Alfredo Cardona Tobón
AÑO 1775.
Por una trocha angosta, en medio de las selvas del Pacífico, filas de indios cargueros remontaban la cordillera con rumbo al
Arrastradero de San Pablo, que es un
estrecho istmo entre los ríos Atrato y San Juan, adonde llegaba el oro sacado
de contrabando de Supia, los cerdos y perros del interior y las mercancías de
Estados Unidos y Europa con destino a la provincia de Popayán.
Esa trocha que iba al océano Pacifico empalmaba con otra que cruzaba
el caserío de Arma, pasaba por
Ansermaviejo y bordeando el valle del Risaralda
llegaba a Cartago; era la vía que unía a Popayán con Medellín y se movía
el comercio entre las dos provincias.
En esas soledades con aldeas miserables separadas por distancias
infinitas, los cargueros y los arrieros construían tambos, o ranchos de paja,
donde pernoctaban y preparaban sus alimentos y estaban a las distancias de una
jornada de las recuas. A diferencia de los caminos de los indios, rectos, sin
importar la pendiente; las trochas para las mulas seguían las curvas de nivel.
En verano eran transitables pero en
épocas de lluvia se convertían en cenagales donde los animales se enterraban
como en arena movediza.
AÑO 1840.
Las fundaciones caucanas de Arrayanal y La Balsa sirvieron de cabeza
de puente hacia el Chamí, la primera, y la segunda hacia la región del Quindío.
Alrededor de 1840 los antioqueños empezaron a regarse por el norte: Abrieron
trochas desde el suroeste de su Estado hasta las tierras altas de Riosucio, donde
fundaron a Oraida y siguiendo la cordillera bajaron al valle de Risaralda y
dieron vida efímera al poblado minero de Papayal.
Los paisas se convirtieron en ingenieros de vías: remontaron el páramo de Herveo, se descolgaron por la
Picona, llegaron al Magdalena y por el occidente levantaron puentes sobre el
río Cauca para llegar a Marmato.
A partir de 1850 se intensificó la colonización del sur de Antioquia.
El aumento de población en el área
incrementó notablemente el comercio entre ese Estado y el del Cauca. El
gobierno de Popayán incentivó la
inmigración paisa ofreciendo más tierras por familia que los antioqueños y
cediendo terrenos adicionales a quienes abrieran caminos.
AÑO 1870.
Con trochas, cacao y maíz crece
el gremio de los arrieros. Ellos serán por casi un siglo los estafetas, los
espías, la columna vertebral de la intendencia militar y por supuesto, el
cordón umbilical de las aisladas provincias colombianas.
Los tambos se transforman en fondas y
a su lado surgen las posadas donde arrieros y caminantes encuentran
sancocho y mazamorra, frijoles con garra, caldo de ojo y miel, salvado y pasto para las recuas y las
partidas de bueyes.
Hubo posadas famosas: Bajando
de Santa Bárbara hacia el río Cauca estaba
la posada de Damasco, allí se
jugaba dado y se destilaba
tapetusa, se rasgaba el tiple y
se compraban las caricias ardientes de mulatas de Sacaojal o de monas descarriadas de San Vicente. Era
importante, también, la posada de Ventanas, situada entre el Jardín y
Ansermaviejo , donde hacían escala los
viajeros que salían del Jardín hacia las
fundaciones de las lomas del Tatamá y la Cuchilla de Belalcázar
Fondas y posadas fueron el embrión de decenas de caseríos. Al lado de
una fonda nació Aguadas y El Sargento, y
al alero de fondas camineras crecieron
La Celia, Balboa, Peralonso y Esparta.
La población de Manizales ,
aunque no nació de una fonda, fue una amalgama de arrieros y de reclutas,
donde mulas y bueyes y los gritos de
mando dieron impulso a esa aldea que era
una bodega y un cuartel.
Fueron las recuas, el cacao, el
maíz , el café y el contrabando junto con los generales godos o radicales con
sus clarines y sus banderas, quienes hicieron de Manizales una ciudad que en sus mejores tiempos llegó a codearse con
las principales urbes colombianas.
El censo de 1870 cuenta en
Manizales treinta y ocho arrieros sin
nombrar los que vienen del resto de Antioquia y del Cauca que entran y salen
con granos, panela, miel y cacao.
Los arrieros fueron vitales en la paz y en los conflictos internos
constituyeron pieza fundamental en
suministros e intendencia.; en la guerra de 1860 el general Mosquera
cuidaba a los músicos y a los arrieros mucho más que
a sus desarrapados soldados. Animaba los combates con música y con
cañones, que aunque hacían más ruido que daño, servían para llenar de espanto
al enemigo. La movilización de esos cañones
por los andurriales de entonces
era una odisea comparable a la de Aníbal con sus elefantes o
a la de Bolívar en el páramo de Pisba.
En 1860 Antioquia monopolizó el
comercio del cacao y de la sal para
sostener las tropas. Los arrieros
trabajaron por cuenta del gobierno hasta que se perdió la guerra. En
1885 los arrieros y vivanderos se alejaron de la plaza de
Manizales por temor a las levas y los impuestos. Para evitar una hambruna el
prefecto del departamento del sur les
debió garantizar seguridad y el respeto
a sus bienes.
AÑO 1920.
Las lomas se han llenado de café. Por la Elvira las recuas trillan los
camellones llevando bultos de grano hacia el río Magdalena. Por la Serranía de
Belalcázar se descuelgan las muladas con rumbo a la Virginia donde se
embarcarán los bultos por el río Cauca.
Al llegar las carreteras
desaparecen las recuas. Algunos
arrieros se transforman en choferes; muy pocos se resisten a dejar las trochas y
caminos. En Balboa el terrateniente Francisco
Jaramillo tapona el camino de herradura para extender sus potreros. Los
arrieros en postrer acto de rebeldía cortan alambres y abren zanjas en la
carretera.. La fuerza pública interviene y obliga a los arrieros a
replegarse con bestias y enjalmas
a los últimos camellones de la montaña..
Pese a las
tractomulas y al avión perdura la imagen
del arriero. En todo pueblo y vereda se
tejen sus leyendas. En San José
recuerdan a Macuenco. Dicen que se
enfrentó a Mirús en la trocha de La
Libertad y lo hizo recular a golpes de machete. El bandido, que tenía pacto con el diablo, se vio
perdido y para escapar de los tajos del arriero se convirtió
en gallinazo y voló raudo hacia
la cordillera. En Santuario fue famoso Pedro Benjumea, un gigantón de voz de
trueno que desafiaba las almas en pena de los tremedales del Totuí y cuya fuerza era tan descomunal que
levantaba en vilo a las mulas que se enterraban en los lodazales.
Esos seres anónimos tuvieron el poder de enquistarse en nuestros
genes. Por ello añoramos caminos no
recorridos, vibramos al son de un tiple
y sentimos con placer sensual el abrazo de un poncho.
Desaparecerán de la memoria colectiva nombres, sitios y costumbres, pero los
arrieros, indudablemente seguirán
presentes en nosotros con su sed de aventura y de horizontes nuevos. Es
la impronta de esta raza, como el amor
al trabajo, el cariño a la familia y el desmesurado amor por el dinero.
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