Alfredo Cardona Tobón
Alberto Arteaga Pacheco
En el caserío de la Virginia nació en 1940 Alberto Arteaga Pacheco. En esos tiempos La Virginia era un callejón dejado de la mano de Dios, con tres cuadras empantanadas durante los inviernos y llenas de polvo en los veranos; la población estaba rodeada de lagunas verdes llenas de zancudos, cuando llovía las aguas pútridas inundaban los solares y a menudo el río Cauca represaba las aguas del río Risaralda, que incontrolable se salía del cauce y cubría los potreros cercanos.
Alberto
Arteaga fue la conjunción de un paisa aventurero y de una bella cuarterona
tolimense; a pie limpio y en aulas improvisadas, el muchachito aprendió las cuatro
operaciones aritméticas, a leer y a escribir. Eso fue todo. Con tres años de
primaria dejó la escuela para dedicarse a pegar ladrillos, vaciar planchas y columnas hasta alcanzar los conocimientos
de un maestro de obra, gracias a la habilidad heredada de su padre.
Trabajo no
faltaba en La Virginia, pues las autoridades del departamento de Caldas,
empeñadas en convertir ese zancudero en un polo de desarrollo, adelantaban
numerosas obras y los propietarios de
las grandes haciendas, como Francisco Jaramillo Ochoa, los Sanit, Santiago
Jaramillo, los Botero y otros, estaban querían modernizar sus propiedades y levantar monumentales casonas en sus predios.
En la Virginia
de mediados del siglo XX coexistían los ricos propietarios de hatos y maizales con los pobres de solemnidad; entre esas dos
puntas medraban los administradores de las fincas y los trabajadores del
ferrocarril cuyo nivel de vida superaba
en años luz al de los areneros del río
Risaralda, al de los peones de las fincas y al de los obreros que ganaban un mísero jornal en la ladrillera del padre Mejía.
EN LA FRANJA
DEL TREN
“Aquí se
levantaban tres hoteles - nos comentó José
Alberto al acercarnos a la antigua estación-. Eran tres posadas con asistencia
y camas donde pernoctaban los viajeros
que se disponían a tomar el tren en las
primeras horas del día”.
Fue dolorosa
la desaparición de las locomotoras. Fue
una muerte lenta que empezó con el declive del ferrocarril del Pacífico y se
consumó con el derrumbe en Chirapotó que arrasó varios kilómetros de la vía. Y
fue un espectáculo trágico y dantesco el desfile interrumpido de cadáveres
arrastrados por la corriente del Cauca. A José Alberto le tocó la primera parte
de ese desfile orquestado por los “pájaros”
del norte del Valle y el segundo acto a cargo de los narcotraficantes de
la zona.
Dicen que el
primer inspector que ejerció en la Estación La Virginia utilizó una papelería
con membrete de una inspección de Santa
Rosa de Cabal con el nombre de Caimalito; desde
entonces los vecinos siguieron identificando la vereda donde está la
estación de La Virginia con el nombre de Caimalito. Arteaga tiene otra versión:
afirma que el nombre se debe a unos caimos
al lado de la casa donde funcionó la Inspección. Los vecinos hablaban de
la Inspección de los Caimos o Caimalito y
así se quedó llamando el sitio; hoy conocido como corregimiento
de Caimalito.
Fue muy largo el trayecto recorrido al lado de
José Alberto Arteaga. Vimos un caserío en pleno desarrollo con una zona pobre y
otra más pobre; conocimos un líder que bañó con sudor y levantó con sus manos
muchas casas en Caimalito; sacrifica su tiempo,
su vida en familia y se ha comprometido con las grandes obras del corregimiento
No contestamos.
Los anhelos de los caimaleños es lo mínimo que debieran tener los habitantes de
una ciudad que dice tenerlo todo.
Alberto Arteaga Pacheco
En el caserío de la Virginia nació en 1940 Alberto Arteaga Pacheco. En esos tiempos La Virginia era un callejón dejado de la mano de Dios, con tres cuadras empantanadas durante los inviernos y llenas de polvo en los veranos; la población estaba rodeada de lagunas verdes llenas de zancudos, cuando llovía las aguas pútridas inundaban los solares y a menudo el río Cauca represaba las aguas del río Risaralda, que incontrolable se salía del cauce y cubría los potreros cercanos.
Los 75 años que lleva encima no han quebrantado la memoria de José Alberto
Arteaga que guarda intactas las vivencias de la Virginia y sus vecindades.
Conoció innumerables personajes de Caimalito y ha sido testigo de la lucha de
una comunidad que empezó de cero y dando golpes y mandobles sigue buscando una
salida a su pobreza.
Los caimaleños
se sienten parte de La Virginia, allí
mercan, se divierten, trabajan y hasta votan en
las elecciones. A Pereira lo sienten lejos, como a una madre adoptiva o
una madrasta, que a veces se preocupa por su suerte, pero generalmente está
ocupada en otros asuntos. El pasado de José Alberto Arteaga, al igual que el
pasado de Caimalito, está adosado a La
Virginia. Sus recuerdos se anclan a lado
y lado y a la carrilera que llevaba al mar y a la estación de Guayaquil en “Medallo”.
Guiados por José Alberto nos dejamos llevar de regreso a su pasado para
reconstruir la memoria de Caimalito. Cruzamos el puente Bernardo Arango, nos detuvimos en la
antigua estación de La Virginia, recorrimos sus amplios andenes y las bodegas
que hoy se utilizan como cuartel de los
bomberos.
Nuestro guía
recuerda aquellas épocas en que Caimalito fue el tren y fue el río, uno y otro
eran la fuerza vital que lo sostenía. Hoy su gente sigue
soñando con el tren que tarda en
regresar y un rio que se está secando
Aún existe la
portada de la hacienda La Bohemia. A lado y lado de la vía ferroviaria se
extendían enormes haciendas con pastos y cultivos de maíz, caña y millo: sus
cercas de alambre limitaban la franja de la carrilera que se extendía treinta metros a lado y lado de los
rieles por donde circulaban las locomotoras, los autoferros y las “ marranitas” movidas a motor o con palancas.
Los empleados
del ferrocarril eran los amos y señores, eran los guapos, eran los meros meros de ese mundo junto a los
rieles. Antes de liquidarse aquella empresa, sus empleados y obreros empezaron
a ocupar lotes y largos trechos de la ferrovía, donde construyeron viviendas,
establecieron cultivos o vendieron las mejoras a terceras personas.
Posteriormente llegó gente muy pobre e invadió los lotes
ocupados ilegalmente por los ferroviarios, quienes obligados por las
circunstancias cedieron parte de ellos a
los colonos. Cuando el Estado y los
hacendados intentaron recuperar esas tierras, los ferroviarios y los colonos se unieron en un frente común para
luchar por sus intereses.
EL NOMBRE DE
CAIMALITO
Al momento de
despedirnos preguntamos a José Alberto: ¿Cuál ha sido su mayor frustración en Caimalito?-
“Es la de tener que vivir entre aguas negras sin un alcantarillado que
dignifique nuestra condición de pereiranos”-
nos contestó.
Surgió la otra pregunta:¿Qué le hace falta al
corregimiento?-.
Sin vacilar
respondió: “Además del alcantarillado, necesitamos agua potable, paz en los
hogares, trabajo, mejoramiento de las viviendas y quien hable por nosotros en
los niveles del gobierno. ¿Será que
estamos pidiendo mucho?”-
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