Alfredo Cardona Tobòn
En la parte alta de Pereira,
entre el Santuario de Fauna y Flora Otún Quimbaya y el parque Natural de los
Nevados, serpentea la quebrada La Lorena en medio de un bosque de pinos sin
guaguas ni guatines, sin osos y sin barranqueros.
Antes era un riachuelo tormentoso
que se despeñaba desde las estribaciones del nevado Santa Isabel; ahora es un
hilo anémico de agua que no es ni
la sombra de lo que fue cuando a lado y lado de sus orillas se extendía un
monte de yarumos blancos, cedros negros, caimos, sietecueros y rapabarbas donde
pululaban todo tipo de animales silvestres.
En ese silencioso bosque de pinos
tampoco hay gente; pues para proteger el agua que se fue, la flora que existía
y la fauna que convivía con los labriegos, los
sabios de escritorio decidieron que tenían que sacar a los labriegos
que vivían por los lados de La Lorena.
TESTIMONIO DE UN COLONO
Don Orlandy Loaiza es un
tolimense menudo, moreno, de manos callosas, sombrero, sonrisa franca y con un
mundo de recuerdos. Es uno de los exiliados del páramo y para que el pasado no se escape y se pierda
en la inconsciencia de los años viejos, ha tenido el cuidado de anotar su
historia en un cuaderno donde con letras garrapatudas de un labriego que apenas
cursó tres meses de escuela, está plasmada la lucha y la tragedia de una
comunidad.
En el Cine Club del corregimiento
de La Florida, y por intermedio de su propietario Diego Hoyos, tuve la oportunidad de hablar con don Orlandy Loaiza. Entre sorbo y sorbo de café y sin que le
importara el tiempo me contó que en los
años cincuenta del siglo pasado el gobierno de Rojas Pinilla arrasó las veredas
del Líbano, Tolima, con el objeto de reducir las guerrillas liberales.
Para salvar la vida, dieciocho
familias campesinas lideradas por don Miguel Loiza, padre de don Orlandy, bordearon la población de Murillo y por
trochas solitarias se desplazaron por el espinazo de la cordillera en busca de
un lugar donde vivir lejos de la amenaza oficial. Pasaron por un costado del
nevado del Ruiz y continuaron avanzando entre espartillos y cortaderas hasta
que más abajo del nevado de Santa Isabel encontraron una montaña virgen, que
apenas estaba tocada por dos familias
antioqueñas.
A lado y lado de la quebrada La
Lorena los recién llegados trazaron linderos y en las cuchillitas en cada
ribera del riachuelo tumbaron monte,
sembraron maíz y fríjol y levantaron sus viviendas. No tenían clavos ni
bisagras, carecían de cemento y ladrillos, pero contaban con el monte, llevaban
herramientas y el deseo de salir adelante en una tierra sin policías ni
soldados, sin jueces ni gobierno que los persiguieran.
Con tablas amarradas a los parales con bejucos
tripeperro construyeron las casas que
techaron con astillas de cascarillo; por trochas pudieron llevar las reses normadas que
no les robó la tropa, al igual que unos marranos y algunas gallinas; en los
abiertos sembraron cocuy y el carbón de las derribas calcinadas permitió a
los colonos mantener prendidos los
fogones de piedra.
En esa forma, entre ilusiones y
privaciones nació el pueblito de La Albania con mujeres de falda larga,
pañolones, algunas con sombrero y largas trenzas… fue una fundación de
tolimenses y gente del altiplano cundiboyacense. En La Albania no hubo capilla,
pero sí un amplio salón donde doña Bertilda, que era la que tenía el
conocimiento, enseñaba, escribía las cartas
y los memoriales de los vecinos
UN VIVO RECUERDO
En una hoja de papel Don Orlandy
Loiza hizo un croquis de La Albania. Era un pueblito con dos calles, a lado y
lado de la quebrada La Lorena, cada una de ellas empinada en la cumbre de una
pequeña cuchilla. A medida que iba señalando la posición de las casas iba
describiendo a los moradores, era asombroso
como en la memoria de un niño
queda plasmada toda una comunidad.
“Aquí estaba la Casa Verde, al pasar la cañada- dice don Orlandy- al
frente había un pino que silbaba con el viento. En este punto estaba la
que llamaban la Casualidad, más arriba
la de don Emiliano Salinas un señor muy formalito que tenía dos vacas, un
caballo y una marranita patibajita que arrastraba la barriga por el barro y dejaba la huella por donde
pasaba; luego la de doña Aminta Herrera y la de don Manuel Galeano, un señor
del Líbano de voz gangosa que jamás
decía una mala palabra…. Por la otra cuchilla doña Soledad levantó su casa de
astilla, ella era la partera del pueblo, atendía a la hora que la llamaran; a
veces bajaban de la montaña a altas horas de la noche y doña Soledad salía a
atender el caso alumbrando el camino con un coco parrandero que era un tarro de
galletas con una vela adentro”.
LOS DESPLAZAN NUEVAMENTE
En la década de los años
setenta del siglo pasado se estableció una Escuela de Guardabosques en las
actuales instalaciones del Santuario de Fauna y Flora Otún-Quimbaya en tanto
que las organizaciones ecologistas de Pereira alertaban sobre el impacto
ambiental causado por los habitantes de las tierra altas.
El Instituto de Reforma Agraria-
INCORA- intervino 19.500 hectáreas y con promesas, amenazas y actos de fuerza
compró por sumas irrisorias las mejoras de los vecinos de La Albania, que
desplazados de nuevo fueron a engrosar los cinturones de miseria de la ciudad.
Cuando la aldea quedó desierta
ocuparon los potreros con más de 600 reses
y después Aguas y Aguas llenó
toda la zona con pinos.
Don Miguel Loaiza y su familia
salieron para Palmira y meses después regresaron a Pereira a trabajar en una
finca en el corregimiento de La Florida, donde se radicaron algunas familias
del páramo.
Al igual que Condina, lo mismo
que Pindaná de los Cerrillos y Gutiérrez, la aldea de La Albania fue otra
fundación fallida que se hundió en el mar de los recuerdos perdidos. Fue una
iniquidad con gente trabajadora y humilde que podía haber vivido en armonía con
la naturaleza, pero era más fácil utilizar la fuerza que enseñarles a conservar
el agua de Pereira, que los ecologistas están dejando secar con los bosques de pinos y eucaliptus y permitiendo contaminar con todo tipo de
desperdicios.
Recordando nuestros albores!
ResponderEliminarlos arrieros
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