ONOFRE GÓMEZ Y LA FUNDACIÓN DE VERSALLES-
VALLE DEL CAUCA-
Alfredo Cardona Tobón*
En una casa humilde en las afueras de Marquetalia, Caldas, don Onofre Gómez
recordaba tiempos idos; desde el corredor de la vivienda y recostado en un
taburete, veía pasar las mulas de regreso a la pesebrera y seguía sus pasos que
se entremezclaban con el calidoscopio de los tiempos idos.
Para don Onofre era triste recordar sin manera de repetirlo, los amores
indelebles en las orillas del Cauca, o su vida en la población de Versalles,
Valle, donde dejó parte de su juventud y se malogró la posibilidad de contar con unas cuadras de
tierra para dejar a sus hijos.
SE DESENVUELVEN LOS SUEÑOS
Con los zurriagazos de los arrieros y el trote de las mulas por la salida de Marquetalia, don Onofre, paisa nacido en el Tolima
Grande, recuerda que en julio de 1891 salió
de la población de Toro, en el antiguo Cauca, con algunos compañeros; iban en
busca de tierras sin dueño y del oro de las guacas de los indígenas ricos y
laboriosos que en tiempos remotos poblaron
los riscos de la cordillera occidental.
Poco cargaban los viajeros: el equipaje era escaso y eran tan pobres que
solamente llevaban unos capachos de sal y la confianza en la Divina
Providencia. Descargando golpes aquí y allá, destrenzando bejucos y vadeando
riachuelos torrentosos avanzaron muy lentamente por un trecho escabroso en
continuo ascenso, hasta que coronaron las alturas de la cordillera.
Don Onofre recordó el tremendo
sufrimiento en los primeros días en la selva, las manos encalambradas de frío
en las noches y adoloridas de día con el voleo del machete; vio nuevamente las
nubes del océano Pacífico enredadas en la montaña y sintió la lluvia
persistente acompasada con el rugido de los pumas, el aleteo de los paujiles y
el gruñido de los osos.
El olvido había borrado la imagen de algunos compañeros, pero don Onofre
aún recordaba a Telmo Toro, de Aranzazu, a Ángel Peña y Heliodoro Obando, de Apía,
a Ismael Osorio, a Jesús María Gómez y a José Taborda de Manizales. Algunos
eran señores mayores con familia en Antioquia, otros unos clérigos sueltos iban
al vaivén de la vida con la esperanza de anclar en alguna parte.
LA PELEA CON LA SELVA
Enormes vitorias que crecían en los claros de la selva llenaron los platos de los colonos que con la
ayuda de “Coronel” y “Caribe”, dos buenos perros cazadores, mantuvieron la
despensa llena de carne de danta, de guagua, de guatín y de pavas sin que
faltara la miel de las colmenas que hallaban en los árboles como un regalo de
los dioses.
Inicialmente se atenuó el frío y la
lluvia en un rancho que cubrieron con hojas de palmiche; a medida que
progresaron las derribas, cada uno construyó una primitiva vivienda sobre
pilotes o sobre empalizadas porque el terreno era húmedo y el agua corría por
doquier; el monte fue cediendo a punta de hacha y de güinche y pronto apareció la primera avanzada paisa
sobre la cordillera occidental.
Don Onofre pellizcó el extremo de un tabaco y sus chispas saludaron a los
cocuyos que entraban con la
oscuridad a las calles de Marquetalia; los nietos se habían cansado de oír las
mismas historias y el viejo en su chochera las seguía repitiendo en la soledad
del corredor sin que nadie quisiera escucharlas.
Entre humada y humada don Onofre regresó al punto de “Frutecebo” en medio
de la espesura de la selva, y desde una atalaya en el monte vio a lo lejos,
casi en el límite del horizonte, una pequeña vega. La curiosidad picó a don
Onofre, pero los compañeros se negaron a seguirlo diciendo que ya estaban
instalados en sus “abiertos”, que harto trabajo tenían con los “derribos”, que
allí estaban bien y no necesitaban otras tierras para sembrar maíz y fríjol y
organizar sus sementeras.
Como nadie lo siguió don Onofre se aventuró solo y tras dos días de abrir trocha llegó a la
pequeña vega, cruzada por un riachuelo, donde encontró un colono solitario que
le informó que estaban en Patumá, un sitio donde los indios errantes en tiempos lejanos pescaban y cazaban y
recolectaban frutos.
LA COLONIZACIÓN DE PATUMÁ
Después de despejar parte de Patumá, don Onofre regresó a la población de Toro a dar la noticia e interesar al alcalde en
la colonización de esas tierras. A fines de 1894 había un buen número de
habitantes en la vega y un año más tarde
el naciente caserío se había convertido en el corregimiento de “Florida”.
El 31 de julio de 1906 el padre Rogerio Santibáñez bendijo la primera
capilla y de inmediato el Pbro Marco Antonio Tobón, recién llegado de la aldea
del Rosario en la parte fría de Riosucio, se encargó de la viceparroquia.
Una vez que los vecinos despejaron el sitio para la plaza solicitaron al
Obispo el permiso para construir una capilla; todos a una recogieron fondos
para tal efecto mediante cantarillas,
bazares y rifas como la de una arepa de chócolo de cuarenta libras que elaboró
doña Rufina Castaño. Al fin tuvieron capilla en el poblado que denominaron
Versalles y el 7 de mayo de 1909 alcanzó la dignidad de
municipio.
Mientras docenas de cucarrones se estrellaban contra la lámpara de la calle
y una chucha se escurría desde el techo y se perdía en los cafetales, a la
memoria de don Onofre llegó el recuerdo de
la guerrilla liberal de Eugenio
Toro y su entrada al pueblo en la guerra de los Mil Días, cuando los
irregulares se dedicaron a tomar aguardiente y a amedrentar a los pobladores. En
la mente del anciano se revivió la pesadilla de los vecinos caucanos que se la
tenían velada a los paisas y lo hicieron salir del pueblo para quitarle su
tierra.
La sesión de remembranzas se acabó
con el aroma del pocillo de tinto que le trajo la nieta: “Éntrese abuelo
pa´adentro que ese sereno no le conviene”- Le dijo.-Si no me mataron los rojos en la guerra y me aguanté a los caucanos, no
creo que este vientecito me vaya a hacer algún daño, rezongó el anciano que
levantó el taburete y cerró la puerta de la casa.
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