EN
LA ALDEA DE BASTOGNE
Desde el jardín de una vieja casona de la
aldea de St Laurent en la costa del Mediterráneo, se veían los veleros
cabalgando sobre las olas y la espuma que dejaban los grandes buques petroleros
al surcar el mar. La edificación de
piedra, con escudos nobiliarios en la entrada, había sido convertida en un agradable
refugio para viejos friolentos que en las primaveras buscaban el tibio abrigo
del golfo de León.
En la
Navidad, llegaban a “Chateau du Perpignan,” que era el nombre de la hostería,
el alemán Hermann Blumer y el belga René Peiten, dos empresarios de aventura,
que año tras año retornaban a St Laurent como las golondrinas que regresan a
los viejos aleros. Herr Hermann era un
hombre menudo, rubio, ágil y una cicatriz en la frente; Monsieur René, en
cambio, era macizo, pesado y usaba un bastón para equilibrar una pronunciada
cojera. Aunque apenas conocían sus nombres y solamente cruzaban escasas
palabras en un lenguaje que mezclaba el francés y el alemán, los dos veteranos
se habían convertido en amigos de temporada; pasaban horas en los mullidos
sillones de la terraza, donde entre jerez y jerez llenaban las horas mirando el
mar, viendo la danza de los cipreses cuando los zarandeaba el viento y
observando el raudo paso de los coches por la carretera que bordeaba el
acantilado.
Indefectiblemente, sin que faltaran un solo
año, desde 1950 Herr Hermann y Monsieur René viajaban al empezar diciembre al
Chateau du Perpignon con más canas, menos cabellos, el paso más cansado y con
vinos de las mejores viñas como regalo para el anciano sacerdote vasco, cura de
la parroquia, que había anclado en St Laurent desde los tiempos de la Guerra
Civil Española. La capillita del
padre Aurelio Olloqui se perdía entre los pinares de la serranía que se
desvanecía en la orilla marina; el pequeño templo parecía flotar en medio de la
niebla en las noches de luna; para los dos amigos era una ventana que los
acercaba a Dios y revivía la viejas navidades.
El veinticuatro de diciembre de ese año la
municipalidad ofreció un vistoso espectáculo pirotécnico con lucidos castillos
de luces y voladores que se elevaban y estallaban en colores. Desde el altozano
de la capilla se observaba el esplendoroso acontecimiento mientras el eco de
las explosiones rebotaba en la marisma cercana y hería los oídos.
Al anochecer los espesos goterones y la
neblina sobre la bahía recordaron a los dos amigos la Navidad de 1943, cuando
en la Campaña de las Ardenas el uno luchaba en las filas aliadas y el otro era
sargento de las fuerzas alemanas.
Esa noche
René Peiten había regresado al
poblado de Bastogne con la 101 División Aerotransportada de los Estados
Unidos., la aldea estaba desierta y enormes boquetes abiertos por las bombas impedían el tránsito en las
calles y en las casa destruidas por la metralla, se veían los destrozados pinos
de navidad con guirnaldas achicharradas
por el fuego.
El 23 de diciembre de 1943 las defensas de
Bastogne apoyadas por la aviación
habían resistido heroicamente la
embestida del V Ejército Panzer, pero en la noche, una segunda oleada alemana
se precipitó sobre la aldea poniendo en riesgo a los aliados. Desde una
trinchera cercana al monasterio, René Peiten abrió fuego contra un grupo de
soldados alemanes que comandado por el cabo Hermann Blumer, avanzaba por la
calle principal protegido por un tanque; Blumer rebasó las trincheras aliadas
y de repente se topó de frente con
Peiten que se paralizó y no pudo apretar el gatillo de la ametralladora,
algo le dijo que no era el momento de
matar, que era tiempo de villancicos y de vida. Una granada cayó sobre la trinchera; horas
después Peiton despertó en un hospital de campaña.
Como había sucedido a Peiton
el frio y las explosiones pirotécnicas
hicieron retroceder a Hermann Blumer hasta esa noche del 24 de diciembre
de 1943 en Bastogne. Recordó que en
medio de la ventisca avanzó con la División Panzer sobre las defensas
aliadas : recordó al enemigo que no le disparó
y la explosión que lo dejó
aturdido y con el pie izquierdo hecho pedazos.
Al acabarse el espectáculo René Peiton y
Hermann Blumer regresaron a la hostería, el uno con una boina que le cubría una
cicatriz en la frente, el otro con una muleta que le ayudaba a caminar por el
camino de lajas. Ni Blumer ni Peiten imaginaron que años atrás, en el 24 de
diciembre de 1943, la Providencia divina
les había conservado la vida y la gracia de esa amistad silenciosa que llenó
las últimas navidades de su existencia.
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