SUSO Y LA REBELION DE LAS MASAS

EL COMANDO  POPULAR DEL CARATEJO

Alfredo Cardona Tobón

 

Como la fantasía a menudo va de la mano con la realidad,  este cuento no es del todo imaginario, pues en el pueblo de “ Cantamonos”, por allá en los años cuarenta del pasado siglo, existió una célula comunista con comando y desfile el primero de mayo y un Suso que no se llamaba así pero  tenía el apellido  Patiño, era caratejo y estaba asesorado por un santarrosano de apellido alemán, proclamado  jefe, y perseguido como tal por las autoridades del régimen de  Ospina Pérez.

 Algún anciano de “Cantamonos” se acordará de este episodio  que  se replicó en un barrio popular de Cali, adonde fueron a parar centenares de  vecinos  de  la población,  desplazados por la violencia partidista de ese entonces.

 


Suso ajustó el pendón rojo en el asta y al izarlo  pareció despedir centellas entre el azul sin nubes de esa mañana  de mayo .Corría una fuerte brisa; el viento que venía del cerro  levantó el ánimo de Suso y dio vida al estandarte que empezó a   vibrar con relinchos de potro brioso. Para el comandante en jefe de las fuerzas socialistas de la aldea,  no era un mero símbolo el que levantaban sus brazos: era el clamor de los oprimidos y el grito de mujeres anónimas , que como las mariposas nocturnas,  se encandelillaban con la luz del día... En resumidas cuentas, era el reclamo  contra la injusticia y la discriminación que apabullaban a los humildes.

 

Suso era Suso. Así de simple, así de resumido, pues nadie conocía su apellido.  Él había llegado cuando los paisas empezaron a asomarse por los alrededores a ver qué podían conseguir. Primero mandaron un cura que aseguró la entrada de los forasteros, luego vinieron los primos y hermanos  del sacerdote y después un alud de muertos de hambre se apoderaron de las tierras, el oro, el agua y la sal de los resguardos nativos.

 

Suso apareció  con un sacamuelas y un sastre en una tarde lluviosa de noviembre;  alguien los dejó dormir en el rincón de un rancho, al otro día tendieron los costales en el corredor  y al cabo de unos meses el sacamuelas ejercía de boticario y mediquillo,  el sastre tenía una salina  y era concejal del pueblo.  Pero Suso, el caratejo, no era igual a sus paisanos: en vez de aprovecharse de la gente,  se convirtió en el paño de lágrimas de las viudas y la voz de los indios con los  kilométricos memoriales que nadie contestaba;  vivía del clima pues  nunca cobraba por sus diligencias, ya que  decía estar al servicio de la pobrería, por eso participaba  en todos los convites, velaba los muertos y asistía a  los enfermos sin deudos.

 

Según los notables de  de Cantamonos, pertenecientes a  uno y otro partido,  ese caratejo sin un peso en el bolsillo, era un tipo de temer, un terrorista en potencia, un  enemigo de la paz que había que  mantener vigilado, pues no se debía olvidar que había liderado a las putas de  Colegurre cuando  obligaron al alcalde a dejarles una banca en el  Teatro Municipal y había hecho  incluir al  negro Israel en la lista del Concejo amenazando con boicotear las elecciones. “La tierra pertenece a quien la abone con el sudor de su frente” y “el sol alumbra a todos,”  pregonaba el jefe supremo del socialismo de Cantamonos cuyos efectivos podían acomodarse alrededor de una mesa de cantina

Suso y su hueste  conmemoraban religiosamente el  Día del Trabajo con un desfile que recorría el pueblo. En esa fecha Suso  con  los socialistas iniciaban el recorrido   desde la vivienda del jefe, donde excepto  el verde de los árboles  y el  pasto que la rodeaban, todo era rojo: los guásimos y los tulipanes, las dalias,  los lirios, los sanjoaquines floridos y lo tierra bermeja que los nutría.

 

Un perro atigrado sin dueño  había tomado por su cuenta un rincón de la cocina  y  un loro  escandaloso se aferraba a los parales pintados de rojo fiesta; el  perro era mudo y el loro en vez de cantos, entonaba clarinadas de guerra.  A decir verdad, la casa de Suso  no era de él, era de todo el mundo, porque Suso no tenía nada. Allí: siempre había una arepa para el hambriento, en la entrada permanecía   un barrilito con sirope para calmar a los sedientos y un catre  estaba dispuesto permanentemente para resguardar al viandante  que llegaba aterido en las noches de frío.

 

Ese  primero de mayo Arnulfo, el zapatero remendón, inició el desfile con redobles de tambor  acompañado del “Tigre Jaramillo”, un jovencito calarqueño que se apuntaba a todos los desfiles. A falta de cornetas un gallo de pelea dio la señal de partida y detrás del zapatero y El Tigre Jaramillo   marchaba Suso con la bandera tremolando al viento  seguido por  el perro atigrado con un collar rojo en el cuello.

Una ráfaga de viento levantó la falda de “La Cucaracha”,  el soplo  agitó el alma de Suso  que con la vista al frente sintió que las banderas se multiplicaban, que desde los cerros bajaban ríos de campesinos con divisas encarnadas mientras el  cura dejaba el misal y se confundía  entre los cogedores de café y   la  policía chulavita desmontaba  los fusiles  convertidos en  banderas  blancas .

 

El desfile avanzó a paso lento. El boticario se quitó la corbata y en gesto de solidaridad se puso una ruana y marchó al lado de Pedrito, el encerrador de los terneros. Doña Josefina, la esposa del alcalde, lanzaba claveles rojos desde el balcón de la casa consistorial, mientras Don Augusto, director de la banda municipal, dirigía los acordes de una marcha patriótica. A todo le llega la hora, pensó Suso, cuando vio a Don Horacio, el agiotista, sumarse al desfile, al igual que de Don Clemente, un político enriquecido a costa del erario.

 

 La multitud llegó a la plazuela, siguió por el parque Uribe y en medio de vivas y de arengas retomó la cuesta y terminó frente a la vivienda de Suso, donde había empezado la  gloriosa jornada.  Suso recogió los pliegues del pendón y los acarició entre sus manos como si fuera una paloma cansada.  Arnulfo, el zapatero, desenganchó el tambor;  Zócimo, el bulteador, se quitó la boina roja y Bertilda, encandelillada con el sol que arreciaba,  sacudió el polvo que cubría sus trenzas. Callaron los clarines del gallo y el perro atigrado, cumplida la misión de apoyo, se echó a dormir en el  extremo del corredor mientras los manifestantes agotados por la resolana  se acercaron a la cocina para refrescarse con espumosos vasos de sirope que  repitieron hasta saciarse.

 

El   tumultuoso desfile desapareció de la mente de  Suso.  Cuánto había deseado que fuera realidad,  pero ese día, como en las demás ocasiones, solamente  habían desfilado los pocos camaradas que año tras año recorrían las calles de Cantamonos  ante las sonrisas burlonas de los mandones del pueblo..

 

Ese primero de mayo de  1949  fue  la última manifestación socialista en Cantamonos, pues  Suso con su plana mayor  desocuparon el pueblo para salvar sus vidas. Años después  los vieron   en el  barrio  Terrón Colorado de Cali  marchando al redoble de un tambor. Afirman  que Suso presidía el  desfile con su bandera roja  tremolando al viento,  en compañía de    un tuerto y un jorobado; atrás los seguía un perro mudo  de color atigrado con  un collar descolorido en el pescuezo y cerrando la columna iba una coja con una lora  bullosa que  emitía clarinazos. Después nadie volvió a saber  del  primer comando comunista de Cantamonos que  con Suso como jefe de operaciones se diluyó  entre la masa proletaria de los cordones de miseria de Cali...

 

 

 

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