LA CAÍDA DE ROJAS PINILLA EN PEREIRA


Publicado 31/05/2015- Diario del Otún



Por la tarde de aquel ocho de mayo resolvimos visitar la familia de mi esposa, la que habitaba en la carrera novena con calle trece. Cuando salimos a la calle la alarma cundía. Una manifestación presidida por el señor Alcalde, un hombre de apellido Arias que no era de Pereira, se llevaba a cabo en la plaza de Bolívar. Que gritaban, vociferaban e insultaban, era lo que se decía. Sin embargo nosotros nos trasladamos a la casa de los familiares de la mujer.

Estábamos allí a las seis de la tarde cuando vimos que la gente corría en todas direcciones. Nos apresuramos a dejar la visita para trasladarnos a la casa de habitación. Cuando estuvimos a la altura de la calle once con la carrera diez, se nos atravesó un vehículo lleno de gente del gobierno. Un mandarín saltó a tierra y lo siguieron varios chulavitas.

Nos gritaron el ¡alto! de rigor, tomaron a uno de los dos hijos que nos acompañaba y lo subieron al carro. La madre protestó, entonces el mandarín, bajando una ametralladora que tenía ensartada en el hombro izquierdo, se la puso a mi mujer en el pecho, insultándola soezmente. El marido de la tía de Aura que llegó en ese momento, y yo, nos apresuramos a protestar, manifestando que nada estábamos haciendo, pero los chulavitas nos dieron de culata. El vehículo de la fuerza pública, lleno de jóvenes, entre ellos el hijo mío, se perdió por la calle diez, doblando por la carrera octava y nosotros nos fuimos malheridos para el subterráneo que nos estaba sirviendo de abrigo.


Preguntas
¿Por qué se habían llevado el muchacho, si nada tenía que ver con los acontecimientos, ya que no sabíamos cuáles habían sido? La respuesta la conseguí después. Los que más le estaban haciendo repulsa al gobierno, eran los estudiantes. Cuando los de la manifestación estaban en la plaza, los estudiantes irrumpieron por las cuatro esquinas, gritando mueras a Rojas Pinilla y a su dictadura.

Entonces la fuerza pública salió tras ellos y a los que pudo alcanzar los llevó a los calabozos de sus cuarteles. Como el hijo mío estaba en la edad de estudiante, creyeron que este había tomado parte y era uno de los que habían irrumpido por las cuatro esquinas de la plaza gritando abajo el gobierno. Por eso lo tomaron y lo llevaron. El caso ya no tenía remedio. El vehículo de los chulavitas nos había atropellado pero era inútil protestar, pues no había más autoridad que ellos.


Aquella noche fue la incertidumbre, ya que nada volvimos a saber del séptimo hijo de la partida, cuya edad fluctuaba entre los diez y siete y los diez y ocho años. El nueve, por la mañana fui hasta las inspecciones de permanencia y hasta los cuarteles de la policía y el ejército y allí nadie dio razón del paradero del muchacho.


(...) ¿Cómo fue la noche de aquella redada de muchachos que trasladaron hasta los cuarteles de la policía nacional? Dizque cuando los bajaron de los carros de prisiones los metieron a los empujones hasta un patio cementado. Allí los desnudaron a todos y llenaron el lugar de agua para que no se pudieran sentar siquiera los cautivos. Todos tuvieron que sostenerse de pies la noche entera y el día siguiente. Por la mañana empezaron a soltar de uno en uno, con tan mala suerte para el hijo mío que no le llegó el turno en las horas de la mañana ni en las horas de la tarde. En aquel cuartel, temblando de frío de la noche, por la desnudez y por el agua regada en el piso, hubo de pasar mi séptimo hijo la noche y el día de aquel nueve de mayo de mil novecientos cincuenta y siete, sin alimento y sin juntar las pestañas en un rincón del patio del cuartel de la policía nacional.

En la ducha

Ya con el hijo en nuestro hogar, aquel día nos acostamos temprano, después de comentar los acontecimientos. La tranquilidad hizo que nos quedáramos dormidos casi inmediatamente. A las cinco de la mañana puse los pies en tierra, me trasladé al baño y me preparaba a recibir una ducha.

Estaba dentro del chorro cuando, en un radio receptor de la vecindad se oyó la tremenda noticia: “acaba de caer el gobierno del dictador Gustavo Rojas Pinilla”. Yo había sentido placeres en el camino de la vida pero, indudablemente, ¡igual a este, nunca! Sin acordarme que estaba sin ropas que cubrieran mi cuerpo, salí del baño, pasé frente a las alcobas donde dormía la familia y trepé por unas escaleras de madera que conducían a la calle y cuando iba llegando a la puerta de salida, recordé que marchaba en semejante situación. ¡Era tanta la emoción y la alegría! Volví al baño, me vestí y salí de nuevo. Cuando me asomé al umbral de la puerta bajaban del barrio “Berlín” unas veinte personas con una bandera roja que hacían tremolar a fuerzas de batirla contra el viento. A ellos me uní inmediatamente.

De aquí en adelante no hubo boca calle por donde no brotara público entusiasmado, tanto, que cuando llegamos al parque de “La Libertad” las gentes ocupaban más de una cuadra. Continuamos a la plaza de “Bolívar”, siempre vitoreando, en donde ya los ciudadanos no cabían. Por las cuatro esquinas brotaban gentes enloquecidas, brincando, bailando y gritando abajos a la dictadura del general derrocado. A poco se organizó un desfile de vehículos. Esto era la locura manifestada en todo el pueblo. Los vehículos subían y bajaban por las carreras de manera ininterrumpida y las gentes gritaban, se reían, lloraban y vociferaban de contentas. La soldadesca no aparecía por parte alguna. Menos la policía chulavita ni los áulicos de los pueblos del occidente que vivían listos al ataque en represalias contra los que no iban con el gobierno.


El señor Alcalde, con sus secretarios, desapareció de la escena. El café “París”, donde se reunían los “pájaros” venidos del occidente de Caldas y del Valle, se encontraba cerrado. Las gentes enloquecidas bajaban hasta la cuarenta y uno, daban la vuelta por la Avenida “Treinta de Agosto” y por la diez y nueve volvían a la plaza de “Bolívar”. Otras subían hasta el parque de “La Libertad”, bajaban al Lago Uribe Uribe y en este ajetreo permanecieron hasta el amanecer del once.

 

 

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