados Unidos., la aldea estaba desierta y enormes boquetes abiertos  por las bombas impedían el tránsito en las calles y en las casa destruidas por la metralla, se veían los destrozados pinos de navidad  con guirnaldas achicharradas por el fuego.

 

El 23 de diciembre de 1943 las defensas de Bastogne apoyadas por la aviación   habían resistido  heroicamente la embestida del V Ejército Panzer, pero en la noche, una segunda oleada alemana se precipitó sobre la aldea poniendo en riesgo a los aliados. Desde una trinchera cercana al monasterio, René Peiten abrió fuego contra un grupo de soldados alemanes que comandado por el cabo Hermann Blumer, avanzaba por la calle principal protegido por un tanque; Blumer rebasó las trincheras aliadas y  de repente se topó de frente con Peiten que se paralizó y no pudo apretar el gatillo de la ametralladora, algo   le dijo que no era el momento de matar, que era tiempo de villancicos y de vida. Una  granada cayó sobre la trinchera; horas después Peiton despertó en un hospital de campaña.

 

Como había sucedido  a Peiton  el frio y las explosiones pirotécnicas  hicieron retroceder a Hermann Blumer hasta esa noche del 24 de diciembre de 1943 en Bastogne. Recordó que en  medio de la ventisca avanzó con la División Panzer sobre las defensas aliadas : recordó al enemigo que no le disparó  y la  explosión que lo  dejó  aturdido y con el pie izquierdo hecho pedazos.

 

Al acabarse el espectáculo René Peiton y Hermann Blumer regresaron a la hostería, el uno con una boina que le cubría una cicatriz en la frente, el otro con una muleta que le ayudaba a caminar por el camino de lajas. Ni Blumer ni Peiten imaginaron que años atrás, en el 24 de diciembre de 1943,  la Providencia divina les había conservado la vida y la gracia de esa amistad silenciosa que llenó las últimas navidades de su existencia.

 

 

 






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